Por Daniel Schechtel
lord Byron non ha saputo alla sua rosa e tutti i romantici non sapranno in eterno a nessunissima cosa dare altri affetti o sensi che umani
Giacomo Leopardi
Hace años que tengo la idea de escribir un texto narrativo cuyo protagonista sea un objeto ordinario que pasa de mano en mano y cuenta una historia. Hace un año, en mi pueblo natal, el escritor argentino Manuel Mujica Láinez me mostró uno de los posibles avatares en un cuento de Misteriosa Buenos Aires (1950), libro que me había prestado un amigo y cuya propiedad acabé por usucapir a fuerza de afecto. El cuento “Memorias de Pablo y Virginia”, que comienza así:
Nunca entenderé la actitud de los hombres frente a nosotros, los objetos. Proceden como si creyeran que la circunstancia de habernos dado vida les autoriza a tratarnos como a esclavos mudos. Jamás nos escuchan
cuenta la historia de un libro que auspicia de narrador y cambia de manos y se transforma como lo haría cualquier personaje de ficción complejo (round character). El libro, indignado ante la indiferencia humana frente a los objetos, se explica:
Una puerta se esfuerza por transmitir a su amo cualquier idea: la idea de que no debe entrar en una sala, por ejemplo. Llama para ello su atención girando con leve chirrido, y el muy testarudo prefiere atribuir ese movimiento a una corriente de aire, y se mete en el cuarto con las desagradables consecuencias que ello implica. Parece imposible que el hombre sostenga con sinceridad que la tierra está poblada de corrientes de aire y que ellas son las únicas responsables de cuanto acontece en torno suyo.
El fundamento del narrador y del cuento es totémico y se funda en el animismo: la convicción de que todas las cosas están animadas por una voluntad, como creen los niños según Diego Golombek y como seguía creyendo Schopenhauer a sus treinta años cuando publicó el primer volumen de El mundo como voluntad y representación (1918). El filósofo alemán jerarquizó las voluntades según qué representaciones asumían en cada caso, como a su manera habían hecho los neoplatónicos. El divulgador de neurología argentino categorizó los cerebros entre aquellos que procuraban la supervivencia adaptativa al meme animista y aquellos que no.
Ahora recuerdo, no obstante, que ya en el año 2018 yo había encontrado otra instancia de prosopopeya —es decir, de personificación— en una novela posterior a Mujica Láinez, orgullosamente titulada Me llamo Rojo (1998), del Premio Nobel turco Orhan Pamuk. El capítulo 19 del volumen en inglés que adquirí por 20 euros en monedas en la librería Galeri Kayseri de Estambul en julio del 2018 y que comencé a leer en la ciudad de La Plata el mismo año se titula “Soy una moneda de oro” y comienza así:
¡Mirad! Soy una moneda de oro de veintidós quilates del Sultán Otomano y llevo la gloriosa insignia de Su Excelencia Nuestro Sultán, Refugio del Mundo.
La moneda, que se jacta de ser partícipe de la riqueza de un talentoso miniaturista otomano del siglo dieciséis, ilustra su valor de cambio con una lista de las mercancías y los servicios que pueden reemplazar su tenencia:
el pie de una esclava joven y hermosa, que representa alrededor de un quinto de su persona; un espejo de barbero de buena calidad con manija de nogal e incrustaciones de hueso; una cajonera bien pintada con dibujos de rayos de sol y hojas plateadas con un valor de noventa piezas de plata; ciento veinte hogazas de pan fresco; una sepultura y ataúdes para tres; un brazalete de plata; la décima parte de un caballo; las piernas de una concubina vieja y gorda; un búfalo de ternera; dos piezas de cerámica de alta calidad; el salario mensual del miniaturista persa Mehmet, el Derviche de Tabriz y la mayoría de aquellos como él que trabajan en el taller de Nuestro Sultán; un buen halcón de caza con jaula; diez jarras de vino de Panayot; una hora celestial con Mahmut, uno de los muchachos más famosos en todo el mundo por su belleza, y muchas otras oportunidades cuyo número me impide consignar.
Además de escribir la historia de un objeto, también se me había ocurrido escribir el itinerario de un objeto para contar de manera oblicua la historia de una constelación de personajes.
En efecto, y en contraste con la consciencia que motiva a la moneda de Pamuk o al libro de Mujica Láinez, los objetos que el escritor uruguayo Felisberto Hernández anima en su cuento “El caballo perdido” (1943) están al servicio de la percepción del narrador, que por caso compara un piano con un viejo bueno, y no adquieren la ilusión de albedrío que depara a los seres con monólogo interior. Cecilia, la maestra de piano del niño protagonista, lo golpea con un lápiz rojo cuando comete un error, y la densidad del silencio que se instala hace que “los objetos [tengan] más vida que nosotros”. Además, los muebles adquieren una presencia casi humana:
Celina y mi abuela se habían quedado quietas y forradas con el silencio que parecía venir de lo oscuro de la sala junto con la mirada de los muebles.
