la voz de un verso (cuento), de D.

Abrió la puerta y lo primero que vio fue a cuatro mamíferos vestidos, con botellas de birra en la mano y estupideces en la boca. Otra vez este infierno, pensó Modesto con toda la cara, y se mandó a la casa con ganas de salir al patio, pero iba a ser imposible llegar rápido porque uno de los cuatro mamíferos lo reconoció y se acercó estirando la sonrisa a cada paso como si un extraño mecanismo facial lo ayudara a adelantar los pies. ¡Modesto querido! ¡Qué hacés, papá! Bien, bien, murmuraba Modesto, bien, bien, ¡cuánto hace que no nos vemos, guachín! Bien, sí, bocha, ¡a ver si te aparecés un día por casa y me contás en qué andás! Sí, dale, sí, bancame que paso al baño. Pero no iba a ser tan fácil, porque una mano le apretó el brazo derecho como si por fin hubiera concluido un silogismo complicado: A dónde vas. Era Sara, por lo que los planes del baño y el patio se veían cancelados. Porque Sara era tan importante que desde acá también podemos leerle los pensamientos a ella: Modesto sigue igual de perseguido y se nota que está escribiendo poco, cuando anda componiendo se le notan las guirnaldas en los ojos y todo el cuerpo es un despegue de palomas. Qué hacés, Sari, cómo te trata la poesía, qué onda tus viejos. Porque hacía una semana el padre le había revoleado una lata de cerveza a la madre mientras le gritaba “¡Noche de colmillos de lobo!”, que era parte de un verso de Pizarnik, Estoy triste en la noche de colmillos de lobo, que Sara había dejado anotado en una servilleta de papel en la cocina y había preocupado a los dos, tanto que habían discutido a los gritos si convenía llamar a un especialista o empezar a obligarla a ir a los cumpleaños de sus amigos. Y acá me ves, dijo Sara, parece que el especialista era más caro que una pobreza. Modesto se rio y sintió que el lenguaje se le elevaba al cubo, como si Sara habilitara usar palabras que él solamente solía canjear con los escritores que leía. Che, Modesto, ¿pinta una seca? Era Bruno, pianista, otro personajote. En un rato, dejame desembarcar. Risas alejándose. ¿Y tus espejismos de siempre cómo están?, preguntó Sara, ¿mejor? Modesto se rascó la cabeza. Mal, no duermo bien, anoche aluciné cucarachas por toda la casa. Sara se llevó la mano a la boca. ¿No probaste escribiendo? Modesto frunció las comisuras como si la frustración fuese una máscara plegable. Cinco hojas, preguntame cuántos versos rescato. Cuántos. Uno: una inminencia estática. Sara lo miró como aguardando. Y qué es. Ese: una inminencia estática. No, ya sé, tontolón, pero imagino que significan algo para vos. Se escucharon aplausos en el comedor, camino al patio. ¿Te parece que salgamos a tomar aire? Los cuatro mamíferos seguían posando en ronda cuando Modesto y Sara pasaron hacia el fondo. Sara pensaba: Miran a Mode como cuatro perros derrotados que ven cómo el mastín se lleva el premio. Modesto querido, vení a fumarte una seca. Era Bruno, personajote que para nosotros también piensa en voz alta: A ver si así lo hago darme bola como en los viejos tiempos. Mode, dale una seca e improvisate unos sonetos, dale. Se formaba un círculo en el patio de gramilla. Olía a lavanda. El humo del porro se mezclaba con el vapor del aliento. Bancame un párrafo, que acá Sari me está ayudando a entrar en calor. Sara aceptó un vaso que contenía un líquido dorado. No seas simbolista y decime la idea del verso, Mode, le dijo. Alguien largó una carcajada, las voces se pisaron como una corrida de toros, Modesto recibió un vaso que contenía un líquido verde. Danos una clase, Mode, dijo alguien. Recitate el de la lapicera que soñaba con los cuentos del escritor, dijo alguien más. Eran poemas, no cuentos, bruto. Un abucheo general. Adentro subieron la música. Modesto reconoció el saxo de John Coltrane. Le dio un trago amargo y gelatinoso al líquido verde. Sara bebió al mismo tiempo de su whisky. Se miraron y, sin saberlo, ambos desearon estar a solas leyendo algún poema en inglés, cosa de usar el diccionario y trabajar en equipo. Bruno vio la mirada y tomó a la par, pero a él no lo miraron. Sonó otro aplauso dentro de la casa. Contame la idea del verso, Mode. Qué verso, preguntó alguno. Eso, qué verso es. Alguien chifló. Un murmullo escaló atropelladamente en un rincón y se desplomó en un surgente de risas. Modesto levantó la vista, algunos giraron para mirar en esa dirección, otros fruncieron toda la cara. Se oyó una risita acelerada como de ciempiés que corre. No tendrías que haber dicho eso, le salió decir. Sara se reía con alguien más, mirándolo de reojo. Lo del verso, insistió. El círculo perdió voces, algunos chistaban. Sara se percató de que le hablaba a ella. ¿Qué le pasa?, pensó. Fumate una seca, Mode. Era Bruno, estaba justo al lado. Modesto podía oler su perfume de pianista, como le gustaba decirle. Pero también apestaba a marihuana. Bruno le acercó el porro a la boca. Modesto miraba fijo a Sara sin sonreír. Bruno se sonreía deleitoso. Fuera de foco, Modesto veía un cúmulo de caras que se estiraban, acercándose. Le dio una pitada, un aplauso descoordinado le salpicó el oído. Sintió