Por Tomás Méndez
Le digo al remisero que doble en la próxima. Se lo digo mientras pasamos por la calle en la que no tenemos que doblar. «Pero es contramano, nene», me dice y tiene razón. Le digo que sólo es media cuadra contramano, que después se hace doble mano, que es medio raro porque el túnel de Primera Junta la hace cortada. El remisero frena justo en la esquina donde tenemos que doblar. Se rasca la frente, como confundido. Vamos arriba de un Polo que me hace temblar las piernas y la panza cuando regula. Su asiento tiene como una alfombra con pelotitas masajeadoras y su cuello está oculto bajo su cabeza y sus hombros. Baja la radio, apoya el brazo en el asiento del acompañante como si lo abrazara y mostrándome solo la mejilla me pregunta:
—¿Cuál es el nombre de la calle, nene, lo sabés?
—Rivadavia— le digo, intentando apuntar el cartel para que el gordo gire y vea lo que es evidente.
—Ah, acá estamos —dice y se pone otra vez de frente. Comienza a doblar sigilosamente, mirando un par de veces a los costados, como si estuviéramos entrando a la oficina de dirección para robar un expediente o algo así. Insisto:
—Ve, ya está, ya no es más contramano.
No dice nada pero por un momento, fugaz, corto, pude ver el fulgor de sus ojos mirando a los míos en el espejo retrovisor.
Llegamos. El gordo prende la luz que tiene arriba a su derecha, se pone unos anteojitos que le colgaban de la chomba, mira una planilla, hace toda una mímica antes de decir el valor del viaje. Lo dice, 20 pesos. Le digo que me espere, que ahora me pasan la plata y le pago. Llegué a la casa de mi papá y él me va a pagar el viaje. Es la primera casa de soltero que le conozco. Es un monoambiente y es la primera vez que vengo solo. Quiero decir, sin ninguno de mis tantos hermanos.
Toco el timbre y me quedo pegado a la chapa de bronce por donde debería salir su voz. Papá sale por la ventana, dice mi nombre. Retrocedo del umbral y lo veo medio cuerpo afuera, buscándome.
—Son 20 pesos, pa— le digo, con un poco de vergüenza. Me dice que ahí va, que aguante. A los pocos segundos aparece y me tira unas llaves envueltas en el billete rojo de 20 pesos. Las intento agarrar pero vienen de un segundo piso, así que me golpean en la mano y caen al suelo. Estiro el billete y le pago al gordo. Hay tres llaves en el llavero. Dos intentos truncos y al tercero logro entrar.
Desde que se separaron papá y mamá, o desde que lo hicieron de forma definitiva, a papá lo veo poco y nada. El se fue mucho tiempo al norte, a trabajar allá, y cuando volvió vivió unos cuantos meses en la casa de su padre viudo y senil hasta que este finalmente murió. Cuando eso pasó alquiló este departamento, en la calle cortada, a pocas cuadras del centro de San Isidro.
Subo los dos pisos por las escaleras. No hay ascensor. Papá me espera en la puerta. Tiene una camisa arremangada con tres botones desabrochados y un traje de baño escocés. Está descalzo. No tiene ni un pelo ni en el pecho ni en las piernas. Es lampiño como yo, pienso. Tiene un vaso en la mano y al verme aparecer por las escaleras sonríe. Me dice que me apure, que acaba de llegar la comida. Me dice «chango» y a mí me parece raro pero me gusta.
Siempre se come lo mismo en el departamento de Rivadavia: o salpicón de pollo o, como en este caso, milanesa napolitana con papas fritas de La Farola. Adentro del departamento no hay casi nada. Una mesa redonda de vidrio con tres sillas de plástico, hacen de comedor. Dos sillones de corderoy verde enfrentados con una mesa ratona en el medio, hacen de living. Junto a los sillones hay un mueble de madera donde está el equipo de música y algunos discos. Más allá, debajo de la ventana, está la cama con un velador a su lado.
Voy a la cocina. Papá está encorvado en la mesada manipulando la milanesa que más bien parece una alfombra bañada en tomate y queso. Levanta una cuchara y, mirándome desafiante, me dice:
—Mirá, esta milanesa se corta así. —Y con la cuchara empieza a cortar la milanesa y a mí mucho no me sorprende porque ya había visto a los mozos del lugar hacer lo mismo. Pero igual sonrío, cómplice. Papá me dice que ponga la mesa, que ya estamos, mientras va colocando con los dedos hechos una pinza papas fritas en cada plato. Entonces agarro un vaso para mí, él ya tiene el suyo, dos juegos de cubiertos, la mayonesa y la coca la dejo en el freezer hasta el último momento. Tomo asiento y aparece papá con un plato por mano y el rollo de cocina debajo de una axila.
