Para el Choli.
“No hay un antes y un después si el después viene antes que el antes.
Se suprime la inercia, la sucesión,
y se transforma en un infinito
estable y sin ego”
Shaman Herrera
*
Ella está parada en la playa, sola. El agua brota de los charcos esparcidos, se eleva en lágrimas y suspende alrededor, levitando. Las nubes son delfines azulados danzando en el vientre de la tormenta. No deja de tronar, y una luz verde empieza a inundar las olas, primero en un punto delante de ella, luego en múltiples a la vez. El agua no cesa de subir, drenando el pozo de sus pies.
Se da vuelta justo a tiempo. Ahí está él, surcando la noche, encendido de oscuridad. Es un tremendo pozo de sombras, pura silueta encorvada dejando un reguero de culebras a su paso. Se reconocen sin jamás haberse visto.
Él viene de los manglares, es hermano del cocodrilo y el jaguar, es hijo de la marea y padre de la pena. Sólo sus pupilas refucilan, dos bioluminiscencias jade, suspendidas entre los torsos de las palmeras.
Ella viene de la selva, es hermana de la boa y el mapache, hija del águila y madre de la ausencia. Sólo sus pupilas dos cuencos vacíos, porque su piel brilla radiante, esmeralda cobriza enterrada en la arena.
Las gotas también relumbran ahora mientras continúan subiendo, danzando entre los dos, espejando al mar, y engullidas por la boca sonora del cielo.
Ella y él. Bosquejos de almas. Tantas vidas, tantos encuentros, tanta felicidad, tanta tristeza. Él y ella, enamorados mas allá de las eras, buscándose sedientos en las estrellas reencarnadas.
Esta es la noche única.
El instante predicho.
El pasaje imposible.
Un rayo cae en la costa. El día abre con el fuego, que se extiende entre los árboles y devora la isla.
Se engendra Xocoyotl, el último y por ende el primero, el que nunca fue y jamás será. El que siempre es.
Nace Huérfano y puro.
Un alma sin usar, un todo para aprender.
*
Deja de llorar cuando abre los ojos. Una serpiente blanca surca el cielo negro, en eterno movimiento, en continuo instante. Bebé desnudo sobre el lomo de una tortuga. Tortuga que nada en la quietud del mar, inmóvil como seda. El bebé contempla el cielo hasta que un resplandor llama su atención y mira hacia el costado. La isla arde para siempre, abriendo una bóveda de luz en la noche.
Los ojos de la criatura se vuelven grises como ceniza. Sus pelos azules como el océano.
La tortuga es su barca, su guardiana, y surca las aguas dejando en su estela otras estrellas, que verdes brillan en cada brazada.
Viajó siete ciclos sobre el lomo de su protectora, comiendo pescado, bebiendo agua de lluvia acumulada en los cuencos del caparazón, conversando con tifones, cardúmenes de tiburones, tormentas eléctricas, bandadas de pelícanos. Luego comenzó a nadar a la par de su compañera, jugueteando entre los corales, sublimes recintos de vida multicolor, descansando echado de espaldas sobre las olas, dorándose la piel, entregado a la meditación.
Siendo un niño, recordaba lo que habían vivido sus ancestras desde el principio, más allá de la era sin tiempo. Supo que labios se habían besado, que pieles se habían rozado, que sexos se habían abrazado en la noche única, para darle el soplo de vida. Supo que su nombre era Xocoyotl.
Aprendió lentamente el lenguaje del silencio, y escribió sin letras, en sus ojos, el libro secreto.
*
Llegó a tierra firme después de la muerte de su guardiana, la tortuga, la noche de la lluvia de estrellas, plenilunio inhóspito que cerraba de una vez su vida marítima de quince ciclos. Rezó por el espíritu de su amiga bebiendo agua de coco y dejó flotar su cadáver en el mar, para que retornara al caldo primitivo de donde vienen todas las vidas. Pisó las arenas de la costa por primera vez.
Sus piernas, que antes sólo lo habían impulsado bajo el agua entre arrecifes de coral, ahora le mostraron que también servían para caminar. Su cuerpo había crecido, era esbelto y elástico. Se asombró por la facilidad con que se adaptó al entorno, corriendo y saltando entre manglares y pantanos. Sintió una alegría añeja, desconocida. Bebió agua de manantial, comió plátano y papaya, conversó con cocodrilos y durmió abrazado de mosquitos, mirando las siluetas de las hojas inundar las estrellas que encapotaban las noches.
Fue hacia el octavo día cuando vislumbró el primer vestigio gris. Construcciones enormes asomaban entre los árboles. Un cosquilleo inquieto redobló el tambor de su pecho. Algo evocaba un recuerdo mudo, de época antigua, de templos, rituales de crecimiento y progreso, de avaricia y ambición, de olvido finalmente, destrucción, muerte y resurrección.
Supo que manos antes de sus manos habían levantado esas murallas de piedra. Supo que ojos antes de sus ojos habían llorado en sus habitaciones. Supo que sangre antes de su sangre se había derramado en busca de poder, ese monstruo escondido en
las cavernas de la conciencia.
El monte que crecía ahora alrededor, era la Madre Natura regenerando de a poco su piel herida. Edificios enormes y cuadrados, recintos, plazas, calles, altares. Eran cicatrices de la selva, de heridas que la tierra, el aire y el agua aún recordaban
tristemente.
Xocoyotl ayunó durante días, durmiendo en los espacios abandonados, soñando cada noche con los vestigios áureos de aquellos antiguos que se durmieron en el hipnotismo de querer siempre más, y perdieron la simpleza de estar y ser con el entorno. Recibió en pesadillas la sed de venganza esparcida en los rincones pétreos.
Contempló ensoñado la muerte de aquel pueblo, entre guerras, pestes, peregrinaciones, matanzas, huidas. Comprendió extasiado la sabiduría paciente de la Madre, perdonando la torpeza de aquellos seres primitivos, y resurgiendo de las cenizas.
Brote fresco en la neblina del tiempo.
*
El viejo observaba y observaba. Ciclos sobre ciclos. Observaba. Lluvias, huracanes, tardes estáticas, sequías, inundaciones movedizas. Observaba. La danza de la libélula, las andanzas de la iguana, el zigzagueo del colibrí, el vuelo circular del zopilote, el viejo observaba. La tierna estadía calma de la selva, su equilibrio en reposo, observaba.
De pronto apareció, curvando la sombra del chechén:
Aquél. Joven, pelos azules como el mar, ojos grises como la nube, piel cobriza como el sargazo. El viejo sintió que lo esperaba hace tanto. Se repantigó en su esterilla de caña y recordó cómo era el andar de esa especie olvidada, de la cual alguna vez había sido parte, de la que quizás aún fuera parte. Tantos años de pura selva le habían borrado de su memoria el andar inquieto del humano.
La palapa del viejo estaba ubicada en la cima de un promontorio rodeado de palmeras. Tomó un coco viejo y lo lanzó.
Xocoyotl caminaba extraviado en los recuerdos de las ruinas. Una pena se le había prendido en el alma como un abrojo y no le dejaba andar atento. El coco estalló en su cabeza, partiéndose en dos. Xocoyotl cayó al suelo y se hundió en el sueño mudo.
Cuando despertó, un fuego crepitaba, rodeado de piedras blancas, con una caldera pendular. Detrás de la llama, el viejo observaba. Con pelo gris como los ojos de Xocoyotl, observaba. Con ojos azules como el pelo de Xocoyotl, observaba.
Xocoyotl jamás había visto a un semejante. Se incorporó de un salto, listo para defenderse, o bailar de alegría.
*
Frente a frente, espejos. Viejo y joven. Recuerdo y olvido. Instinto y saber.
Pasado y futuro enraizados. El presente: fuego. Como el de la fogata que los divide y los une. Fuego como aquel perpetuo de la isla, encendido en la noche única, por ella, por él. El madre. La padre. Invisibles. Ausencias.
Xocoyotl no había vuelto a ver el fuego desde aquella vez, cuando sus ojos de estrella viajaban sobre el lomo de la tortuga, la noche donde se alejó de la isla que arde para siempre, el volcán de la vida, la llama perpetua.
Xocoyotl no conocía ningún dialecto y el viejo ya había olvidado esos signos y símbolos, se le mezclaban en la mente, mitad fantasía, mitad sueño. Mejor así. Pudieron comprenderse sin esa leve interpretación del mundo. Se miraron largo rato, y sus ojos dijeron tanto más que cualquier palabra.
Ojos azules. Pupilas grises. Cabellos azules. Barbas grises.
Xocoyotl lloró por el paraíso verde.
Cuando la luna platinó el cielo posándose sobre ellos, sólo había rescoldos y humo de barro que espantaba los moscos. El viejo sacó una tela y la fue desenvolviendo parsimoniosamente. Había cuatro botones disecados. Cuatro cactus lejanos, con piel desierto, aroma lento, color calma, sabor silencio. Masticaron despacio su amargura penetrante, y las formas se disolvieron alrededor.
Xocoyotl sintió entonces lo que tantas y tantos deberían haber sentido ciclos sobre ciclos antes de su nacimiento. Todos sus sentidos captaron infinitas ondas y destellos, telares inmensos que recorrían cada rama, cada hoja, cada insecto, ave, pez, gota de lluvia o de río, remanso o manantial, cada tigre, lagarto roca nube pozo montaña alimaña capullo retoño. Todo vibrando brillos, comunicándose. Telaraña dorada universal.
Observó al viejo y era un óvalo luminiscente atravesado por mil estrellas que nacían y morían en todas partes, al instante, siempre y jamás. Él mismo era una esfera luciérnaga, suspendida en la inmensidad del todo, creando esa totalidad, siendo parte fundamental y a la vez prescindible del mecanismo sagrado.
