Teoría miasmática de la enfermedad, por Rogelio Silva

Durante toda la noche ladraron los perros. Estuvieron enfrascados en una persecución circular e infatigable que dejó la tierra revuelta, las macetas patas arriba, todo el patio deshecho. Lograron su cometido: por la mañana encontré a la rata y sus vísceras eclosionadas, pendía de cabeza al borde de la jardinera. Los perros con los hocicos manchados trataban de lamerme y yo los apartaba a patadas para que no me  embarraran de sangre sucia. Quizá lo hicieron y ahí comenzó la maldición de mi día.

No les di de comer con la esperanza de que el hambre los hiciera devorar los restos del bicho. No tendría ni cinco horas de muerta y la rata ya apestaba.

Ese día y los anteriores el calor del valle se había intensificado tanto que las aves morían en pleno vuelo. Las que caían en mi patio eran devoradas en segundos por los perros. Todo tipo de alimañas brotaban de sus escondrijos para tomar una bocanada de aire o una esperanza de rocío crepuscular. La rata no tuvo suerte de respiro ni el privilegio de ser devorada. Quizá porque estos perros tienen la aguda percepción de lo que va a enfermarlos.

El calor aceleró el proceso de corrupción de las porquerías que la rata llevaba adentro. Su peste se sumó a las pestilencias cotidianas de mi patio: a cucarachas, a mierdas de perros acumuladas, a los vahos de las cañerías y sus natas grises. Hedores de los que soy incapaz de deshacerme, como si fueran parte fundamental de mi vida. De las experiencias catastróficas con el otro, de visitas femeninas que acababan frustradas apenas llegábamos a la puerta de entrada. La mayoría de las veces reculaban por una suerte de presentimiento que las hacía sospechar de mí. Eran iguales a los perros: instintivas, desconfiadas.  Yo mismo poseo ese don del presentimiento agudo y hoy salí de casa con uno encima. Debí de hacerle caso. 

Volví como siempre a las ocho de la noche, cansado del vapor, del bip de las máquinas expendedoras y del traqueteo de los torniquetes. Con otra peste impregnada en el bozo: a cloro y lama, a cuerpo agrio de sudor y pie de atleta. Pero regresé también con un ojo morado por el puñetazo de un cliente. Con las entrañas inflamadas de impotencia por no reventar uno que otro viejo.

En mi mente rondaba la idea de la visita al padre que sucedería más tarde. El olor a rata muerta ya colándose por los recovecos de puertas y ventanas. Los perros dando vueltas en su reclusión y llenando la noche de ladridos dolorosos.  Mientras me limpiaba los sobacos con la camisa del día, retocaba con gel mi cabello y escogía atuendo, pensaba en las horas de viaje en carretera, en esos lugares de paso donde alguna vez fui feliz huyendo. Habría que darle al padre la sorpresa de verme en su puerta, de descubrir en su cara la confusión y el desatino. Preparar una maleta breve: con una sola muda de ropa y la caja con su regalo. Abrazarlo al llegar, eso sí, para aumentar la incomodidad de mi presencia.

Tomé cuatro sedales con Coca-cola para ir previniendo mi espalda y evitar el sueño.  Me aclararon las ideas: llegar hasta la puerta de su casa, ver los ojos desorbitados de su esposa, de sus hijos tiernos que tampoco deberían salvarse. Compartirles un poco de mi vergüenza heredada, del rechazo que comenzó en una casa que no era ni la cuarta parte de la que ellos habitan. La peste a rata en mi bozo me recordaba de repente un presagio que no acababa de revelarse. Las punzadas repentinas en mi ojo revivían el deseo de acuchillar a uno de los viejos de los baños.  La extrañeza que causa en el otro la ausencia de vello en todo mi cuerpo. Repulsión de los indicados y atracción para los desviados. La neurosis de los perros avivada por la presencia del intruso. Unos genitales premunidos contra el deseo femenino. La falta de testosterona señalada por el médico. Los perros de la última mujer que me rechazó en la puerta de su casa. La cicatriz en mi brazo dejada por una mordida furiosa. El viaje a la casa paterna.

El viaje a la casa paterna dio inicio a las nueve de la noche. Tres horas de camino. La hora de llegada sería perfecta: en lo álgido de la fiesta en honor del patriarca. El timbre de entrada como el detonar de un arma. Sonreí en mi travesía: la adrenalina.

Y en efecto, llegué a la puerta a la hora precisa. Por los ventanales vislumbré lo que se llama prosperidad. Bajé del auto con la caja en mis manos, las piernas llenas de espasmos, el sudor fluyendo a marejadas por mi espalda, los dientes castañeando. ¿En dónde había dejado el deseo de acuchillar un viejo, la audacia aquella con la que robé los perros de la última mujer que me rechazó?

Parado en su pasto, con la caja de regalo en mis manos, escuché mi propia respiración agitada y sentí que iba a desmayarme o que un infarto atravesaría mi pecho. Ya incapaz de controlar los avatares de mi cuerpo, di la media vuelta y regresé al carro.

Diez kilómetros adelante salí de la carretera para dar de lleno contra un árbol.

Y aquí estoy. Dándole vuelta al orden de sucesos, esperando a que algo pase. Me palpo las piernas y no las siento. Algo fluye a borbotones de mi frente, pero no puedo elevar mis brazos para detener la hemorragia. Lo único que percibo es la peste a rata muerta, la rata muerta que puse en la caja de regalo.

Rogelio Silva (Jalisco, México) es licenciado en Diseño Artesanal por la Universidad de Colima. Inmerso en las artes visuales y la narrativa. Sus textos han aparecido en diversos medios literarios y su obra plástica ha sido exhibida en varios recintos culturales del país. Autor del libro “Anatomía Transparente”, autoedición, 2018. Actualmente es docente universitario en las materias de sintaxis de la imagen, diseño de historietas, apreciación estética, artes gráficas, entre otras.

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: