César Cañedo es poeta, académico, investigador, atleta y crítico literario mexicano. Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas, Maestro en Letras Mexicanas y doctorante en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM). Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Francisco Cervantes Vidal 2017, y el Premio Bellas de Poesía Aguascalientes 2019 por su libro Sigo escondiéndome detrás de mis ojos. La presente selección proviene de este último.
EL ABUELO revisa que todas las luces estén apagadas,
que a nadie se le haya quedado el corazón en la estufa,
que el silencio y la noche estén de acuerdo.
Pide que bajes el volumen a la tele de la sala
donde te encuentra a llegar de su trabajo.
Hay un botón para que la tele abandone su escándalo
y te deje a solas
con tus catorce años.
El abuelo lo intuye
y como todos en tu casa
sabe que no debe pasar otra vez por esa sala,
que al darte las buenas noches
te da también la hombría
y el papel de acabar y apagar todo.
Sabe que nadie debe interrumpirte
cuando te descubres adulto
con la tele prendida.
* * *
EL JOVEN levanta su peso entero en una barra.
Otro joven hace lo mismo en otra.
Tienen una paciencia de fierros esforzándose
por hacerse más firmes.
Llenan de músculos la tarde
y la rutina,
ése su sentirse en un lugar seguro de sí.
Es como si repetirse los hiciera importantes,
los expandiera en títulos nobiliarios
y tierras fértiles.
Detrás de ellos una promesa lanzada contra su ropa
rota y holgada,
tal vez una competencia que les recuerda el rostro
de muchas adicciones,
se arrebata los golpes que recibieron en su cuerpo de antes,
la falta de trabajo,
la posibilidad de no ser nadie,
y pasan una hora o dos del día sin detenerse,
apretando los dientes con su vigor, contracturando el cansancio.
Y a mí todo esto,
su búsqueda por ser alguien a partir de su cuerpo,
me parece bien.
* * *
DESPUÉS de la película de miedo
ya sé que habrá una puerta que no tiene cerrojo,
un reloj detenido
o mi madre en el piano sin que se escuche nada.
Con las noticias del día
sé que me espera ser perseguido por alguien
muy parecido a mí
o que no tengo cómo pagar la cuenta.
Si cené demasiado, la pesadilla gira y tiene espasmos:
dar una clase sin la ropa correcta
donde nadie me entiende
ni yo mismo supiera de lo que hablo,
luego pasar por la misma calle cinco veces,
matar a alguien que quiero
y llegar tarde al disparo.
* * *
¿CUÁL será la otra de estar en contra,
de buscar paredes bien educadas y rayarlas?
De querer limpiarse la noche
de tantas camas.
La hora de ponerle un alto
al color que da paz a la familia.
La hora de tomarnos en serio
las promesas lanzadas en la infancia.
La hora de quitarle el cinturón de valores calóricos al cuerpo.
Llega sencilla,
sola, sin algo que la active
como atardeceres rojos y tercos aplastando los días,
como se oye la lluvia golpeando insistentemente en autos retirados hace tiempo.
¿O hay que ir por ella?
reclamarla,
quitársela a los jefes,
a edificios corruptos
y frustrados.

EL HÉROE de este poema hace completo el súper.
Pudo escoger lechuga seria,
mangos sin cicatrices,
atún en forma.
Lleva sólo la carne contemplada.
Se reta con la bolsa de arroz.
Renuncia a lo que se meta al microondas.
Toma en cuenta productos de limpieza.
Pasa sin ver por las bebidas.
Compara porciones. Repasa las ofertas.
No olvida nada esta vez.
El héroe va a la caja
como si fuera a la última cena.
Es lento en el contar.
Ve con vista de láser su cartera.
Decide en el camino.
Se quita la máscara
Pues la cajera no lo ve de frente.
Empaca él mismo su fracaso
y firma como si sellara su renuncia.
* * *
MI PRIMER contacto visual fue con un joven.
Yo era un pequeño, bastante vivo para notar el fuego,
bastante ingenuo para tomarle forma.
Fijamente detuvo su faena aquella tarde del calor.
Pulía el camión del que era boletero,
lanzaba agua a cubetazos
sin ninguna noción del excederse
y yo sencillo pasaba por la esquina de esa cuadra.
La genética ropa de muchacho silvestre,
pantalón deslavado y camiseta interior raída,
pregonaban su desafiar al mundo
y su deseo.
Notó en recelo que yo miraba absorto la soltura,
ese modo de ser ajeno al mío
y siguió actuando su papel de ebanista
con su trapo mojado.
Repentino me supe acorralado entre sus cejas.
Tuve miedo, jamás ha sido clara esa mirada
que invita igual al golpe o al abrazo.
Fue apenas un instante,
el asedio de luz que paraliza
al conejo en el camino.
Me perdí, di la vuelta,
me siguió con el hilo de sus ojos
que hace un nudo de dudas en la estatua.
A partir de esa vez fue mi adicción al vértigo
de asomarme al abismo sin palabras.
En aquella ocasión no hubo respuesta.