La noche se hundió, y ya no hubo nada que percibir.
La brisa en la mañana peinó los cabellos de Xocoyotl. El viejo no estaba.
Estiró sus músculos y comió frutas. Se sentía más fuerte.
Supo que su destino era implacable. Supo que tenía una misión. Supo que vivir era crear al mundo. Supo que el mundo no era suyo, sino que era parte de él.
Vertió agua de una tinaja sobre los restos de la fogata y caminó sobre hojas frescas, hacia lo profundo de las cavernas que se abrían al pie del promontorio.
Encontró el cenote prohibido, y se sumergió en su agua turquesa.
*
Las estalactitas son los dientes de un cocodrilo gigante. Fauces de piedra caliza, estómago de roca y agua clara, transparente. Abismo de pureza, pasaje a los infiernos.
Xocoyotl nada. Quiere llegar a lo profundo, necesita penetrar la oscuridad ultraterrena. Nada y nada, hasta que la claridad que brota desde los huecos del techo deja de iluminar los ríos subterráneos. Todo es negrura ahora. Nada guiándose por las paredes manchadas de guano, entre los cuchicheos de murciélagos y las caricias de cucarachas volantes. De pronto ya no hay cómo seguir, una muralla pedregosa bloquea el paso. Se sumerge.
Entonces siente el primer manotazo. Escurridizos dedos que sujetan su tobillo y lo sueltan. Luego otra mano, en el pie. Otra más en los hombros, el cuello, los pelos. Vienen de la ciénaga perdida, del vaho pestilente. Espectros de ojos negros y boca hueca, flotando en el fluido, intentando tomarlo, poseerlo, hundirlo con ellos. Almas en pena de sacrificios antiguos, lo sujetan ahora fuerte de sus extremidades. Lanza una bocanada de aire. Sus pulmones menguan, se hunde más.
Xocoyotl puede ver a los padres de su padre, a las abuelas de su abuela, a los bisabuelos de su bisabuelo, a las tatarabuelas de su tatarabuela. Pero no, no son ellas. No, no. No son ellos. Sólo son sus miedos, sus frustraciones, sus errores, sus anhelos inconclusos; las imágenes etéreas de lo que alguna vez fue un cuerpo. Cascarones vacíos buscando un capullo. Quieren absorber su pureza, eximirse de esa penuria ciega, transmitírsela a él, que cargue esos dolores viejos en su espalda, en sus huesos.
Xocoyotl se está ahogando. Deja salir la última bocanada de aire en forma de burbuja opaca, que se aleja veloz hacia un punto luminoso, allá lejos. Es la luna entrando por el cenote sagrado. Su luz proyecta un rayo a través del agua.
Xocoyotl perdona, agradece, habla con la sabiduría del sentimiento.
Los espectros se disuelven.
El cuerpo de Xocoyotl se eleva moribundo a la superficie, y queda flotando en la penumbra. Bracea levemente y tosiendo se recuesta en la orilla, sobre un colchón de lianas.
*
Nadie sabe cuándo despertó, si ya era el crepúsculo o aún cantaban las estrellas.
Nunca se supo qué rumbo tomó, si fue hacia el centro del verde magnetismo, o se confundió con las caricias del viento sobre las arenas.
Jamás podrá saberse si la selva empezó a aceptarlo como uno más, ni si esto fue paulatino y relajado, o si velozmente fue que se introdujo en un estado de calma y entrega.
No hubo forma de que alguien pudiese contar cómo se volvió parte de todo, ramificándose por los hilos plateados que tejen el universo, las emanaciones del Águila, los registros del éter.
Sería imposible que se conociese si dejó de entender, de pensar, de percibir, de documentar, de comparar, de preocuparse, de imaginar, de pretender, de vacilar, y fluyó atravesado de ciclos, despojado de linaje.
Habrá algún día alguien que dirá que su madre y su padre estuvieron siempre con él, que lo guiaron desde lo recóndito del instinto en cada decisión que tomó, en cada rumbo que su alma dispuso; y estará en lo cierto.
Quizás podría pensarse que se liberó hasta de su conciencia y se confundió con el sutil vibrar de la energía. Sin embargo cuando un ser alcanza ese tipo de libertad, no hay cómo ni por qué saberlo, o contarlo con palabras.
Palabras.
Refugio, y prisión, de la humanidad.
Nacido en Cipolletti, Río Negro, se mudó a la ciudad de La Plata en 2007 para estudiar música. Participó como baterista y guitarrista en bandas de diversos géneros, explorando la escritura de canciones y poesías. En 2019 publicó su primera novela, Oraciones al paisaje continuo, y en 2020, Cerro Solo, ambas editadas por Ernesto Alaimo e impresas en Al Infinito Editorial. El siguiente relato forma parte del último libro de cuentos escrito en México, Postales del Naufragio, pronto a editarse.