«Pronto esta selva quedará tan silenciosa como el resto del universo»
Borges (no podía iniciar con menor nombre) escribió ciencia ficción. Todo aquel que haya leído al argentino y algo más de Bradbury, Lem o Ballard tendrá cierta afinidad con ese enunciado. A pesar de que los sentimientos expresivos desemboquen de igual manera en narraciones donde se confronta la moral humana con la tecnología (entiéndase esta como cualquier ventaja técnica por sobre la condición estática de la civilización), la tradición occidental separa a los escritores y a los escritores de ciencia ficción.
La categorización es comprensible dado su reciente empleo; apenas a finales del siglo XIX, las consecuencias de la industrialización permearon en la literatura, que tenía ya milenios acompañando a la humanidad. Por eso considero que una no se ha integrado a la otra, lo cual deviene en epítetos absurdos como “ficción especulativa”, para textos que los críticos no saben en dónde colocar. Porque por muy empapada que esté el arte de su contexto sociocultural, el tema es el mismo.
En esta época, Borges también habría escrito sin dificultad un cuento de esta colección como La ansiedad es el vértigo de la libertad, pero con la habilidad con que escribió El Aleph o El libro de arena. Porque esa es la mayor distinción que encuentro entre ambos grupos: muchos escritores de ciencia ficción tienen una pobre higiene prosaica. Es decir, no escriben tan bien como imaginan. A pesar de todo, no hay que infravalorar que esto último es su acierto; de sus ideas originales e imaginativas no hay quien se pueda quejar. Tal descripción no es otra que la del autor del que hablaremos hoy, Ted Chiang (Port Jefferson, 1967).
Chiang estudió Ciencias de la Computación y tiene una diminuta obra literaria. Apenas ha publicado menos de veinte relatos, pero, como Borges, Chiang se explaya en la brevedad. En 2020, Editorial Sexto Piso publicó la antología Exhalación, con nueve piezas, algunas de las cuales ya habían sido publicadas en revistas o blogs. Es de los pocos libros de relatos que me dejan una sensación similar a la que tengo sobre El llano en llamas o Nostalgia: tiene una forma consistente y balanceada entre sus partes. El eje temático del volumen (la moral frente a la tecnología) se mantiene de una u otra forma a lo largo de las páginas. Es un detalle estilístico que no percibo en antologías como Final del juego (quizá por compilar más de quince cuentos a la vez) o El retrato de Zoé.
Exhalación aborda desde distintos puntos de vista temas como el amor, la memoria, el egoísmo, la voluntad, la divinidad y la identidad, todos ellos muestra de los intereses de su autor. El cuento epónimo, por ejemplo, nos narra el descubrimiento de una forma de entropía en un universo de juguete (apreciación absolutamente mía) mediante el testimonio de un científico que, junto con su civilización, padece las consecuencias de, a efectos prácticos, tan terrible fenómeno físico. En el texto de este científico, cuyo nombre no nos es dado, es fácil cuestionar la naturaleza de la memoria, la vida y, por apenas unos fragmentos, considerar acaso la divinidad de la creación.
Con base en los ejes temáticos, separé a los nueve cuentos en tres grupos. También he tenido en cuenta la consistencia narrativa, la sustancia artística y la relevancia del contenido. Es una consideración subjetiva que cada uno puede elaborar, y la hago más que nada para mi catálogo bibliográfico personal. Los grupos son los orgánicos, los tradicionales y los penosos.
