Memorias del subsuelo – Fiodor Dostoievski

Por Daniel Schechtel

“¿Acaso el que se conoce puede estimarse aunque sólo sea un poco?”

memorias del subsuelo

Hay libros que atesoramos celosamente como piezas fragmentadas de nuestro rompecabezas álmeo. Algunos, por apalabrarnos; es decir por lograr expresar nuestros más indómitos pesares, nuestras crepitantes cavilaciones, nuestras emociones más íntimas; en suma: por dar palabras a nuestras experiencias.

Hay otros, en cambio, que nos perforan y nos envenenan y nos transforman, y es por esto que constituyen en sí mismos una experiencia, de esas experiencias que para Walter Benjamin ya casi no tenemos en la actualidad.

Si los primeros nos dan el lenguaje para poder narrar lo que somos, los segundos alteran lo que somos y nos dejan atónitos, varados en el paraje ignoto del desasosiego, de la carcajada sarcástica o, cómo no, del éxtasis total.

Este libro forma parte del segundo caso.

Devoré estas grises, irrisorias y amargas páginas hace unos tres años, cuando todavía tenía una filosofía de vida, el romanticismo trascendental, que justificaba mis decisiones y mis opiniones, pero que cada día me convencía menos, sobre todo ante la cruda realidad, que me escupía a cada paso que las cosas no eran como yo creía. Si Crimen y castigo, también de Dostoievski, había logrado derribar mis sueños de ser un hombre extraordinario, el protagonista de Memorias del subsuelo terminó por cerrar la puerta, tirar la llave a la alcantarilla, apagar la luz y dejarme solo, no sin antes reírse en la oscuridad de mi pudibunda inocencia y mi triste puericia.

Crisis metafísica. Crisis existencial. Así defino lo que me sucedió entre los años 2011 y 2012. El paradigma metafísico (y por tanto ético y estético) que justificaba mis trajines y mis decisiones se vio derrumbado por este libro para dar lugar al vacío, suerte de paradoja cuántica. La sinceridad del personaje del subsuelo me obligó a socavar mis ideales, a meter mi nariz en lo más hediondo y convulso de la ciénaga que constituye mi interior.

Cínicamente, el narrador me fue guiando por las galerías lúgubres de mi inconsciencia y se fue mofando de todas mis pretensiones, de todas mis imposturas, de todas mis esperanzas. Subordinando la razón al deseo, despotricando contra los hombres pasivos como yo, desenmascarando la astenia moral del hombre racional, simple engranaje carente de pasiones voluptuosas o de deseos que lo hagan sentirse vivo, Dostoievski, el verdadero padre del existencialismo y un gran maestro de Nietzsche, injuria y calumnia contra la humanidad, desnudándonos a todos frente a…, ¿frente a qué? Frente al absurdo y frente al dolor humano, demasiado humano.

Entre tantas tinieblas y a la luz de una vela me pregunté entonces: ¿Qué me dejó este libro además de este foso existencial? Y la vida me ayudó a responder: apertura. Me dejó una sinceridad conmigo mismo que jamás había cultivado antes. Me dejó un cinismo que me ayuda a atravesar momentos difíciles. Me dejó el entendimiento de que, por más oscuros y endemoniados que seamos todos, a su vez somos tan cándidos e indefensos como lo es este hombre del subsuelo. Me enseñó que estamos solos, y que es por eso que intentamos con tanto ahínco y tanta perseverancia unirnos, amarnos, odiarnos.

Desde entonces, creo firmemente que para conocernos a nosotros mismos es insoslayable revolver la basura que llevamos dentro y, sobre todo, aprender a reírnos de nosotros, aunque no más sea una risa amarga.


Publicado en Gambito de papel N° 2 en febrero de 2014

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