A pesar de que el sol arreciaba y el sudor se le precipitaba desde la cabeza, denso, pegajoso, con un dejo de olor a cebolla, mérito de la cazuela que había cocinado, Antunera tenía que trabajar; entonces salió de su rancho con Mikael de la mano, con un paraguas para defenderse del sol en la otra y con una bolsa con una muda de ropa al hombro. Antunera refunfuñaba cada vez que preparaba el pequeño bolso con un calzoncillo, una remera y un traje de baño para su hijo, refunfuñaba y maldecía, pero lo preparaba porque era la condición que Almíbar Encélite le había puesto para dejar entrar a Mikael a su rancho, «Usted conoce los peligros, doña Antunera, yo entiendo que usted se cuida mucho, pero quién sabe»; lo recordaba y refunfuñaba, entre gotas de sudor, polvo amarillento, hambre y maldiciones.
Las maldiciones la habían perseguido toda su vida y Antunera era muy consciente de que no se podría librar de ellas hasta la muerte. Ya no rezaba, ya no le pedía al Señor que la rescatara de ese nido de ratas, porque sabía que era en vano, que las maldiciones habían llegado a su vida y solo dejarían de azotarla el día que colocasen el último clavo en su cajón funerario. Cuando sentía que el cuerpo se le despedazaba del dolor, cuando el hambre y la soledad le producían calambres en el estómago, en las pantorrillas, en el vientre y en la parte baja de la espalda, cuando sentía una puntada profunda en la cabeza, no pensaba en sí misma, sino en Mikael, en el pobrecito Mikael que había crecido sin padre y estaba creciendo sin madre; sopesaba sus desgracias con los ojos cerrados, y luego miraba el piso de tierra de su rancho e intentaba ver en él un mundo sin desgracias para Mikael, un mundo en el que la tierra no estuviese llena de colillas de cigarrillos ajenas y de huellas de alacranes.
Mikael, por su parte, vivía absolutamente ajeno al drama de su madre, tal vez porque era demasiado joven todavía para entender el dolor o porque él no creía en las maldiciones, en los destinos marcados, sino que sentía que tenía toda una vida por delante, una vida de juegos con Estérito, conversaciones eternas frente al mar en noches de calor sofocante, en noches de monzones devastadores, chapuzones desnudos, juegos de manos, observaciones sobre la forma de las nubes, sobre sus mensajes, sobre lo que había más allá de la isla. Estérito era dos años más grande que él y ninguno de los dos había salido jamás de allí, ninguno de los dos entendía muy bien de qué se trataba todo, pero lo intentaban descifrar, juntos, día a día, mientras sus madres trabajaban y sudaban, trabajaban y sudaban.
Estérito sí había conocido a su padre, un pescador torpe y bebedor, recio para el trabajo y para el amor, pero desprovisto de alma. Estérito la había escuchado a su madre decírselo una noche en la que discutieron a los gritos y no lo dejaron dormir: “¡Vos no tenés alma, estás vacío, vos no tenés alma!”. En la playa, al día siguiente, mientras clasificaba por color los caracoles que encontraba en la arena, Estérito le preguntó a Mikael, tal vez solo para iniciar una conversación, si sabía lo que era el alma. Mikael soltó una carcajada y le dijo que hoy parecía un dorado, que tenía la misma aridez en la cara que tienen los dorados cuando se los seca al sol. Estérito rio, se paró de un salto y gritó “¡El último que llega al basurero tiene cara de corvina!”, y comenzó a correr con todas sus fuerzas, mientras Mikael, resignado y sabiéndose derrotado, lloraba y gritaba que lo esperara, que lo esperara, que no lo dejara solo y que lo esperara.
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Cuando Tanicanor llegó a la costa, Mikael y Estérito ya lo estaban esperando, y aun antes de que su bote tocara la arena ya le gritaban que cómo le había ido, que si había pescado, que si traía algún regalo para ellos. Tanicanor, con la paciencia que caracteriza a la vejez, no se alteró por la humareda de preguntas que lo recibió en la arena; conocía a los dos muchachos desde su nacimiento, y, de hecho, conocía a casi todos los habitantes del lugar, ya que había sido uno de los pioneros en instalarse en esa isla arrasada por los huracanes, las inundaciones, los mosquitos, la malaria y la desdicha. Se le notaba en el rostro, un rostro agrietado por el salitre, en los ojos amarillentos, hundidos en sus órbitas, duchos para las cuestiones marinas pero inútiles para descamar pescados o diferenciar colores.
