Por Mariano Martínez
Siempre me gustó llevar la contra. Siempre. Me inicié en esta honorable práctica cuando era muy pequeño y sigo perseverando en ella al día de hoy. Ignoro si fue por una apremiante necesidad de diversión, o porque descubrí que ser contrera encierra un exquisito placer: una sensación que sólo experimenta quien tiene la dicha de, al menos una vez en su vida, martirizar el ego de otro mortal mamífero. Sé que Borges no estaría de acuerdo conmigo, porque, como dijo en más de una ocasión, admiraba profundamente a “las personas que prefieren que los demás tengan razón”. Incluso les atribuía la virtud de “estar salvando el mundo”, en aquel inolvidable remate de “Los Justos”. No es mi caso. No, de ninguna manera. Yo a esos livianos no los admiro ni un ápice, ni una nonada, ni una nimiedad, ni un poquitico así. En cambio, sí admiro profundamente a los que se expresan crudamente, a los que no vacilan un minuto en ser incorrectos, a los que no temen a ser incinerados por la hoguera del desprecio ajeno, a los que no retroceden nunca, ni evitan recorrer ese tambaleante camino de ida que es la soledad. ¿Qué carajo importa la soledad cuando lo que está en juego es la comprensión cierta del mundo? Cualquier precio es demasiado poco a cambio de la verdad. Así nos cueste el infierno, así nos ladren los perros, sigue siendo una paga muy baja. (Como buen ateo, hablar de infierno es pensar en términos sartreanos: “L’enfer c’est les autres”).
Aunque −bueno es recordarlo− no siempre los contreras han actuado guiados por un loado afán de verdad. En la Antigua Grecia, a menudo se llevaba la contra sólo por deporte. Cuenta el epistemólogo argentino Gregorio Klimovsky, que este deporte
“consistía en el encuentro en la plaza pública de dos contendores que sostenían tesis opuestas. En tiempos en que no existían la radio, la televisión, el cine, el periódico o las conferencias públicas, el desafío despertaba un interés masivo y los asistentes se volcaban a favor de uno u otro participante. Rodeados de una multitud, los contendores acordaban previamente qué tesis habría de adoptar cada uno. ‘Defenderé que la justicia es lo mismo que la valentía’. ‘De acuerdo, yo sostendré lo contrario’. Lo que estaba en juego no era por cierto el ‘amor a la verdad’, sino decidir quién era capaz de dar una suerte de ‘jaque mate lógico’ al adversario”.
Para ser sincero, me atraen más los contreras por amor a la verdad que los contreras por mero deporte. Con el paso de los años he descubierto a muchos de los primeros: desde Sócrates que murió por corromper a la juventud, pasando por Porfirio que escribió en el siglo III de la Era Común esa obra lacerante y desaparecida conocida como Adversus christianas (Contra los cristianos), siguiendo por Giordano Bruno, que se atrevió a privar a los cristianos del lugarcito reservado al Paraíso y fue rostizado sin remordimientos por el pluralista y racionalista Tribunal de la Santa Inquisición, al talentoso Oscar Wilde, que expió su homosexualidad en el calabozo, más o menos en la misma época en que Emile Zola arremetía (y triunfaba) contra la corrupta corporación militar francesa −que quiso salvarse condenando al inocente y judío y capitán Alfred Dreyfus−, y que el humanista Bertrand Russell comenzaba a meterse en problemitas por sus revolucionarias opiniones del matrimonio y la sexualidad.
A personas como éstas, normalmente se las tilda de provocadoras más que de meros contretras, porque sus metas son más profundas que simplemente llevar la contra (como ese irritante personaje de Monty Phyton que vendía discusiones). Desde mi óptica, un provocador es aquél que, mediante la expresión de acciones y palabras sinceras, y con ansias de iluminar las mentes distraídas y los corazones opacos, se ha atrevido a atacar los mitos dominantes de su tiempo, conmoviendo casi sin importarle, los cimientos absurdos sobre los que descansa la moral social.
