Los trajeron en la caja de la camioneta. Luego los apilaron sobre el terreno hasta que hubo una cantidad considerable. El niño se fijó en la desnudez y pensó en la suya. El hombre tomó la pala y recorrió con su punta la parcela. Eran unos cuantos surcos. Todavía no salía el sol:
—La tierra debe estar húmeda —explicó en voz alta mientras el chico se limpiaba la frente con un guante—, para que, cuando el sol la endurezca, se haga una capa de barro que fije los pies del plantado. Si esto no se hace, es probable que el cuerpo se caiga y saque terrones, estropeándolo todo. Las plantas de los pies solo echan raíces en un entorno fresco y oscuro. Si te fijas en los otros cultivos, nadie los entierra hasta las rodillas, porque aparte de ser pérdida de tiempo, aleja el sol de las uñas. Las uñas son bien importantes. ¿Te acuerdas del plantado en casa de tu abuelo? ¿De los nísperos que daba? Si queremos uno así de bueno y grande, tenemos que ser bien cuidadosos. Hasta el día más templado puede calcinar los nudos si se exponen al sol. Por eso hay que empezar temprano. Cuando maduran, florecen y dan la fruta sabrosa.
Entonces enmudeció. Contrajo el ceño y trató de aguzar la mirada, de develar esos contornos afilados ocultos tras la espesa niebla de la madrugada. Le parecía oír un rugido mecánico. El chico volteó hacia el camino. Le preguntó a su hijo si lo oía, pero antes de que éste pudiera menear la cabeza, el hombre ya había puesto la mano sobre la cintura, de donde extrajo el revólver de su funda:
—Escóndete en la camioneta —susurró.
—Pero, papá, no oigo nada.
—¡Chisst!
El hombre apuntó hacia la grisura húmeda; sudaba, el aire se le impregnaba en los carrillos. Sabía qué hacer. No quería terminar sembrado, no él, ni su hijo, a quien miró agazapado en la cabina, espiándolo. Adivinaba ya la carrocería oscura de las pickups negras, su maquinal estrépito. Las voces de esos hombres gruesos, casi siempre con sombrero, que solucionaban su mal día con un plomazo al primero que se encontraran. Apuntó el cañón hacia el fondo grisáceo y pardo de la débil madrugada. Pero no vino nadie que mereciera una bala. Aquel ruido de motor se esfumó como la aceleración en el corazón de ambos.
—¿Eran los que hicieron esto? —preguntó el chico, al salir del asiento de la camioneta, señalando con la cabeza los cuerpos amontonados.
Su padre tragó saliva. Miró por un rato más el camino por donde había llegado con su hijo y enfundó su arma:
—Hay que apresurarnos —dijo, y su hijo asintió.
El hombre cavó un agujero profundo. Su hijo trajo el primer cuerpo a rastras. Era menudo y lampiño, tenía unas pecas de humedad por las que se le resbalaba el cuerpo al chico. Entre él y su padre lo enderezaron, como si se tratase de un tronco endeble, y lo introdujeron en el hoyo. El viento fue benigno, pues no desequilibró la postura del plantado. Padre e hijo juntaron con sus palmas enguantadas la tierra húmeda. Rellenaron los intersticios con lodo. El hombre fue a la camioneta por un costal y esparció tierra seca sobre los pies del cuerpo. Luego arrojó puñados de cal. El viento adoptó otra velocidad, se inmiscuía en los cultivos aledaños y los cuerpos se balanceaban con suavidad. Se oyeron caer nísperos a la distancia. El chico miró hacia las otras parcelas, donde, pese a la grisura disipándose, notaba pétalos nevados, tan brillantes que aderezaban el aspecto lúgubre de las extremidades donde nacían las flores. El hombre le chifló a su hijo, que jugaba con los dedos del cuerpo recién plantado; volvieron a la camioneta, de donde extrajeron una gavilla de varas y ramas tan gruesas como los brazos de ambos. De un bolso, el padre sacó un mazo y un carrete de cáñamo.
—No queremos que el viento nos lo incline.
Ambos se acuclillaron para elaborar los puntales.
—Parece un espantapájaros —observó el chico.
—Lástima que no espantó a quienes lo dejaron así —dijo, y luego calló.
El hombre se puso a trenzar cuatro varas que afiló con su navaja. Después se alzó y fue hasta el cuerpo: tenía la expresión y los brazos caídos, la piel se asemejaba más a la cera que a la carne. El padre se arrodilló ante el cuerpo clavado, la cabeza quedó a la altura del sexo; pasó las manos enguantadas alrededor de la cintura hasta darle tres vueltas con el cáñamo; tensó el hilo, enseguida clavó la estaca cuan larga era a espaldas del cuerpo; pero, al ver que apenas se hundía, le pidió al chico el mazo. Cuando el primero estuvo terminado, ambos retrocedieron para contemplar el trabajo. El hombre se enjuagó la frente con un guante. El muchacho miró los surcos pendientes, dirigió la vista hacia la pila de cuerpos a un lado de la camioneta.
—¿Cómo cuánto vamos a tardarnos?
El hombre sujetó la pala, caminó hacia el surco y empezó a cavar en silencio.