—Para limpiarse los garfios, que esto va a estar duro de voltear— siempre dice lo mismo, siempre compara el acto de comer con el acto de pelear. Deja los platos, el rollo y vuelve a la cocina. Escucho el ruido del tapón de la botella. Escucho el crujir de la hielera. Escucho los hielos impactando entre sí al caer en el vaso. Escucho el crujir de los hielos bañados por el whisky. Le digo que traiga la coca que está en el freezer. La trae, se sienta y me sirve. Pero me sirve tanto y tan de golpe que la espuma rebalsa. Mete el dedo índice de lleno en mi vaso para evitar que continúe el derrame. Pienso que es el mismo dedo que segundo atrás se hundía en el whisky, para girar los hielos. Logra parar la hemorragia y, triunfante, se chupa el dedo antes de mirar el plato, relamerse y empezar a comer.
Muy pocas veces estuve a solas con él. Es un verdadero misterio para mí. Dónde estuvo todos estos años. El norte para mí es sólo un punto cardinal. Qué cosas hacía allá. Qué hace ahora, en este departamento. No sabría qué contestar si me preguntan de qué trabaja. Ni por qué mamá se refiere a él diciendo «papá», como si lo compartiéramos, como si fuese de ella también.
Terminamos de comer y papá me hace saber que queda media milanesa todavía en la cocina por si quiero repetir. Me quedan papas en el plato pero apenas puedo tomar coca. Suena un disco de Djavan en vivo, «ao vivo» dice papá, con un acento portugués algo exagerado. Termina la canción y se escuchan los aplausos de un Maracaná enardecido.
—Cien mil cristianos entran ahí— me dice apuntando al grabador como si ahí adentro estuviese el mismísimo Maracaná. —El doble que en la cancha de River— continúa diciendo y continúa apuntando al grabador con los dos dedos que sostienen al Marlboro apagado. Me habla de la vez que estuvo ahí adentro, lo describe como algo colosal. Sigue apuntando al grabador con el pucho apagado. Luego continúa hablando de algunas viejas aventuras en Rio de Janeiro y parece que va a prenderlo pero como si se le hubiera caído encima una revelación, se interrumpe:
—Íbamos con Albertito Coll Areco por Rio y nos sentábamos en los restoranes, en todos. Y cuando nos traían la carta, muy pitucos pedíamos una panera, la comíamos a las chapas y salíamos rajando. Así íbamos con Albertito por Río, sin un duro. —Y se apoya el cigarro en los labios y antes de prenderlo hace una pausa y, mirando al grabador como si ahí adentro estuviera aquel Río de su juventud, se ríe, o más bien resopla. Yo apilo los platos y los llevo a la cocina. Veo la botella verde con etiqueta negra. Beat 69. Está por la mitad y la botella parece posar en la mesada. Escucho a papá encender el cigarro: la piedra del encendedor, el papel y el tabaco quemándose. Lavo los platos y al vaso solo lo enjuago. Papá cambia el disco: pone Serrat. Un disco que le encanta que en la tapa está la cara de Serrat sonriendo. Odio su voz, quejosa, como de gangoso. Me acerco a la botella y leo la etiqueta: industria argentina. Sirvo un culito en el vaso enjuagado. Apoyo la nariz en el filo del vaso y el olor me penetra la nariz y pasa rápido por el tabique y se me instala en la frente. Me cuesta soportarlo. Pienso en la vena de papá, surcando su frente. Un río de sangre perfumada que fluye latiendo, que el tiempo fue oxidando. Abandono la idea de tomar y tiro el culito a la pileta. Vuelvo a enjuagar el vaso y vuelvo a escuchar la voz lastimosa de Serrat. Hay algo en la voz de ese hombre, pienso, quizás sea su cadencia, su manera esforzada de decir cada palabra, que me inunda de tristeza. Y es tan pesada la melancolía que me genera que no la puedo soportar, siento que me pesa en la panza. Salgo de la cocina ya decidido a pedirle un cambio en la música. Le iba a decir que era un bajón, que un viernes a la noche estemos escuchando a este viejo maraca. Le iba a pedir que ponga uno de los Beatles o uno de Hendrix. Y yo iba a esperar a que él arranque a decirme qué edad tenía cuando salió tal disco o qué cosas hacía antes de conocer a mamá. Lo iba a hacer, se lo iba a pedir, pero al ver que en mi boca se cargaban las quejas, levantó un dedo y subió levemente el volumen de sus susurros, parecidos a balbuceos de placer. Entiendo que me debo callar y lo hago. El vuelve a su volumen ideal, son pequeños jadeos que acompañan la música; como su cabeza, que apenas se balancea; como sus ojos, ahora ocultos por sus párpados.