Se sabe que Christopher Hitchens, el escritor británico, fue uno de los más grandes provocadores que hayan pisado jamás esta Tierra. Cuando murió, el matutino argentino La Nación −que fundó un dictador decimonónico llamado Bartolomé Mitre− lo calificó de “contrera de manual”. Decía ser un ser libre, y con toda seguridad lo era. Y en las discusiones era intratable. Richard Dawkins, el gran biólogo británico, aconsejó alguna vez, “Si te invitan a un debate con Christopher Hitchens, no vayas”. Fue ateo militante y comprometido. Acusó (con pruebas irrefutables) a Henry Kissinger de ser el mayor criminal de guerra vivo. Defendió al escritor Salman Rushdie cuando el humanista Jomeini lo condenó a muerte por publicar una obra de ficción, Versos satánicos, mientras cientos de políticos y artistas le daban la espalda. Criticó sin tapujos a la Madre Teresa de Calcuta, un ser casi intouchable hasta ese momento, en especial por oponerse a la interrupción del embarazo y los anticonceptivos (¡con lo necesario que sería el control natal en Calcuta, una de las regiones más pobres del planeta!), por liderar campañas contra el divorcio en Irlanda, por recibir dinero de estafadores como Charles Keating y luego pedir clemencia a los jueces para que lo absolvieran. Probablemente le indignó más descubrir que con esa guita, Doña Teresa no construyó ni hospitales ni escuelas, sino que se dedicó a procrear monasterios por el mundo como conejos, difundiendo así su doctrina conformista. Como remate final, Hitchens le dedicó un libro muy interesante al que tituló La posición misionera. Su vida se resume en estas palabras de su “Carta a un joven disidente”: “La esencia de una mente independiente no radica en lo que piensa, sino en cómo piensa”. En otras palabras, lo que cuenta es el pensamiento libre y desprejuiciado, más que el resultado al que se arribe.

Un provocador que todavía está vivo es el escritor colombiano Fernando Vallejo, hombre de unos 70 años, también biólogo y cineasta. Ateo hasta las uñas, vegetariano, ferviente de los animales y además homosexual. ¡Como para no ser minoritario! (Si tuviera que recomendar un libro de Vallejo, ése sería La Puta de Babilonia, quizá el mayor panfleto contra la Iglesia Católica que jamás se haya escrito, y sin dudas un futuro “clásico”.) Lo que caracteriza a Vallejo es que no tiene filtros. ¿Quién se atrevería a meterse así con las embazadas, como en este fragmento de El Desbarrancadero?:
¡Ay, que dizque si no los tienen no se realizan las mujeres! ¿Y por qué mejor no componen una ópera y se realizan como compositoras? Empanzurradas de animalidad bruta, de lascivia ciega, se van inflando durante nueve meses como globos deformes que no logran despegar y alzar el vuelo. Y así, retenidas por la fuerza de gravedad, preñadas, grávidas, salen a la calle y a la plena luz del sol como barriles con dos patas. Ante un seto florecido se detienen. Canta un mirlo, vuela un sinsonte, zumba un moscardón. Esa dizque es la vida, la felicidad, la dicha, que un pájaro se coma a un gusano. Entonces, como si el crimen máximo fuera la máxima virtud, mirando el vacío con una sonrisita enigmática ponen las condenadas caras de Gioconda. ¡Vacas puercas, vacas locas! ¡Degeneradas! ¡Cabronas! Sacó un revólver de la cabeza y a tiros les desinfló la panza.
Y qué decir del artista plástico argentino León Ferrari, que durante toda su vida fue un martillo para los chupacirios locales. ¿Recuerdan su obra La civilización Occidental y Cristiana? Se trataba de una pequeña réplica del avión FH 107, ésos usados en la guerra de Vietnam, pero con una pequeña particularidad: cargaba en su seno con un Cristo ensangrentado, con un brazo crucificado en cada ala. Evidentemente, había algo que Ferrari intentaba decirle al mundo de entonces (década del sesenta), que se mecía vertiginoso. No en vano el papa Pancho en el año 2004, cuando todavía se hacía llamar el Cardenal Bergoglio y sonreía bastante menos que ahora, intentó clausurar una muestra de Ferrari en el Centro Cultural Recoleta, alegando que se trataba de una “blasfemia que avergüenza a nuestra ciudad”. A lo que Ferrari respondió, con la sencillez de los humanistas, “si algo avergüenza a nuestra ciudad no es esta muestra, sino que se sostenga que hay que torturar a los otros en el infierno””.
