Un dedo almagrado en la cuenca de mi ojo (cuento), por Rogelio Silva

Me gustan las aguas claras. Tan trasparentes que dejen ver las cosas que hay en el fondo. Las aguas contenidas en jardineras o en pozos rocosos después de una lluvia tupida y mansa. Me gustan esos recipientes cóncavos y agrestes, los que muestran las piedras, el musgo, los insectos ahogados flotantes. Brillosos, limpios. Es algo de mi niñez, un signo que me acompaña y me recuerda a un paisaje desaparecido, un ambiente que ya sólo existe adentro, muy al fondo de la sierra.

Por eso en estas caminatas por los cerros moribundos del valle, en los que casi no queda verde y se forman lodazales después de la lluvia, busco sin descanso uno de esos manantiales efímeros. Busco también una presencia que le ha dado al paisaje acuoso la semejanza a un acuario de otro mundo.

A mi travesía le sumo kilómetros con entusiasmo, todo con el propósito de sudar y llevar al límite la temperatura de mi cuerpo. Encontrar un estanque fresco, entonces, es una recompensa. Sumergir la cabeza o medio cuerpo en la transparencia. Abrir mi único ojo, el de la nitidez precisa, y observar como si quisiera recuperar algo, asirlo con cada parpadeo. 

Siempre me quedo a mirar todo lo que pueda, el paisaje y el fondo, antes de que las aguas prístinas se tiñan de rojo. Antes de que él se sumerja de cuerpo entero, para atenuar el ardor que le causa carecer de piel.

Al principio el espectáculo tiene algo de atrayente, verle efluir la sangre de cada comisura hasta quedar cubierto por la nube carmesí, como si de una pastilla efervescente se tratara. Luego me quedo extrañando la claridad del agua que ya nunca volverá a ser virgen.

Cuando sale a la superficie, el agua lo deja limpio de coágulos y costras. Las gotas que fluyen por los canales de sus tejidos musculares llegan al piso, apenas con vestigios de sangre. Luego se sienta en las rocas, en el pasto o en algún tronco caído por causas naturales. Se contraen sus músculos como una maquinaria de cuerdas entrelazadas, despidiendo cuantiosos brillos que le dan la apariencia de una gema. 

Nota que lo miro más de la cuenta, pero no dice nada. No es que intente reconocerlo, porque bien podría ser otro, bien podría haber miles como él deambulando por las montañas entre las huizacheras, por las barrancas o las laderas de los riachuelos. Pero sé que es el mismo, aunque no tenga facciones ni marcas distintivas. Quizá la estatura situada en lo mediano, o la pose de hombre forjado en rigurosa disciplina lo delaten. Derecho como tabla, rígido como su propio carácter. O más bien es una timidez evasiva, cierta pesadumbre que evita mostrar a toda costa. Pero el decaimiento se le ve en los músculos de los párpados. Es la mirada, con lo que más rehúye. Habla poco y es lacónico en sus respuestas. Pero últimamente se anima a hacer algunas preguntas:

—¿Cómo te llamas?

—Juan

—¿Y quién soy yo?

—Todavía no lo desciframos

La búsqueda de estas pozas de agua clara ahora tiene como marca su figura. Yo espero su llegada el tiempo que sea necesario. A veces me duermo y despierto al sentir su presencia, o al percibir su olor metálico. Otras veces lo veo venir a lo lejos por el camino de terracería, o abriéndose paso entre los helechos y la hierba crecida. Es un fruto arrebolado.

Si llovió anoche, o en la madrugada, ¿por qué estas seco? Le suelo preguntar, y a veces me responde, si es que le apetece, si es que está de ánimo. Dice que siempre encuentra un refugio, o que la sangre expuesta a la intemperie se seca en poco tiempo.

He tenido la inquietud, el hormigueo de tocarlo, para saber cómo se sentiría su carne viva en los dedos. Meterlos en sus coyunturas como el apóstol Tomás en la llaga de Jesucristo, pero la idea sólo se queda en mi cabeza.

Me le quedo viendo como veo el paisaje, una observación minuciosa y absorta. Los tendones de las rodillas son de un blanco casi transparente, me recuerdan la macula del ojo que perdí. El cirujano lo había lavado y puesto en un frasco para mostrármelo. Mientras lo sostenía en la mano, yo lo veía con el otro ojo, lo veía como a un feto abortado. El cordón umbilical era el nervio óptico.

Cómo se conecta su rótula con el músculo de sus cuádriceps me recuerda eso, al ojo muerto en el fondo de un frasco.

Entiendo que poco puede hablarme de su origen, porque no recuerda o no quiere repasar en voz alta una historia fragmentada, que le viene en destellos de a ratos, que parece dolerle aunque no lo demuestre. Sé que algo tiene: imágenes, sonidos, voces. Y no es de mi agrado presionarlo, dejo que vaya iluminando las zonas oscuras a su ritmo.

La parte que más me gusta de él son sus serratos, esos pequeños montículos bajo las axilas, que parecen tejidos de estambre o lomas recién aradas. Desde que lo conozco, he estudiado con persistencia los nombres de cada músculo en láminas de fisiología. Hasta memorizarlos. Se las mostré un día, pero en un tono de desgano absoluto me dijo que en nada se parecían a la carne viva. Claro, son ilustraciones nada más, le respondí. Y él volvió a mirarlas otro par de segundos, como por cortesía. Cuando se queda callado sé que me da la razón. Como lo hizo con mi teoría que trataba de darle una identidad a su cuerpo deambulante y sin memoria. Creo que fuiste algún tipo de soldado, le comenté de repente, luego le expliqué por qué pensaba eso: Tu postura, eres vigoroso, de espalda ancha.

Nunca me responde: podría ser, quizá tengas razón o es posible. Tampoco asiente con la cabeza, pero sé que está de acuerdo.

Se esconde en su parquedad, en sus pensamientos que deben ser un llano plagado de pozos. A veces quiere decírmelos, pero se atraganta. Leo más de él cuando sentado se queda dormido. Algo de tranquilidad le transfiere mi presencia. Sé que sueña con algo que podría ser su madre, un balbuceo, una hija. Sé que tiene pesadillas en las que vislumbra ojos enrojecidos, perros y dientes. O sueños húmedos que le provocan erecciones en el miembro escoriado. Pero al despertar nada más le quedan hilachas de un fantasma. Me quiere decir las cosas, pero lo ataca un tartamudeo desesperante, un arrastrar de frases mutiladas que trato de interpretar como a un enigma.

Casi siempre me acompaña cuando le propongo ir a caminar por el cerro. Rara es la vez que no se levanta. Y entiendo cuando no le apetece, sé que su apatía está cargada de una especie de desolación, que es algo que lo mantiene vivo. Caminar sirve. Estamos de acuerdo en eso. Pero a veces está cansado. Le dan espasmos visibles que circulan por su red de nervaduras. Experimenta calambres y desgarros que intenta acomodar en su lugar, masajeando las fibras con los dedos.

Nunca se queja. Pareciera tener umbral de dolor felino. Me recuerda a mi padre y su sufrimiento silencioso.

Le veo entonces, la carne menos brillante, de un tono de carmín apagado, más cercano al tallo púrpura de un betabel. Comprendo que su carne no ha sido capaz de soportar todo este tiempo a la intemperie, que está mutando como mutan los troncos a la deriva. Y lo veo más cansado. Menos deseoso de seguir mis pasos que se encaminan a encontrarle un rostro, una seña particular, un lunar, algún tatuaje.

Mirarlo en el reflejo del agua me tranquiliza, le da cierto sosiego al pesar que emana.

De la nada me hace una pregunta. Despliega y tensa cigomáticos, mentoniano y orbicular: ¿Cómo lo perdiste? Y apunta con el índice a la cuenca vacía de mi ojo izquierdo. Ahí lo sostiene como si se hubiera congelado. Le tomo la mano que tiene el dedo extendido, lo acerco a mi rostro, lo introduzco en la cuenca. Él palpa las paredes internas, las impregna y llena de su sangre.

Parece que lloraras, me dice cuando ve que se desliza una gota roja por mi lagrimal. Le extiendo los dedos, presiono los tendones de la palma. Palpitan, se mueven.

Fue un golpe lo que me apagó la vista. Murió el nervio y adentro se refugió una sombra. Supongo que podía haberlo conservado. Pero cargar con un muerto se vuelve pesado, duele. Por eso tuve que sacar su cadáver, enterrarlo.

Mira al cielo que va despejándose de nubes. Le brillan los ojos negros bajo esos párpados decaídos. ¿Quién te golpeó? Pregunta y no le respondo de inmediato. Me da un poco de vergüenza o no sé qué. Fue mi hermano, pero no le tengo rencor. Me pesa que haya sido él, porque no puedo hacer otra cosa que tenerle lástima, por haber cargado con una culpa tan grande y el desprecio momentáneo que tuvo de mis padres. Una cosa que no se supera nunca. 

Yo también volteo al cielo.

Estas son las últimas lluvias de la temporada. Él no podrá humectar su cuerpo. Lo imagino como una costra oscura, momificado y prescindido de sus movimientos de máquina lubricada. Caminando cual anciano artrítico, con los músculos magros y ceñidos al hueso. Con los ojos salidos de las órbitas, las fibras de las mejillas hundidas y los dientes expuestos. Todo su esplendor perdido.

Las sombras empiezan a distenderse por la tierra, a cubrir de añil las piedras y los matojos.

Es hora de irme. Asiente con la cabeza, es la primera vez que lo hace. Se levanta del tronco y entra al manantial que ya recuperó un poco de su claridad. Se sumerge hasta la cintura. Su reflejo se ve rodeado por el reflejo débil de las estrellas. Es un pez extraño, decorativo en su pecera. Mañana me verá venir desde un sitio clandestino, que normalmente lo cubre de sombras. Me seguirá sigiloso como siempre, a la distancia, en espera de mi hallazgo de agua prístina.

Rogelio Silva (Colima, México) es practicante de la narrativa visual y literaria.

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