Por Francisca Aparicio
Durante el primero de los findes de cuatro días, yo seguía bastante en modo vacación, hasta que empecé a informarme. O a intentarlo: el bombardeo de noticias fue apabullante, llovían artículos, podcasts, expertos hablando en televisión, en Youtube, por Whatsapp, en todos lados gente hablando de lo mismo: curvas exponenciales en países que ni sé dónde quedan, epidemiología, tests, políticas de salud pública o privada, fronteras, teorías sobre el futuro, si va a cambiar para acá o para allá; si cae el capitalismo o se fortalece cada vez más. Recital por streaming, clase de yoga por streaming, taller de cerámica, de poesía por videollamada. Pedido online, clases por video-tele-llamada-conferencia.
Y todavía no habían llegado ni la vigilancia vecinal, ni el himno y el aplauso de las 21.
Yo me adapto bastante. Antes me daba un poco de culpa, me hacía sentir como si fuera una ventajera, que siempre saca provecho; o una conformista que no lucha contra el orden establecido, por desinterés o debilidad. Pero creo que es una especie de reflejo de cuando era chica: adaptarme a los cambios que no entendía, que no tenían sentido, que nadie me explicaba y cada unx seguía con su vida. Una forma de gestionar el dolor y la ansiedad: mantenerse activa.
Durante los primeros días de trabajar desde casa, antes del distanciamiento obligatorio, había visto que a las 16:30 daba la luz del sol de lleno en la pared más grande de mi habitación. En las casas que viví de chica nunca había tenido sol así, directo entrando por la ventana de mi cuarto. Y en las de más grande tampoco. Así, tanto, esta es la primera vez.
Cada día a la misma hora me desvestí, medí la luz y acomodé la cámara en el marco de la ventana, haciendo equilibrio entre unos muñequitos y un cenicero para que quede derecha y lo más estable posible. Corrí el escritorio y puse la zapatilla donde enchufo la computadora y todos sus cables adosados dentro del ropero, y cerré las dos puertas. Probé hacer sombra con la persiana, con una hoja de monstera que me junté de unx vecinx que podó la suya. Puse el cuerpo al sol. Probé empujar la pared. Pensaba en esa jaulita de luz que se abría en ese rincón. Empujarla, agrandarla.
El tercer día creo que fue el último que hice esto, ensayé empujar paredes-límite invisibles, que estuvieran siempre dentro de la zona iluminada. Un poco mimo, cascarudo patas para arriba, animalito enjaulado, amaestrado, acostumbrado a estar en casa tantas-horas-por-día. A ir al trabajo tantas otras horas. Salir a comer, no para comer sino para salir. Salir a comprar cosas, no por comprar cosas, sino para salir. Salir a ver gente, sólo para salir. Bañarnos cada tantas horas, comer cada otras tantas: zoológicos digitales con jaulitas de quince segundos de visibilización y la posibilidad de mandarnos mensajitos. Mostrar nuestra intimidad, consumir la ajena.
Así y todo, con un montón de limitaciones que son tan ficción como esta ficción de ahora. Sólo que parecía real. La heterosexualidad: ficción; la monogamia: ficción; el trabajo: ficción. El estrés: todo ficción. ¿Y si esos límites también los pudiéramos empujar?
¿Y si todo eso que creíamos real también es modificable por decreto? No quiero ser literal con esto, quiero decir: ¿cuántos mandatos seguimos que no tenemos ni idea de dónde nos los pegamos, y con los que ni siquiera estamos de acuerdo?!
Empujar esos límites también, porque siempre saco provecho.
Mi única intimidad con otro cuerpo estos días es con el gato: duerme conmigo, me busca para subirse panza cuando estoy acostada, o en las piernas cuando estoy sentada frente a la computadora. Me relaja sentir su peso, su ronroneo, la suavidad de su pelo, saber que es un ser vivo como yo, que tampoco entiende nada de lo que está pasando. Sólo vive y ya. Sentir que puedo hacerlo disfrutar cuando le rasco atrás y un poquito abajo de las orejas. Me pone contenta haber aprendido eso.
Los otros cuerpos con los que interactúo son los que me cruzo cuando salgo a comprar cosas cada tres o cuatro días, a la verdulería de la esquina y el negocio de cercanía. Voy caminando en shortcito y musculosa, porque es uno de esos días del fin del verano, transición al otoño: hace calor y hay sol, pero no ese sol que lo quema todo. Un sol suave, amable. Con auriculares y la cámara de fotos en la bolsa de hacer mandados. La ciudad es hermosa y está vacía, como cualquier otro sábado a esta hora; el barrio siempre es tranquilo. Las veredas llenas de hojas, la luz que cae oblicua, el brillo en el aire de un sol que no calcina todo lo que toca. Todos los signos visuales del otoño. Me pone melancólica, me pone nostálgica y cursi. Podría escribirle cartas de amor a la ciudad en otoño. Voy a comprar yerba, queso y fideos, y de paso cerveza y unos alfajores, y me da vergüenza ir disfrutando. Todo cuerpo gozando siempre es una provocación: me da pudor que me descubran gozando de este sol en la cara, en las piernas. Me da miedo que me juzguen y me da miedo que mi cuerpo incomode. Y esto no es tan distinto a lo que me pasa siempre, a lo que me pasaba también antes del distanciamiento. Sólo es medio metro más allá ahora, pero es la misma sensación: no entiendo la distancia que hay que respetar, ni la que hay que exigir.
Siempre me cuesta leer esas cosas. Siempre tengo la sensación de que todxs conocen las reglas y yo no. Y me da miedo hacerlo mal. Si todo cuerpo gozando es una forma de rebeldía, bailar es mover el cuerpo para que nos dé placer el movimiento. Es un cuerpo que se mueve no por obligación, sino por deseo. Yo encuentro placer cuando lo estiro. Ese ardor de un músculo que va más allá es un dolorcito que me despabila, me activa, me enciende el cuerpo todo. La piel.
Los signos visuales del aislamiento: carteles pegados en las ventanas que instan a quedarse en casa. Cada balcón vigila. Hay un amontonamiento de gente allá: es una farmacia. El goce no es necesario, nada lo justifica. No quiero ser agente de control de nadie. ¿Vamos a sobrevivir? Nos preguntamos cada, más o menos, cuatro días.
Hay límites que son convexos: nos dejan afuera. Como la señora que entra a una verdulería vacía y me cierra la puerta en la cara. Hay otros que son más cóncavos: delimito mi círculo de espacio personal en la cola del cajero, con la mirada le indico al chabón que acaba de llegar la distancia tolerable entre mi cuerpo y el suyo. Estoy en el centro de un círculo dibujado con tiza por un loco en el manicomio de un cuento que me leyeron alguna vez.
Juego con esos límites también, porque soy una ventajera.
Cuando esto pase… No, esa oración no sirve. No sabemos qué hay del otro lado, ni cuánto vaya a durar esto. En todo caso, no saldremos iguales y esa es una transformación que invalida el “cuando esto pase”: la historia se hace así, atravesando situaciones intermedias, transitorias, dinámicas. Donde hay que ser flexible y creativx, tener paciencia y el compromiso de buscar en una misma cuáles son los límites. Los que nos dejan afuera, pero también los que nos contienen. Mi espacio personal, en el que me siento cómoda, en el que encuentro el placer y disfruto: expandirlo. Porque siempre saco provecho.
Francisca Aparicio


