Por Hernán Tejerina
El mono buscó la máquina de escribir y la subió al árbol. Incrustó la máquina en una encrucijada de ramas. Un rato después golpeó el teclado.
Se había infectado la pata un mes antes y lo encerraron en una jaula de aislamiento. En medio de la jaula se erguía el árbol. A lo largo del tiempo, allí se fueron amontonando trastos viejos y botellas vacías. Hurgando en los desperdicios, el mono encontró la máquina. Al principio de la infección el mono pasaba los días echado a su lado.
Se recuperó de a poco. Cuando mejoró como para saltar de una rama a otra, subió la máquina al árbol. La infección fue cediendo. Requirieron mi opinión. Lo examiné e insistí en dejarlo en cuarentena.
El mono se demoraba sobre las ramas y a veces golpeaba el teclado. Una noche, sin mi consentimiento, ellos metieron una hembra en la jaula. También pusieron otro teclado. “Cuatro manos escriben mejor que dos”, dijeron.
La hembra estaba en celo. El mono reventó las máquinas contra los barrotes. Teclas y engranajes quedaron esparcidos por el suelo.
La hembra quedó preñada.
Fue la última vez que alguien dispuso algo sin mi consentimiento. Yo llevaba diez años en África. Cuando llegué era un vegetariano impreciso y me desempeñaba como botánico en una universidad. Un día de trabajo, en la sabana, me mordió una serpiente. Con retardo me aplicaron el suero antiofídico que me salvó. Esa demora me dejó la pantorrilla seca y una leve renguera. El hecho desplazó mis atenciones de la botánica a la zoología. Investigando sueros antiofídicos llegué al serpentario. La jaula de los mandriles no estaba muy lejos. Renuncié a mi cátedra para ocupar un puesto de cuidador. El zoológico era uno de los más bellos de África.
Ascendí rápido. Al año fui nombrado responsable a cargo de la sección ‘Simios’. Por esos días mi madre remitió, en una pequeña caja de madera, mis obras completas de Shakespeare y el revólver de mi padre. Incluyó una precisión innecesaria: “Murió”. A lo largo de su larga vida mamá tuvo dos pasiones contrapuestas: siempre amó las armas. Nunca quiso a papá.
En mi primera medida a cargo de la sección ‘Simios’, despedí la mitad del personal. En la segunda, usé el revólver para sacrificar a la hembra. Después, con los auxiliares a mi cargo, reconstruimos los engranajes y resortes que habían quedado desparramados en el suelo. Fue una labor minuciosa, en hierro forjamos las piezas de las nuevas máquinas. Eran híbridas, elementales, pero fuertes. Después pusimos hojas de papel y redes metálicas alrededor de los carros para que los monos no pudiesen quitar las hojas y romperlas. Las máquinas eran menos una pieza de precisión que de herrería. Por esa época, las viejas Remington y Underwood comenzaron a sucumbir frente a artefactos exiguos.
Tomé una decisión: encerré a todos los monos en la jaula de aislamiento. Unos se desparramaron en el árbol. Otros, fueron sucumbiendo. Un mes antes habíamos atornillado las máquinas de escribir a los troncos del árbol. Durante un tiempo anduvieron de aquí para allá. Después, pasaban largos ratos frente a las máquinas. Dos, o tres, golpeaban los teclados.
En el papel quedaban líneas sucesivas de letras. Alguno, al final del renglón, movía el carro. Por las noches yo retiraba lo escrito y ponía hojas en blanco.
Un día, un mono escribió: “Hace años…”. Llenó la hoja con esas palabras. Ese “Hace años…” entusiasmó a los que trabajábamos en la sección ‘Simios’. Algunos vieron en esas líneas el final de una experiencia. Yo sostuve lo contrario. Tras algunas discusiones, mi opinión prevaleció.
El zoológico comenzó a cambiar. Con mi personal a cargo quitamos las máquinas atornilladas a los troncos, tiramos abajo el árbol, suprimimos la jaula comunitaria y encerramos a los monos en jaulas mínimas.
Un mono. Una jaula. Una máquina.
Ubicamos los monos con las patas engrilladas frente a las máquinas de escribir. Las máquinas estaban atornilladas al suelo. Hasta ese momento habíamos usado todo tipo de monos. Desde entonces, solo gorilas.