Podríamos seguir. ¿Qué hay del Premio Nobel Bertrand Russell? Ese sí que entra en la categoría de provocador. Fue probablemente el último ser enciclopédico que tuvo esta tierra. Sabía de todo, de física, de matemáticas, de filosofía, de historia, de literatura, de política. Un ser realmente excepcional, que honraría con su sola presencia las cátedras de cualquier universidad o academia. Bueno, casi de cualquiera. A decir verdad, en los años 40 se le impidió −decisión judicial mediante− acceder a la cátedra que le habían ofrecido en el City College de New York. Sucede que Russell, para ese entonces se había ganado -y bien merecidamente- el odio palurdo de las hordas conservadoras de su tiempo, con sus adelantados escritos, como “Matrimonio y moral”, en el cual expuso sus opiniones favorables al matrimonio abierto y al divorcio, que bien le costaron cátedra y el regresó al Reino Unido. Algunos años más tarde, recibiría el Nobel de literatura, y luego publicaría, con la ternura de un destornillador que intenta llegar al corazón, ese libelo célebre que tituló Por qué no soy cristiano, y que hasta el día de hoy sigue siendo maldecido por la criminal institución bimilenaria, cuyo nombre ahora evitaré mencionar.
Y no olvidemos a Sartre y Simone de Beauvoir, célebres por sus antológicas fiestas sexuales en una Francia aún atrapada por la tela de araña victoriana. Sin temor a parecer exagerado, es probable que con Sartre y Simone haya desaparecido la pareja más libre del siglo pasado. Habían celebrado un contrato muy especial, cuyas cláusulas eran simples y claras: si el devenir los encontraba, aprovecharían el tiempo juntos. Pero si acaso sus cuerpos eran recortados por el filo de la distancia, ninguno de ellos sería obligado a malgastar su tiempo masturbándose −al menos no solitos−. Cada uno tenía el permiso de ser infiel cuantas veces quisiera. Hasta la ninfa griega más atrevida habría envidiado las historias de estos amantes de la libertad. Y con ellas cargaban sus cartas, en las que Simone no era Simone sino un castor. “Tu castor”, firmaba, y metía el sobre en el buzón. Y otras cosas también.
¡Pero che, también hay mucha provocación en el cine! Basta con ver las películas dirigidas por Luis Buñuel, como Viridiana (¿vieron lo sexy que era la monja?), Vía Láctea o Nazarín. O El séptimo sello de Ingmar Bergman, con ese pobre infeliz que juega una partida de ajedrez con la muerte. Todas ellas fueron recibidas por la buena gente con el mismo entusiasmo con el que aplaudieron “El gran masturbador” de Salvador Dalí o “La fuente” de Marcel Duchamp, que utilizó un eufemismo burgués muy interesante para describir a un mingitorio. Y qué gracia les hacía Tallulah Bankhead, la actriz yanqui de primera mitad de siglo, a quien Marlene Dietrich llamó “la mujer más inmoral de la historia”. Imagínense, Tallulah era, en tiempos aún más hipócritas que los nuestros, una orgullosa hedonista −abiertamente bisexual−, con más de quinientos amantes confirmados. Por su cama pasaron desde Groucho Marx y Marlon Brando a las actrices Greta Garbo, Joan Crawford y Marlene Dietrich. ¡Qué nivel! Y además organizaba fiestas y se paseaba desnuda para demostrar que era rubia natural. ¡La habrán adorado las viejas gordas de las asociaciones de caridad!
En esta (arbitraria) selección de provocadores, observamos que todos los personajes son atravesados por dos temas recurrentes: la religión y el sexo. Esto no habría resultado así, si no fuera porque es sobre estos temas donde se asienta al día de hoy (¿en la adolescencia de la humanidad?) una gran parte de los estúpidos mitos de nuestra civilización. ¡Pero que nadie piense que la religión y el sexo monopolizan la provocación! Desde luego que no. Obviamente, hay que distinguir la provocación de la pajereada. Son dos cosas diferentes: ¿recuerdan a Herminio Iglesias quemando el cajón radical en la campaña de 1983? Bueno, eso fue una pajereada, no una provocación. Conmovió a la sociedad −-es cierto−, mas no actuó con un fin, consciente o inconsciente, de alcanzar una meta superior, de buscar una verdad hermosa o terrible, de dar a la honestidad intelectual y moral el lugar que se merece. Y dudo que haya algo más gratificante para hacer en esta vida, nuestra única vida. Nuestra miserable vida.
Ensayo publicado en Gambito de papel N°1, en octubre 2014