On Melancholy, de Alejandro Bekes
El destino de las palabras, como el de los hombres, puede ser asombroso. Para los médicos de la Grecia clásica, encabezados por Hipócrates, melankholía era una patología causada por la presencia de bilis en la sangre, es decir, por una desafortunada mezcla de humores corporales. El vocablo, de hecho, fue correctamente traducido al latín por atrabilis, “bilis negra”. Es claro que ya en la antigüedad se atribuyó a problemas orgánicos el mal humor permanente, unido al desgano y al desaliento que se alternan con bruscos accesos de ira, de donde la palabra vino a significar, por metonimia y de modo característico, “mal humor”, “humor atrabiliario”. El término, por otra parte, integraba la teoría hipocrática de los cuatro humores o temperamentos: flemático, sanguíneo, bilioso y melancólico; a cada uno le correspondía una estación del año y uno de los cuatro elementos de la naturaleza. Había, pues, un typus melancholicus (relacionado con el otoño y con la tierra) que se hallaba predispuesto a contraer la afección llamada melancolía. [1] El diccionario español define la melancolía como una “tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente”; agrega que ésta nace de “causas físicas o morales” y que quien la padece “no encuentra gusto ni diversión en nada”. La breve evolución del concepto no encierra mayor misterio, pero no explica el prestigio que la palabra fue ganando, a lo largo de siglos, en la poesía de Occidente, y que a fuerza de efusiones sentimentales (recordemos al impenitente Neruda juvenil de los Veinte poemas) nos parece hoy, quizá, algo desvaído, si no marchito del todo. Es una lástima, porque es un vocablo más expresivo y sobre todo menos deprimente que “depresión”. Parece típico de nuestro tiempo que una voz clínica haya reemplazado a la literaria; pero también “melancolía” fue, como vemos, un término médico. Quizá haya que buscar su raro valor lírico en su intrínseca musicalidad, en su resonancia ligeramente misteriosa.