De lejos, Mikael y Estérito lo reconocían por el color de su vela, un naranja gastado, opaco, de atardecer cansado, y por el ritmo lento de su barcaza que parecía más bien mecerse al son de las corrientes, aunque fuera Tanicanor el que la impulsara trabajosamente con los remos. Respondió una a una las preguntas: bien, el mar estaba tranquilo; había pescado solo tres corvinas (Mikael intentó contener la risa y señaló la cara de Estérito, que también sonrió con complicidad); no, no tenía regalos esta vez, la red y el mar no se habían apareado como él esperaba. Los muchachos lo ayudaron a amarrar la barcaza a un poste; Estérito ya despuntaba unos bíceps portentosos que habían hecho famoso a su padre cuando recogía las redes desde el fondo del mar, sin importar la cantidad de peces que arrastrasen; Mikael, en cambio, tenía unas piernas delgadas y huesudas, adornadas con picaduras y moretones, pero una voluntad inquebrantable, con la cual tiraba de la soga junto con Tanicanor y Estérito para asegurar la barcaza sobre la arena.
Tanicanor, como era su costumbre siempre que pescaba algo, se dirigió hacia el comedor de Almíbar Encélite, con los niños revoloteando en torno suyo como moscas. A pesar de haber perdido algunas facultades que otros consideraban fundamentales, como la capacidad de saborear los alimentos, Tanicanor no perdía el gusto por las historias, y las contaba sin que nadie tuviera que pedirlas. Les contó a los niños sobre el cofre que había levantado del fondo del mar cuando salió a pescar una soleada mañana de invierno, pese a los pronósticos desalentadores de los otros pescadores, que afirmaban que esas nubes estaban cargadas de tragedias. Narró con detalles exquisitos el encuentro con la sirena, la vez que se salvó del ataque pirata, la noche que no pudo regresar a tierra firme y tuvo que dormir en el mar, la tarde que divisó una isla habitada por elefantes de dos trompas y no se atrevió a acercarse. Estérito y Mikael, con miradas que delataban terror y curiosidad en partes iguales, no se despegaron de los pantalones harapientos y pestilentes de Tanicanor hasta que llegaron al comedor de Almíbar Encélite, que les pidió que lo dejaran comer tranquilo, que se fueran a jugar al cañaveral contiguo, que en una hora vendría Antunera a buscar a Mikael, que se estén quietecitos por ahí, sin molestar, vamos, que ya no son niños. Tanicanor le vendió las tres corvinas, se guardó las monedas en el pantalón, le dijo que el mar había estado tranquilo y, sin detenerse a saborearlo, se comió en silencio el plato de arroz con frijoles que Almíbar Encélite le puso delante.
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Estérito estaba convencido de que el entramado geométrico de las nubes era en realidad una red de pesca, que bien podía atrapar pájaros o pensamientos, y por eso siempre que estaba por decir algo importante juntaba las manos sobre la boca para formar un tubo por el cual las palabras se deslizaban hasta Mikael sin quedar expuestas a la chismosidad de esa red infinita que todo lo vigilaba. La malla de la red, esa tarde húmeda y sin lluvia, lucía unos agujeros más grandes que los de costumbre, y Estérito tuvo la certeza inquebrantable de que las nubes sabían lo que él estaba pensando sin que lo dijera, ellas sabían que él estaba pensando en su padre, que nunca pensaba en su padre, pero que hoy estaba recordándolo, pensando en las historias que le contaba, en las ocasiones en que fueron juntos al otro lado de la isla, en sus brazos de hombre rudo, en sus discusiones con su madre. La parte inferior de la malla, sobre el horizonte, se tiñó de un rojo ámbar, y Estérito comprendió que una gaviota se había quedado atrapada allí, que se estaba desangrando, que no podría escapar y que moriría. Un espasmo lo obligó a sacudir el cuerpo para sacarse esa visión de la retina. Mikael sintió el movimiento en la arena, porque estaba acostado boca arriba a su lado, mirando las nubes, concentrado en descifrar su propio patrón.