Cuando la treintena de cuerpos estuvo enterrada de los tobillos para abajo, el sol reverberaba sobre la parcela. El excavador bebía de su cantimplora, sentado en la caja vacía de la camioneta. Los huesos descansaban tras la ardua faena. Caló su sombrero hacia delante, saltó a la carretera de terracería. Olfateó el aroma de los sembradíos, que flotaba desde las zanjas y de los boscajes que rodeaban el terreno. En cunetas y aguaderas adivinó nísperos redondos que ya habían comenzado a pudrirse. La imagen lo puso serio. Colocó los puños a la altura de la cintura. Vio las siluetas erguidas a lo largo y ancho de su terreno. “Sí, parecen espantapájaros”, razonó. Sabía lo poco que tardarían en crecer. Le dio algo de tristeza saber que, en unos años, vendrían los leñadores. Tras florecer y fructificar, no les quedaba opción a los plantados. Escudriñó las demás parcelas: había cuerpos ya con ramas extensas, copas altas que daban suficiente sombra, así como flores pálidas en los cuerpos menos maduros, cuyos tallos se nutrían de hombros, cuellos, pubis o piernas. Halló cierto consuelo en eso. Buscó a su hijo con los ojos.
—¿Dónde andas? —lo llamó, y se detuvo ante los cuerpos que compartían más o menos su tamaño. Observó la desnudez, las pieles aún pardas, los globos caídos de los pechos femeninos, los tallos membranosos de los masculinos que el aire apenas sacudía. En las pieles de todos los plantados había heridas y extensiones purpúreas que solían culminar en líneas sangrientas. Algunos tenían orificios de bala. Y hasta los cuerpos que encontraba mutilados florecían como cualquier otro. Con los ojos cerrados, parecían dormir, pero no había ronquidos ni se oía el silbido de los pechos. Alguna vez encontró a una mujer que se quedó viendo uno de los plantados. A pesar de estar cubierto de hojas y de que un tronco se le hubiera formado alrededor, lo reconoció. Le suplicó que lo dejara llevárselo, y aunque las palmas unidas de la mujer lo enternecieron, el excavador meneó la cabeza. Le explicó que era mejor tenerlo plantado que enterrado. Para convencerla, explicó el tiempo de maduración de los cuerpos, lo que pasaría cuando la carne se endureciera hasta convertirse en madera. El rostro de la mujer estaba al borde del quebranto. Entonces el hombre señaló los nísperos vírgenes, tan dulces que le hacían llorar.
—Al menos la muerte nos hará más hermosos de lo que jamás pensamos —le dijo.
La mujer tomó uno de esos frutos y, al tenerlo entre las manos, se dejó caer sobre las rodillas. Ocultó el rostro entre las manos, lloró sin ninguna clase de consuelo. Luego se incorporó, le entregó al hombre la fruta y le dio las gracias. Y se fue. Tiempo después, vinieron los leñadores y talaron a ese plantado. Aquella mujer jamás volvió.
Oyó un golpe sordo, como el que produce un fruto al caer de su rama y rodar sobre el pasto. Se internó con cuidado entre las estatuas de carne que acababan de sembrar. Como no las habían enterrado demasiado cerca, podía transitar por ese bosque de extremidades flojas cuyos dedos se le atoraban en la ropa. Esquivó brazos en posiciones incómodas, pieles que del morado sangriento habían entrado en el natural periodo del verde, acompañado de un musgo tierno y los primeros indicios de tallos. Encontró al chico agachado ante uno de los cuerpos con senos:
—¿Qué pasó?
Su hijo le chistó.
—No me chites, ¿qué hay?
El muchacho se hizo a un lado: un cuerpo aún más pequeño que los enterrados yacía sobre el montículo de tierra. Se le veía cubierto de líquido espeso, rojo, y tampoco se movía. Un cordón rosáceo y ensangrentado ligaba el cuerpo femenino parado ante ellos y aquel con las uñas de los pies sin raíces. El cordón era gomoso y soltaba un penetrante olor a carne cruda; una florecilla algodonada nacía de la cabeza. El chico miró a su padre desde abajo, acercó los dedos a los pétalos, pero el hombre le dio un manotazo:
—No lo toques.
—Creí que todavía no era temporada.
—No, no lo es.
—Papá, quienes le hicieron esto, ¿sabían que…? ¿Que ella estaba…?
—Probablemente por eso lo hayan hecho.
—Oh.
Entre ambos se interpuso el viento. Ululó entre los plantados, amenazador como el ruido de las camionetas negras que, durante las noches, arrojan estos cuerpos sobre caminos inhóspitos. Los soportes de varas apenas se arquearon; sobrevino el chillido del muelle de madera tensada, pero los cuerpos resistieron. El hombre acarició el mango del revólver. Descubrió asombrado que le sudaban las palmas. Pese a la fragilidad del tallo, el aire no desprendió la diminuta flor. El hombre notó que los ojos de su hijo resplandecían, húmedos. Se acercó para abrazarlo, pero su intención culminó en una simple palmada a la altura del hombro:
—Anda —dijo el hombre—. También tenemos que sembrarlo. Está demasiado verde. Si tiene los pies mucho tiempo expuestos al sol, se nos malogra.
—¿No hay que cortar el cordón? —preguntó el chico sorbiéndose la nariz. —Eso sí no sé, pero, por las dudas, así dejémoslo.
Emilio Contreras (CDMX, México, 2000) es licenciado en Estudios Literarios por parte de la Universidad Autónoma de Querétaro. Ganó el segundo lugar en el Concurso de Cuento Ignacio Padilla de 2022. Ganó el tercer lugar en el Premio Nacional al Estudiante Universitario de 2023, en la categoría Luis Arturo Ramos de Relato. Fue finalista en el III Premio Internacional de Cuentos Juan Ruiz de Torres. Actualmente estudia la Maestría en Literatura Hispanoamericana en El Colegio de San Luis. Es autor de Los párpados (Eleusis Editorial, 2024) y Hombres ridículos, actos miopes (Herring Publishers, 2025).
La pintura de la portada es de Rogelio Silva.


