Unas lágrimas espesas colgaban de sus ojos, mezcla de sudor y cansancio, perlas opacas derretidas. Había un anfiteatro de arena alrededor de ella, construcción materna, esmerada, imprecisa. Preciso el momento entonces que me depositó ahí, azarosamente caminando, cerveza en mano, con la medialuna amarillenta a un costado, y el mar admirando las estrellas al otro. Ella estaba quieta, pálida, entregada.
Cuando me di cuenta ya la estaba cargando entre mis brazos, no había razonamiento, objetivo siquiera, esperanza alguna, experiencia menos,
conocimiento del tema nulo, que justificara estar partiéndome la espalda para llevarla a la orilla. Tropecé una vez a mitad de camino y nos caímos, creí
haberla lastimado, escuchaba bufidos y cachetazos en la arena húmeda. Pedí disculpas y la alcé de nuevo. Estaba más pesada que antes. Apreté los dientes
y seguí, paso a paso. Llegué hasta el mar. El agua lamió mis pies. La deposité suavemente. Nadó y se fue.
Nadó.
Fue.
Lo demás no tiene importancia. Los dos policías (¡Apaga la luz! –linterna del celu–. ¿Qué haces aquí, fumas marihuana?), la respuesta, sin aliento (Estoy tomando una chela, caminando por la playa, volviendo a casa), verlos desaparecer en la bruma de la noche, ofuscados por no poder encontrar una forma de culparme de algo, ni siquiera haber generado en mí el miedo necesario para intentar coimearlos. Esperar quietito ahí, arrullado por las olas. Meter la mano en el pozo, sentir los huevos calientes aún. Cubrir el anfiteatro, esconderlo. Borrar las huellas desde la costa hasta el lugar donde la encontré. Sentarme en la orilla, exhausto. Pensar que las tortugas tienen cada vez menos lugares tranquilos y seguros para enterrar sus huevos, con el crecimiento desmedido de las zonas turísticas.
Todo sucedió como si yo fuera espectador y a la vez protagonista de una película dirigida por la noche.
Noche.
Todo de vuelta en calma. Fragor de olas, único sonido en la oscuridad.
Recordé que había llorado cuando las olas se la llevaron.
Lloré de nuevo entonces, pero con sonrisa.