Un día, uno de los auxiliares que me habían visto leer en mis ratos libres me preguntó: “Señor, ¿cuánto cree que tarden los monos en escribir un soneto de Shakespeare?”. “Lo que tarden en dar con él”, respondí. El auxiliar se fue, empecé a hacer cálculos. Los números eran desalentadores. Redoblé esfuerzos y ordené que alimentaran a los monos solo tras varias páginas. En menos de un mes, pasaban la mayor parte del día sobre el teclado. Tres gorilas se desquiciaron y hubo que sacrificarlos. Quedaron nueve. Escribían todos los días. Alguno anotaba: “… te estoy nombrando” o, “…en un lugar de la Mancha” o, “…convertido en un monstruoso insecto”. Mis días se volvieron la espera de un momento, el de quitar la hoja del carro y leer. Por entusiasmo, o estupidez, alguna vez acaricié el cráneo de los gorilas. Fue un error. Uno de ellos se volvió agresivo. Volví a usar el revólver de mi padre.
Un año después de aquellas frases sueltas escritas a lo largo de una hoja, uno de ellos escribió: “(…) tierno corazón de mujer, no sujeto a la inconstancia mudable, como es de contextura pérfida de las mujeres…”. Para entonces no había soneto de Shakespeare que yo no reconociese de inmediato. Saqué la hoja. Las palabras formaban el soneto XX. Las manos del gorila que las había escrito colgaban a sus costados. A través de la malla metálica miraba las palabras sobre el papel.
Abrí la jaula, retiré la hoja. Leí el soneto. El gorila miraba el papel en mis dedos. Uno de los ayudantes le acercó una ración de comida. No la probó. Aflojé los grillos de sus patas. Tardó en salir del letargo, había perdido mucho peso y la sarna le había hecho caer el pelo en varias partes del cuerpo. Volví a leer, en voz baja: “…señor y señora de mi pasión, tierno corazón de mujer…”.
Por entre los barrotes de la jaula el mono tiró un manotazo. Fue apenas un roce en mi oreja. Uno de los auxiliares me alcanzó un palo. Lo usé sin saña sobre las manos del gorila. Al otro día, temprano, los dedos rotos se esforzaban sobre el teclado. En pocos meses, todos los gorilas escribieron algún soneto.
Ha pasado el tiempo, el concepto de zoológico se ha vuelto anacrónico y el que fuera uno de los más bellos de África, está en ruinas. Por sus senderos deambulan pordioseros y en las amplias jaulas se amontonan hembras humanas que se preñan dos o tres polvos después de desvirgarse. Unos bebés que no duran, se aferran a las tetas de perra de sus madres y machos humanos esperan, con las vergas ensangrentadas, a las hijas de sus hembras. Los animales han vuelto a la sabana. Solo yo, en la sección ‘Simios’, resisto. Los gorilas sobreviven a mí alrededor. Con fusiles y trampas velo por ellos. Cada noche examino el cerco perimetral y desarmo los fusiles y aceito sus piezas y resortes. Se han acentuado mi renguera y mi templanza. Un rato, cada día, me paro junto al cerco y abro fuego sobre la manada. La estampida es inmediata. Se entrechocan. Gritan. Durante unas horas el zoológico parece vacío. Eso me reconforta. Pero la instancia es pasajera y de a poco vuelven. Pisotean a los caídos y ocupan y atestan las jaulas.
Todas las pequeñas manías que conformaban mi rutina han cesado. Todas, menos mí encarnizada lectura de Shakespeare. Durante mucho tiempo censuraron mis métodos, conspiraron a mis espaldas. Ahora nada me demora. África prevalecerá sobre mí. Eso no tiene importancia, a la larga todo se extingue. A la larga, incluso la sección ‘Simios’ desaparecerá. Fusil en mano, escucho el traqueteo de las máquinas, el ruido de los carros al deslizarse, el sonido del papel impactado. Y miro a los gorilas: sus cuerpos pelados, las costillas marcadas en el cuero, los cráneos afilados. Ya casi no se mueven y unos pocos dientes sobreviven en sus bocas: son hermosos.
Recito Shakespeare en voz alta. Para ellos recito. Envejezco sin mujer, ni hijos, ni whisky. No tengo amigos. A ellos les he dado mi vida. Y no me arrepiento.
Publicado en Gambito de Papel N° 6, en agosto de 2016