Por Nuria Silva
Afuera llovía como casi todas las primeras noches que pasamos juntos. No recuerdo si habíamos hecho el amor, tampoco si aquella fue la primera vez que le hablé sobre
mi fascinación por las panzas. Mi cabeza se hundía en su barriga, perfectamente redonda, peluda, suave y cálida. Un ruido grave que vino desde el ropero, mezcla de ronroneo y gruñido, interrumpió nuestra escena. Me enderecé, extrañada. Mi mano izquierda se afirmó sobre el colchón y la derecha se hundió levemente en la panza, ocupando el lugar donde estaba mi cabeza. No percibí alteración alguna en su cuerpo. Lo miré a los ojos y noté que me observaba tranquilo, sonriendo con picardía.
—¿Qué fue eso?
—¿Qué cosa?
—Ese ruido ¿tenés un animal?
—Ah, sí. Es un Totoro.
Otra vez el ruido.
—¿Un qué?
—Un Totoro. ¿Nunca viste uno?
—No, ¿qué es?
Todavía más sonriente se levantó de la cama, encendió la luz y se puso a hurgar entre las incontables películas de su colección que se apilaban sobre el escritorio, siempre a punto de caerse. Tratando de asimilar el momento y sin demasiados puntos de referencia, atiné a taparme con la sábana. Me quedé mirándolo hacer lo suyo. Encendí un porro y la inquietud se fue disolviendo. En ese momento supe que adoraba verlo desnudo, interactuando con su espacio, con sus cosas, olvidándose de mi mirada, desplazándose de una punta a la otra del diminuto departamento con absoluta naturalidad.
Y su panza, la más linda que vi en mi vida.
—¡Acá está! –exclamó feliz, desembarazándose de su habitual melancolía.
Fue hasta el DVD, encendió el televisor y puso una película.
—No mires hasta que yo te avise —dijo apagando la luz.
Volvió a la cama, a mi lado. De espaldas al televisor, yo seguía observándolo. Me gustaron sus ojos. Tienen una pequeñez infantil con un gesto abierto de amor y sufrimiento que los singulariza. Enamoran. A veces duelen.
Brillan en la negrura y más si se emocionan. Tiene ojos que no saben mentir.
—Ahora sí —dijo, señalando el televisor para que mirara.
Era un dibujo animado. Reconocí el trazo enseguida, era el mismo de El increíble castillo vagabundo y El viaje de Chihiro. Totoro no era más que otra de las tiernas, oscuras y melancólicas creaciones de Miyazaki. La película ya estaba avanzada por lo que la escena me resultó tan misteriosa como el sonido del ropero, que se había reiterado unas dos o tres veces más. Pero la imagen empezó a cobrar mayor interés, y parecía mezclarse con nuestro entorno; no podía discernir dónde empezaba y terminaba cada lluvia.
La escena comienza con un camino oscuro, apenas iluminado por el resplandor amarillento de un poste de luz y árboles a su alrededor. Al costado del camino, dos nenas esperan bajo el amparo de un pequeño paraguas rosado. Una tiene aproximadamente diez años y la más pequeña tres o cuatro. No hay música, sólo la lluvia. Unos pasos densos y mojados comienzan a escucharse hasta que enormes y peludos pies con garras asoman por debajo del paraguas sostenido por la nena más
grande, petrificada ante la aparición. La música juguetona que aparece junto al ser descomprime lo siniestro de su aparición.
Cuando el plano se abre, se ve a un bicharraco enorme junto a las nenas, con una panza peluda e incalculable, y la mirada sorprendida. Me acordé del oso Rolando y la manera en que llegó a mi vida, así de inesperada, así de oscura, así de amorosa. Era Reyes y yo tenía cinco años. Vivíamos en un departamento de dos ambientes en Lanús aunque éramos seis en la familia. Ese espacio diminuto y siempre abarrotado tenía una escalera que daba a una enorme terraza. Era quizás el espacio que nos salvaba de la locura. Allí arriba había dispuesto mis zapatos, el pasto y el agua para el descanso de los camellos, sin realmente entender nada de lo que estaba haciendo. Pasada la medianoche, los ansiosos de mis padres decidieron acelerar el proceso de “aparición” del regalo y vinieron a decirme, más emocionados de lo que podría estar yo, que habían oído pasar los camellos y que seguro habían dejado algo para mí en la terraza.
—¡Vení, vamos a ver!
Tratando de asimilar el momento y sin demasiados puntos de referencia, tomé de la
mano a mi mamá, y los seguí hasta la escalera que fui subiendo ayudada por ambos. Bajo la luz de la luna y en el centro de la inmensidad de aquella terraza, un bicharraco enorme y peludo me esperaba. Trepé a la cabeza de mi padre y cerré los ojos hasta que dolieron.
Luego vino la segunda etapa, la del reconocimiento, la del contacto. Tan enternecedor
como el ser de la película resultó el oso que los reyes de mis padres (me) trajeron esa
noche. Rolando, así decidí llamarlo, era un oso panda tamaño gigante y fue el primer amor de mi vida. Las horas que pasaba en el jardín, soñaba con volver a mi casa, tirarme sobre su enorme y peluda panza a tomar la chocolatada, mirar dibujitos animados o leer cuentos hasta dormir.
—Ese es Totoro. Mirá, te pongo otra escena.
Me dijo mientras retrocedía unos pocos minutos de la película hasta la escena en que la más pequeña de las hermanas se encuentra a Totoro en el medio del bosque.
Fascinada por la criatura, ella trepa hasta su panza sobre la que primero salta emocionada, sobre la que pronto se recuesta y sobre la que hunde su cabeza, perdidamente enamorada, hasta dormir.
Publidado en Gambito de Papel N° 7, en marzo de 2017