Está disfrutando de la canción, es evidente. Está disfrutando mucho de la canción, como del whisky, todavía frío; como del cigarrillo, que de a momentos parece olvidar entre sus dedos, consumiéndose con la forma de un pito caído y gris. Todo su cuerpo, languideciendo en el sillón, parece estar suspendido en un placer lejano para mí. Como un monje meditando; o como un tiburón, que soñando se desplaza.
Lo que más me entristece es aburrirme, pienso. Miro a papá en el sillón cantando, fumando, tomando y haciendo todo tan despacio, todo tan a su tiempo, que ya no siento tristeza sino envidia. Una profunda envidia ante su placer.
Yo ya había empezado a fumar a escondidas, a la salida del colegio. Lo planeaba con José. Íbamos a una plaza y llevábamos otra remera en la mochila, para no impregnar de olor a cigarro la chomba del colegio. Aparte, si mamá se enteraba, no solo se enojaría muchísimo sino que también, yo bien sabía, le dolería como un puñal en el alma. Los vicios de papá habían terminado de detonar su matrimonio, y verlos reflejados en mí, todavía pulcro, sería para ella algo tan desesperante y doloroso como ver al pasado repetirse.
Entonces lo pensábamos bien y no dejábamos cabo sin atar. Entre los dos juntábamos las monedas y comprábamos una caja de Marlboro de diez, que nos gustaba porque era alargada y finita, distinta a las demás. Uno esperaba en la esquina y el otro, por lo general yo, iba a comprar sabiendo exactamente lo que tenía que decir. Previamente habíamos tramado un personaje para enfrentar al quiosquero. Uno ingenuo, uno que parezca andar haciendo los mandados de los grandes, uno que el quiosquero vea con ternura y no con sospecha. Cuando ya teníamos los cigarrillos y nos habíamos cambiado la remera, nos disponíamos a fumar en lo alto de una casita que tenía y un tobogán. Las remeras eran de nuestros hermanos, por si distinguían el olor en el canasto de la ropa sucia. José tenía una con las mangas cortadas de Ataque 77 y yo una del Hard Rock Café de Cancún. Apenas tragábamos el humo, y cuando lo hacíamos, nos mareábamos. Fumábamos todos los cigarros que teníamos, cinco cada uno. No había que volver con rastros, decíamos, entones escondíamos el encendedor en un caño del pasamanos, nos poníamos la chomba azul del colegio y, antes de volver, nos rociábamos con un desodorante Axe.
Papá apaga el cigarrillo en el cenicero con dos puntazos cortos que no llegan a apagarlo del todo. Un hilo de humo brota desde el cenicero y se arremolina en el aire, en la nube que hay antes del techo. Papá parece despertar y ahora sí le digo que cambie la música, que es un embole este gallego. Se para y se despereza. Le veo el ombligo debajo de la camisa y ahí sí que tiene pelos. Con los brazos extendidos me parece enorme, mucho más de lo que es. Menea la cabeza y me dice:
—Poné lo que quieras, pero ponelos en la cajita que corresponde.
Se va a la cocina y desde ahí me grita:
—No se te ocurra poner a Fito Paez, no lo soporto.— Como si hubiese adivinado mis pensamientos. Me agacho e inclino mi cabeza todo lo que puedo para leer cada lomo de cada disco. Me cuesta decidir. Siento la urgencia de elegir uno rápido, antes que vuelva papá, con el ánimo y el vaso renovados, dispuesto a abandonarse en un nuevo limbo lejano para mí. Elijo el álbum blanco de los Beatles. Escuché a papá millones de veces decirle a mi hermano más grande, Santiago, que es el mejor que hicieron, mientras Santiago decía que para él era Abbey Road. A Santiago también le gustaba Radiohead y Blur y papá siempre le decía lo mismo: que eran putos y faloperos como todos los músicos de ahora. Y Santiago siempre refutaba lo mismo: que Freddy Mercury era puto y falopero y sin embargo era un fenómeno. Y papá siempre cerraba los ojos y se mordía el labio como indignado y movía la mano como si se le aflojara la muñeca y decía: «Pero el trolo ese era bueno bueno», y todo siempre terminaba ahí, con la última palabra de papá y el impotente afán de Santiago de mostrarle sus discos nuevos.