el ardor en la garganta. Miró a Sara, que lo observaba frunciendo las cejas. Tendría que decirle que pare, no sabe cómo le va a pegar eso, pero si me meto va a ser peor. Bruno le silbó nota por nota una frase retorcida de John Coltrane en los oídos. Se oyó un vitoreo. Alguien pedía poesía. Se oyó Verlén. Se oyó Rambó. Modesto soltó el humo y aflojó la vista. Pensó que quería explicarle el verso a Sara. Pero no frente a todos. Ponerse en bolas estéticas, pensó, y se le escapó una risa. Bruno, que lo venía midiendo, se rio con él. Se miraron y la risa les salió gutural y retraída, pero continua e isocrónica. Cruzaron los brazos sobre el hombro del otro y juntaron las cabezas mirando al suelo, sin dejar de reírse. Acá y allá tronaban reclamos. Que recite el soneto de la lapicera que sueña con los cuentos del poeta. El cuentista, bruto. Son poemas, infeliz. Modesto miraba las zapatillas de color marrón claro de Bruno como si fueran dos autos vistos desde la altura de un dron. Dos autos parados en un estacionamiento de enormes baldosas rojas, por la noche. Habían dejado de reírse, pero no se soltaban. El aire era viscoso en ese reparo de a dos. Los gritos eran estallidos inermes contra el blindaje de ese abrazo. Modesto oía su nombre como sumergido bajo el agua. Solo había dos autos color ocre en un estacionamiento nocturno. Cómo es el verso que decía Sari, preguntó Bruno en un susurro, como si estuvieran apoyados contra uno de esos autos mirando las estrellas una noche de grillos. Modesto pensó en Sara y la vio anteojuda y parapetada sobre un diccionario con la boca suelta del asombro y los ojos inteligentes que se abrían frente a una etimología insospechada. Los brazos musculosos de Bruno se tensaron levemente. Modesto lo percibió y se sintió protegido. Cómo es el verso, Mode. La cabeza de Bruno comenzó a deslizarse lentamente. Modesto tragó saliva y sintió que se le atoraba en la garganta. El aire se petrificó. Como era antes. Con él. No pudo respirar. Forcejeó con Bruno, que no lo dejaba ir, y se soltó. Levantó la vista al cielo buscando recuperar el aire y vio un manojo de puntos luminosos que se borronearon como si fuera miope. Alguien largó una carcajada, los vítores se renovaron. Pedían el verso (le faltaba el aire), pedían la lapicera que sueña con los poemas del cuentista, pedían sonetos (le faltaba el aire). En algún punto una voz incesante murmuraba como un coche en marcha y a su alrededor tropezaban risas súbitas como el arranque fallido de un motor, de dos motores, de tres motores (le faltaba el aire), las risas eran espinosas y redondas como rosetas. Modesto bajó la vista del cielo y abrió grandes los ojos, torciendo los dedos de las manos. Vio las miradas, corvas, interrogativas, burlonas, como si lo ojearan por fuera de una vitrina. Buscó a Sara con la vista, impermeable y remota se reía con otra chica. Alguien le empujó el hombro. Modesto sintió palpitaciones. El soneto de la lapicera, pidió alguien. Contate un chiste, gritó alguien más y largó una carcajada que se repartió por el círculo, que ahora era más grande, y Modesto lo sabía porque la cabeza le pesaba de cargar con tantos ojos. Intentaba rendir cuentas, resolver el apuro, encontrar ese verso que tanto reclamaban. Solo percibía dos autos una noche de estacionamiento y el susurro de grillos en el oído, el apretón protector, el perfume pianista de Bruno, y melodías. Sintió un contingente de aire en los pulmones. Estaba respirando otra vez. Oía su respiración. Solamente oía su respiración contra un silencio de niebla. Levantó la vista y se quedó helado. Estaba frente a una pintura estática en claroscuro poblada de miradas fantasmales. Las morisquetas deformes lo miraban con recelo, con ansias, con solvencia. Dos máscaras musitaban en privado con las cabezas orientadas hacia él, como si Modesto fuera el norte de una brújula de odio. Otra figura arrugada lo sopesaba entre ceja y ceja, con el gesto de quien mastica una mentira. Los ojos de otras facciones se entrecerraban, piadosas, lamentando el personaje que tenían enfrente. Era un círculo fruncido por el asco y la vergüenza. Buscó a Sara con los ojos. Tenía el semblante atardecido, lánguido, desleído. Modesto se trepó a su mirada y aterrizó en los ojos de Bruno. Tenía la vista clavada en Sara, sonreía con exposición. El tiempo era un grano de arena atrapado en el cuello del reloj. Todo era inminente, todo estaba por resolverse, el perfume de Bruno, el diccionario de Sara, el soneto de la lapicera, la miopía de las estrellas, pero nada parecía querer moverse, nada destrababa su lujuria de espasmos, y Modesto notó que él sí temblaba, sudaba como cascada, el pulso se le iba abreviando y sentía un pálpito en la frente, como si allí estuviera el botón que desbloqueara su pecho, y sintió un vértigo descendente, como saber de la muerte de alguien, y volvió a mirar a Sara y recordó el verso de la víspera, una inminencia estática, abrió la boca para explicarle que no sabía qué significaba, pero la noche negra le hundió los colmillos hasta el silencio.

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