La raíz del silencio, la semilla del canto, por Víctor Uribe

La imagen está lejos de pretender revivir el pasado perdido. Más que ensalzar a una deidad remota, la artista se vale de los contrastes simbólicos para revelar su propia visión: un imaginario que hace del cuerpo el signo elemental de nuestra humanidad. Una humanidad que damos por sentada. La pintura de Paulina Jaimes parte de una pregunta modesta pero abarcadora: ¿qué hay detrás de las personas? Más que una mera incógnita psicológica o social, la artista plantea un enigma. Su búsqueda no pasa por la definición, sino por la elocuencia. La primera se vale de conceptos y categorías para aprisionar la realidad en una descripción que uniforme lo diverso y simplifique lo complejo. La naturaleza de la segunda es expresiva y emocional. A través de un desdoblamiento en sus modelos, la pintora ilumina las caras ocultas de su propia humanidad: sus temores, su fragilidad e incertidumbre. En Ofrenda para Xipe Tótec, la vulnerabilidad expuesta por Jaimes no evoca el miedo que paraliza, sino un temor más hondo que obliga a despertar. El gesto de la joven desafía su fragilidad, pero no la niega. En su mirada asoman ecos del guerrero inmolado que, al reconocer su indefensión, alcanza la lucidez que acompaña la inminencia de la muerte. Abrazar nuestra finitud quizá sea una de las tareas más urgentes de esta civilización, sumida en el sueño de su omnipotencia. En una época sobrada de conceptos y escasa de discernimiento, la creadora antepone la empatía al discurso: observa, no predica.

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