Empero, los objetos no sólo ensamblan símiles o señalan de forma metonímica a la mente humana, como el tiempo meteorológico en las novelas de Dostoievski, sino que también constituyen personajes secundarios, aunque sin gran desarrollo (flat characters); el lápiz rojo, por ejemplo
Cuando Celina lo tomaba para apuntar en el libro de música, los números que correspondían a los dedos, el lápiz estaba deseando que lo dejaran escribir. Como Celina no lo soltaba, él se movía ansioso entre los dedos que lo sujetaban, y con su ojo único y puntiagudo miraba indeciso y oscilante de un lado para otro.
Ciertamente, los objetos en la literatura no siempre han sido protagonistas animados ni personajes secundarios. Los primeros devotos de los objetos fueron, como de todo lo demás, los poetas. Todos conocemos la famosa descripción del escudo de Aquiles en el canto XVIII de la Ilíada de Homero. Mi memoria aún retiene como ejemplos parejos el amor metrado de Borges por la “Llave en Salónica” y el de Amado Nervo por una “Vieja llave”. Qué decir de los objetos exaltados y elocuentes de Rainer Maria Rilke. Todos ellos, empero, inertes.
En cambio, hemos hablado del animismo de monedas como las que usé para pagar la novela de Pamuk y de libros como el que mi amigo me prestó y terminó en la biblioteca de mi casa. Los objetos que adquieren protagonismo suelen ser objetos móviles y útiles para el humano; y, sobre todo, intercambiables.
Podemos rastrear la historia de este animismo literario. Esbozaré dos de sus hitos fundamentales.
He aquí el primero, que leí en mi Kindle en el aeropuerto de Estambul en el mismo viaje en que adquirí a Pamuk. En su apasionante y acaudalado diario, el Zibaldone, el poeta italiano decimonónico Giacomo Leopardi, arengando contra los poetas “modernos”, los románticos, afirma que reducir la poesía a lo “patetico”, es decir, a lo sentimental, es despreciar la amplísima sensibilidad del ser humano, que los “antichi”, los antiguos, habían explotado tan bien simplemente imitando a la naturaleza, y no a las emociones en sí mismas[1].
Leopardi, galopando entre el clasicismo y el romanticismo, considera que toda forma de la naturaleza, en última instancia, es imitable y poetizable en tanto personifique mediatamente algún rasgo del ser humano (no necesariamente “patetico”), como hacían los antiguos poetas mediante dioses, bestias, fenómenos meteorológicos y accidentes geográficos. Pretender, escribe refunfuñonamente Leopardi desde su pequeño pueblo natal de Recanati, que todos los objetos de la naturaleza sean animados en sí mismos, y no como representantes de lo humano, es metafísicamente pretensioso. Lord Byron y los demás románticos no habrían sabido darle a la rosa un sentido o afecto que no fuera humano.

Cabe compartir una anécdota decimonónica cuyo protagonista es, a su manera, un objeto. Mientras Leopardi renegaba de tanto animismo gratuito, Schopenhauer escribía El mundo como voluntad y representación. El filósofo alemán, a pesar de que admiraba a Lord Byron (y a Giacomo Leopardi, dicho sea de paso) y lo citaba en sus diarios, cuando tuvo la oportunidad de conocerlo, no lo hizo, a pesar de tener una excelente excusa. A pedido de Schopenhauer, el poeta alemán Goethe había escrito una suerte de carta de recomendación dirigida al poeta inglés, que Schopenhauer le entregaría en Venecia, en 1818, año en que tanto éste como Lord Byron (y Giacomo Leopardi, dicho sea de paso) se encontraban en la ciudad italiana del romance. La entonces amante del filósofo, Theresa, vio a Lord Byron pasar en un carruaje y se emocionó tanto que Schopenhauer, que caminaba a su lado, desistió de entregarle la carta porque temía que el Don Juan inglés le pusiera los cuernos (Hörnern). Urge conjeturar la historia que habría narrado dicha carta.
He aquí el segundo hito sobre el protagonismo de los objetos en la literatura. Leopardi había escrito que la rosa de Lord Byron será siempre humana. En 1953, el novelista francés Alain Robbe-Grillet parece haber ensayado una refutación novelística de esta idea al publicar Les Gommes y fundar el movimiento del Nouveau Roman. En sus protagónicas descripciones minuciosas y materiales, Robbe-Grillet buscó sustraer a la narrativa el protagonismo del alma humana. Intentó abolir la tragedia. Su alejamiento es doble. No sólo confirió a los objetos el papel principal, sino que además los desvistió de todo animismo, fuera humano o idiosincrático. La rosa no sólo no era humana; era simplemente una rosa: un fragmento vegetal con cierto aroma y determinados colores.
Está claro que un libro, una moneda, una carta pueden contar una historia. Pero si en esa historia no hay miedo, no hay muerte, no hay amor, en suma, no hay emociones (e independientemente de las explicaciones científicas como las de Diego Golombek), dicha historia ulteriormente se archivará, acaso injustamente, entre las curiosidades históricas de la literatura, como fue el caso del Nouveau Roman, que engendró más objeciones que acólitos.
La rosa de Lord Byron será siempre una mujer —dice Leopardi—; eliminar este vizio del ser humano implicaría refabricarlo (rifarlo).
Daniel Schechtel