Estérito profanó el silencio:
—¿Vos lo conociste a tu papá?
Mikael, en cambio, se figuraba que la línea del horizonte era en realidad un espejo, y que lo que ellos estaban viendo en ese momento en el cielo no era más que el reflejo del mar, el celeste era el reflejo del agua y el blanco el de la espuma, y que las gaviotas eran en realidad reflejos de los dorados, y que el sol era en realidad el reflejo de un cofre hundido, que se sacudía por la fuerza de las corrientes, que se mecía en el fondo del mar y cambiaba de lugar todos los días para despistar a los marineros, pero que siempre volvía, porque no había dudas de que estaba ahí, en el fondo del mar, esperando a ser izado. Mikael cerró los ojos por un segundo y se imaginó el botín fondeado, las monedas de oro con rostros de próceres, las cadenas de plata con colgantes de zafiro, los báculos, las pinturas; recorrió el contenido del cofre minuciosamente, todavía con los ojos cerrados, absorto, ensimismado, vivo. Decidió que le regalaría la cadena de plata con el colgante de zafiro a su madre, que iba a combinar de manera brutal con sus ojos azules color de mar. También decidió que alguna moneda de oro le correspondería a Tanicanor, por haberle hecho tantos regalos, y un espasmo lo obligó a sacudir el cuerpo. Abrió los ojos.
—No. ¿Por?
Cuando lo miró, Mikael percibió que la cara de dorado que había encontrado en el rostro de Estérito el día anterior estaba transfigurada: tenía unas ojeras que parecían más bien moretones, tenía los ojos perdidos, el rostro enjuto, los cabellos rizados más que de costumbre, los labios húmedos, carnosos. «¿Por?», repitió Mikael con una sonrisa que desplegó con intenciones de contagiar a su amigo, «¿Por?», repitió Mikael ahora ya de pie, con una vigorosidad insospechada unos segundos antes, «¿Por?», repitió Mikael por tercera vez con una voz más aguda, y finalmente logró contagiarle la sonrisa a su amigo, que se lo quitó de encima con un empellón y lo vio exagerar la caída y revolcarse por la arena como hacía siempre, fingiendo una herida de bala en el estómago, luego un lanzazo en el hombro y luego una patada en los testículos. Estérito se irguió y se quitó el traje de baño, le puso una piedra encima para que no se volara con el viento, y gritó «¡El último que llega al agua tiene cara de cangrejo!». Tomó desprevenido a Mikael, que en ese momento estaba de rodillas escupiendo la arena que le había colmado la boca y le raspaba la lengua. Al escuchar el grito, imitó a su amigo y salió corriendo hacia el mar, con el sexo balanceándose de un lado al otro. Ya en el agua, Estérito levantaba a Mikael por los muslos y lo lanzaba por el aire con todas sus fuerzas, y Mikael reía mientras dibujaba una parábola y caía estruendosamente, y seguía riendo aún debajo del agua, la que tragaba hasta expulsarla por la nariz, y volvía nadando con todas sus fuerzas para que Estérito lo tomara nuevamente por los muslos y lo lanzara hacia ese cielo lleno de nubes que, según Estérito, ya debía haber atrapado a varias gaviotas, porque el color ámbar se tornaba cada vez más violáceo, más cercano, más cargado de sangre.
Los gritos de Antunera los sorprendieron uno encima del otro, con Mikael a punto de ser lanzado. Salieron del agua a toda velocidad, con la frente gacha, mientras respondían que no se habían dado cuenta de que era tan tarde, que no iba a pasar más, que no, señora Antunera, que no querían hacerla preocupar, que no ocurriría de nuevo.
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Almíbar Encélite siempre fue una persona metódica, incluso antes de llegar a la isla, arrastrada por su marido. Cuando se subieron a la barcaza, alentados por los delirios místicos y las promesas de prosperidad de Tanicanor, Almíbar Encélite ordenó meticulosamente en cajas sus utensilios de cocina, una imagen de San Expedito que le había regalado su padre y las tres mudas de ropa que todavía poseía: una para dormir, otra para cocinar y otra para ocasiones especiales. Esa mañana, mientras bañaba a Mikael con un jarrito con agua y un estropajo con lejía, recordó que solo había usado una vez el vestido para ocasiones especiales, la primera noche que llegaron a la isla, cuando el panorama era desolador, pero habían bajado de la barcaza cargados de ilusiones, de futuros posibles, de sueños de formar una familia y establecerse en un lugar en el que pudieran prosperar.
Su negocio, en efecto, prosperó, ya que su comedor fue el único de la isla por un decenio, pero su relación no tuvo la misma suerte y se fue erosionando de la misma manera que las mareas erosionan la costa, con un metodismo que parece inofensivo, a ritmo lento, hasta que finalmente la marea se devoró todo. Su pasión juvenil se extinguió, sus caderas se ensancharon y sus senos se derrumbaron, su paciencia infinita se fugó como el tiempo, y de sus sueños de prosperidad solo quedaron astillas húmedas que ni siquiera servían para encender un fuego.
Mikael levantaba el brazo y Almíbar Encélite frotaba, Mikael se ponía de espaldas y Almíbar Encélite frotaba, y así hasta que no le quedaba un rincón del cuerpo sin frotar, y entonces ella le decía que ya estaba, que podía ir a jugar con Estérito, que se cuiden y se diviertan mucho, que recuerden volver a las seis, antes de que anocheciera, que le manden saludos a Tanicanor si se lo cruzan y que se cuiden de los alacranes del basural. Mikael ya conocía la rutina como las marcas de la palma de su mano, y colaboraba con una sonrisa, porque se sentía cuidado, querido, limpio. Estérito, más allá de las incontables explicaciones de su madre, asistía al proceso de lavado con un cierto dejo de recelo, que se mezclaba con ansiedad por salir a correr a la playa, por ver a los pescadores llegar, por recorrer el basural y recolectar caracolas bajo el agua.
Esa noche, mientras Antunera preparaba un estofado de gallina para la cena, notó que Mikael tenía un semblante pesadumbroso y le vio un hálito de aflicción sobre la coronilla, una sombra detrás de su sombra. Tuvo miedo de preguntar, pero fingió lo mejor que pudo una sonrisa y tomó coraje: «¿Cómo está mi ángel?». Mikael estaba sentado en el piso, con los pies cruzados, y dibujaba siluetas en la tierra con una lentitud pasmódica y una concentración de alquimista, como si en eso se le fuera la vida. Levantó el rostro, la miró con unos ojos que Antunera no pudo olvidar jamás y respondió: «¿Quién es mi papá?».
Antunera soltó una carcajada estridente, pero no porque la pregunta le causara gracia, sino porque necesitaba ocultar las lágrimas que se le precipitaban desde unos ojos borrosos y dolientes. Ay, Mikael, vos y tus preguntas, le dijo como para ganar tiempo, y lo levantó del piso de un abrazo. No lo miró a los ojos hasta que supo contener las lágrimas. Mikael no lo notó, porque estaba al borde del desmayo, los nervios se lo estaban devorando, le temblaban las manos y sentía como si cien alacranes lo hubieran picado juntos en el mismo sitio. Todavía sin reponerse, con la garganta llena de arena y la voz raptada, Antunera lo miró finalmente a los ojos y le contó la historia que tanto había preparado, la que siempre supo que iba a tener que contar, la que intentó creerse de tanto repetirla, la historia que esperaba que él creyera para dar por cerrado el asunto.