Arrodillado meto el disco y le doy play. Escucho cómo empieza a girar y luego escucho ruidos de aviones: «Back in the USSR». Un temazo. Me paro y me siento en el sillón. Los aviones parecen alejarse y detrás crece la batería de Ringo, que para papá era tan bueno como cualquiera de los otros tres. Lo reivindica mientras que Santiago dice que éste cumplía un papel de reparto, un mero soporte rítmico para el despliegue de los verdaderos genios. Eso dice.
Vuelve papá tarareando la canción, golpea la nada con el dedo y me dice que escuche la batería, que preste atención. Siempre lo hago. Se sienta delicadamente en el sillón, evitando volcar su vaso que está hasta el tope de hielos y whisky. Ya sentado, apoya el labio de arriba en el filo del vaso y da un pequeño sorbo antes de apoyarlo en la mesa ratona que nos separa.
—Este es el mejor que hicieron— me dice costosamente, con un puño en la boca anticipando una tos tremenda. Tose. Cuando finalmente termina de toser le digo que para mí el mejor es Sargent Peppers. Lo digo porque alguna vez escuché a Santi decir que ése disco fue el más «transgresor”, pero que el mejor era Abbey Road. Papá me dice que esa fue la época en la que empezaron a falopearse y que el ácido les terminó de arruinar la cabeza y que por eso se separaron. No digo nada. Imagino a Santiago rasgándose la remera, con los ojos incendiados por la bronca que le hubiese causado ese comentario, y solo me río.
Papá se recuesta. Una mano en la nuca, la otra firme en el vaso. Lo veo tomar un trago con los ojos cerrados. Veo la nuez patinando en su garganta. Veo cómo se pronuncian las arrugas de los ojos cuando traga. Veo cómo suelta la mandíbula al exhalar. Veo el vaso y también lo puedo oler, puedo recordar el olor en mi tabique, en mi frente. Veo cómo bailan sus ojos cuando toma, aunque los tenga cerrados.
Empieza «While my guitar gently weeps» y papá, al escuchar los primeros acordes del piano, se inclina para dejar el vaso en la mesa y luego cruza los dedos arriba de la panza, hundiendo todo su cuerpo en el sillón. Con ruidos nasales hace la melodía de la canción y apenitas se balancea, parece mecerse a sí mismo. Voy a la cocina a buscar un vaso de coca. En la mesada sigue la botella verde, ahora está destapada y el líquido por debajo de la etiqueta. Arriba de las hornallas está la caja de cartón con el número de La Farola, blanda por el calor de la milanesa. En la pileta está la hielera con algunos hielos aguachentos. Sirvo coca en un vaso y le pongo los hielos que no tardarán en derretirse. Pienso que si meto un poco de whisky ahí adentro quizás sea más digerible. Tomo la botella y primero la huelo, con la nariz en el pico. Otra vez el perfume me pasa rápido por la nariz y se posa en mi frente, como si ahí le gustase estar. Vuelco un poco en el vaso de coca. Lo revuelvo con el dedo índice y luego me lo chupo: amargo, pero no tanto. Vuelvo al living con mi vaso de whiscola y papá respira como un oso congestionado. Tiene una mano arriba de la panza y la otra le cuelga a un costado. Pienso en decirle que vaya a la cama, que va a estar más cómodo, pero me quedo mirándolo, dándole tímidos sorbos a mi trago. «Mi trago», así lo pienso. El disco está terminando, lo sé porque suena «Black bird». Un pájaro negro canta en la muerte de la noche. No puedo evitar traducir en mi cabeza el comienzo de la canción. Ni puedo evitar mirar a mi papá dormido en el sillón. Ni puedo sentir bronca o algo malo hacia él. Me acerco a su cara: respira con dificultad y lo que larga por la boca tiene el mismo perfume que insiste en posarse en mi frente, en mis pensamientos. De pronto hace unos ruidos súbitos con la boca y la nariz y luego parece respirar mejor, parece más profundo su sueño. La melodía es tan dulce que temo hacer algún ruido torpe que lo despierte. Me agacho despacio y aprieto el botón de stop. Silencio. Desde la calle se escucha el maullido feroz de un gato en celo. Papá ahora se infla y se desinfla con regularidad. Agarro su mano y la pongo sobre la otra, arriba de la panza. Agarro la caja de Marlboro, el encendedor y voy a la cocina. Abro la puerta del lavadero y veo el hueco donde debería estar el lavarropas. Me siento ahí. Un pájaro negro canta en la muerte la noche, digo en voz alta y tomo un trago del vaso, envalentonado. Me da una arcada que casi me hace vomitar y tiro el trago por la rejilla. Voy a fumar un cigarro, pienso, pero antes me voy a sacar la remera.

Publicado en Gambito de papel N° 7, Marzo 2017