Mikael, a pesar de realizar esfuerzos titánicos, no entendió absolutamente nada, pero siguió pensando en el cofre fondeado, en las monedas de oro con rostros de próceres, en la cadena de plata con el colgante de zafiro, y en lo bien que le quedaría a su madre para hacer juego con esos ojos azules color del mar. Recorrió con la vista las paredes de madera carcomidas por la humedad y decidió que pondría un retrato sobre el cabezal de la cama para que luciera más solemne. Estaba por decidir dónde colocar el báculo cuando alguien golpeó a la puerta. El golpe resonó en la pequeñez del cuartito, y luego de nuevo, y el silencio de la noche pareció aún más vacío entre golpe y golpe, pareció llenar la habitación, y hasta el rostro de su madre, que se oscurecía un poco más con cada nuevo golpe. Les llegó un grito burbujeante desde el exterior: «¡Vamos, doña Antunera, que no tengo todo el día!». Su madre respondió con voz firme: «¡Venga mañana! Hoy no puedo». Los golpes en la puerta se volvieron más insistentes, las vigas comenzaron a tambalearse y las bisagras que batallaban con las polillas pidieron misericordia con un chillido quejumbroso. Antunera miró a Mikael con una sonrisa y le dijo «Ya vuelvo», y salió a hablar con el extraño. Mikael notó que discutían y forcejeaban, experimentó un miedo profundo, escuchó más gritos y se sintió solo. Se hizo otro silencio, pero esta vez estaba cargado de ruidos de mosquitos, de cocoteros que bailaban al ritmo del viento, de sombras, de respiraciones agitadas. Antunera volvió a entrar en silencio, lo alzó nuevamente y le pidió que vaya a jugar al cañaveral una hora, una horita nomás, que en una hora te busco.
Mikael no pudo llorar. El segundo intento tampoco funcionó y se sintió absolutamente derrotado, vacío. Cuando pudo tragar la pasta que le impedía hablar, le dijo a su mamá que tenía miedo, que tenía mucho miedo. Ella fingió una sonrisa nuevamente.
—Nada te sucederá mientras estemos juntos en esta isla.
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Una lluvia copiosa e inesperada obligó a Mikael y a Estérito a refugiarse en el comedor de Almíbar Encélite. La hora de la cena se acercaba, y los calderos borboteaban sobre el fuego y emanaban una espesa capa de vapor que se agolpaba en el techo de zinc, y les llenaba las fauces de aroma a ajo, a cebolla, a jengibre, a cilantro. Uno a uno, los forasteros y los locales ocupaban las mesas desvencijadas, y Almíbar Encélite se acercaba para servirles, les llenaba los vasos de caña, les sugería el plato del día, pedía perdón por la demora, les agradecía la paciencia. Mikael y Estérito distinguieron a Tanicanor entre los concurrentes y se sentaron debajo de su mesa, sin ser vistos, para evitar que Almíbar Encélite los mandara a jugar al cañaveral.
Después del segundo vaso de caña, Tanicanor entró en confianza con unos forasteros de barba tupida que parecían hermanos y les contó sus historias: había levantado un cofre del fondo del mar, se había encontrado una sirena, se había salvado del ataque de unos piratas, había pasado una noche en altamar, había divisado una isla habitada por elefantes de dos trompas. Los forasteros bebieron en su honor, le contaron en un español titiritesco que habían zanjado los mares del norte, que debían volver en una semana, pero que mañana no saldrían a pescar porque oyeron malos augurios, y sabían que las maldiciones en esta isla no se podían tomar en broma. Benghazi, el suertudo, que estaba sentado en un rincón del comedor, se levantó de su silla y habló para que todos lo oyeran: había levantado el cuerpo de un ahogado con su red, un hombre gigantesco, con facciones de forastero, que parecía haber estado hundido por cientos de años. Se hizo un silencio, y solo se oyeron los calderos sobre el fuego y el repiquetear de la lluvia contra el techo de zinc. Benghazi, el suertudo, bebió su caña de un sorbo y, luego de abrir bien los ojos, susurró: «Y todos saben muy bien lo que eso significa».
Mikael y Estérito se miraron, petrificados. ¿Por qué ya nadie hablaba? ¿Por qué el júbilo de la cena había quedado opacado por un sabor agrio? Tiraron del pantalón de Tanicanor, que casi tira la comida al piso del susto, y le preguntaron qué significaba todo eso. Tanicanor, utilizando el mismo gesto que Estérito había utilizado para que no lo escuchasen las nubes, les susurró: «Maldiciones, chicos, maldiciones. Mañana no saldrá nadie a pescar. Las maldiciones acechan la isla, chicos, esas benditas maldiciones».
Almíbar Encélite, que les estaba sirviendo la quinta caña a los dos forasteros de barba tupida, notó la presencia de Estérito y Mikael debajo de la mesa de Tanicanor, y los sacó a escobazos hasta la cocina. Allí se refugiaron a esperar a que lo vinieran a buscar a Mikael. Mikael tomó la mano de Estérito y le habló con una convicción que este no le había conocido jamás.
—Mañana me tenés que acompañar a buscar el cofre. ¡Por favor, es nuestra oportunidad! Ya sabemos dónde está amarrada la barcaza de Tanicanor. Te juro que nunca más te pido algo. ¡Por favor!
A pesar de que Estérito le entendió poco, el tono de súplica de Mikael, sus ojos vidriosos y sus labios carnosos, la forma en que lo tomó de la mano para pedírselo, lo enternecieron, lo amansaron. Mikael le tomó la otra mano y lo miró aún más de cerca, y Estérito supo que lo haría, que lo acompañaría, para buscar el cofre, para estar lejos de su madre y de doña Antunera, de la isla, y solo con Mikael.
El parloteo había recobrado su volumen habitual cuando doña Antunera apareció en busca de Mikael. Dónde se habrán metido, suspiró Almíbar Encélite al verla llegar, estos dos son como las víboras, se escabullen por todos lados, suspiró Almíbar Encélite mientras se secaba el sudor con un delantal, miralos, ahí están los dos, suspiró Almíbar Encélite, con la voz cansada, cuando ya le pedían otra caña los dos forasteros de barba tupida. Mikael le soltó las manos a Estérito y de un salto se trepó a su madre, que lo esperaba con los brazos abiertos. Doña Antunera esperó pacientemente que Almíbar Encélite sirviera otra ronda de caña y, cuando pasó a su lado, le tendió quince pesos. Almíbar Encélite los tomó y le dijo gracias. Doña Antunera le espejó el saludo.
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Ni Mikael ni Estérito pudieron dormir esa noche, a diferencia de los pescadores de toda la isla que, sabiendo que no saldrían a trabajar al otro día, se despatarraron hasta que los mosquitos y el calor los obligaron a despertarse. Tanicanor tuvo pesadillas, pero logró conciliar el sueño alrededor de la medianoche y no se despertó hasta cerca del mediodía, cuando oyó gritos en la puerta de su rancho. Almíbar Encélite les sirvió vaso tras vaso de caña a los forasteros de barba tupida hasta que, en un español impedido por el alcohol, le preguntaron dónde quedaba la casa de los placeres. Doña Antunera tuvo doble trabajo nocturno, algo que no preveía, por lo que ella también durmió hasta que los primeros haces de luz comenzaron a penetrar por los agujeros de la madera de su rancho. En su lecho de muerte, todavía seguiría recordando ese doble turno y a los forasteros de barba tupida, porque sin ellos tal vez se habría percatado de que Mikael se había escurrido de la cama en medio de la noche como se escurren los sueños en la vigilia. Almíbar Encélite nunca volvió a hablarle, la condenó en vida, la maldijo cada día al despertar, e incluso intentó convencer a todos los pioneros del pueblo para que la despellejaran, pero la mayoría se opuso, porque creían que hacía un excelente trabajo y que nadie podría reemplazarla.
Cuando se subieron a la barcaza de Tanicanor, Mikael y Estérito lucían radiantes en medio de una tormenta furibunda. Zarparon con todos sus miedos a cuestas, pero también repletos de sueños, de futuros posibles, y también de latas de garbanzos cocidos, de turbantes para el sol y de agua, mucha agua, agua en bidones de veinte litros, pesados como costales de plomo; y en ningún momento miraron hacia atrás, porque ya no había pasado para ellos, ya eran adultos, y estaban solos, juntos, y podían confiar en que las nubes y el sol los llevarían a encontrar el cofre fondeado.
Santiago Astrobbi Echavarri (1988) es traductor de profesión y editor de oficio. Nació en la ciudad de La Plata, Argentina, pero actualmente radica en México, donde viaja incansablemente en busca de historias. Desde que llegó al país en 2020, lee casi exclusivamente literatura mexicana. Coedita la revista literaria Gambito de papel.