Los orgánicos (también llamados Los que me hicieron llorar) son «El comerciante y la puerta del alquimista», «La verdad del hecho, la verdad del sentimiento», «El gran silencio» y «Ónfalo». La razón por la que comparten ese nombre alterno no es otra que la preponderancia que tienen en la trama las emociones, confrontadas de una u otra manera con la realidad factual que simplemente es, ajena a toda consideración del individuo. Son a su vez, los cuentos en los que Chiang demuestra su mejor dominio de la escritura. El comerciante… es acaso el más borgeano de los cuentos. Ambientado en una cultura musulmana, narra la historia de un hombre que logra atravesar el tiempo y encontrarse consigo mismo. Posee un concepto similar a la serie Dark (sospecho que Friese y Bo Odar leyeron a Chiang, o por lo menos lo mismo que él), particularmente por dos cuestiones: primero por el concepto de la inmutabilidad temporal de los hechos pasados y futuros, es decir, el determinismo, el destino, o en el caso de este cuento, la voluntad de Alá. Segundo, por usar un recurso similar para abordar la paradoja de la causa primera: un joven recibe información de su versión adulta, a lo que el joven cuestiona la fuente de esa información; el adulto responde que, cuando joven, recibió esa misma información de su versión adulta. Una causa impotencial, una concatenación que se ha repetido irreconciliablemente durante todos los ciclos infinitos del tiempo. La verdad del hecho… es dos historias; una en el futuro y otra en el pasado. La primera atiende la desconfianza de un periodista ante una nueva tecnología que permite al usuario acceder a grabaciones audiovisuales, con el fin de tener los datos precisos de un suceso que de manera natural no podría recordar. El dilema en cuestión, tanto para Chiang y el periodista como para el lector, es que justamente la ambigüedad fáctica de nuestros recuerdos es un gaje secundario de la prioridad de nuestra memoria: sentir los recuerdos. Los humanos no recordamos hechos, recordamos sentimientos. La segunda historia narra el intercambio cultural entre Moseby, un misionero europeo, y Jijingi, un niño tiv. Moseby le enseña a Jijingi el arte de la escritura, que no deja de ser una tecnología. A la par, Jijingi le muestra cómo la realidad que vive su comunidad se corresponde muy poco con lo que el idioma y la escritura de Moseby son capaces de transmitir. Ambas narraciones se intercalan a lo largo de las páginas para evidenciar cómo los avances tecnológicos merman una u otra capacidad humana; suplen necesidades mediante la eliminación de habilidades genéticas o meméticas. Un cuento largo que funciona para hacer las paces con nuestros recuerdos y nuestra realidad. El gran silencio es un portento de la imaginación y un treno de tristeza y soledad. Un papagayo de Arecibo, ubicación de uno de los radiotelescopios más grandes del mundo, nos cuenta el absurdo que supone presenciar a los humanos construir un aparato con el cual buscar vida inteligente en el espacio, siendo que los papagayos mismos son tan inteligentes como para elaborar su propio sistema de comunicación compleja. No obstante, los humanos no han sabido interpretar a los papagayos, y sólo les divierte ver cómo algunas de estas aves imitan las lenguas humanas. Esto deviene en la soledad para ambas especies. Ónfalo es una oda a la voluntad humana. En un mundo donde el trabajo científico demuestra la existencia de Dios, una antropóloga, junto con otros colegas, se enfrentan a una crisis de fe. Seguros de que su planeta es el centro del universo, por hechos como que los anillos de crecimiento de los árboles no tienen rastro anterior a ocho mil años entre los ejemplares más antiguos y que momias primigenias halladas en Atacama carecen de ombligo, sus creencias se derrumban al leer el artículo de un astrónomo próximo a publicarse. El astrónomo descubre que el planeta que habitan forma parte de un sistema solar consistente con el éter y el comportamiento gravitatorio en el resto del universo, excepto por un sol que se acerca y se aleja de los telescopios en un ciclo de veinticuatro horas. Lo que demuestra este anómalo ciclo es que ese sol orbita a un planeta mucho más particular, es decir, en ese planeta habitan los verdaderos elegidos de Dios. Las consecuencias de este descubrimiento en la antropóloga, en un principio desoladoras, devienen en la certeza de que todo lo hecho por la humanidad y ella misma, lejos de ser por obra y voluntad de Dios, en realidad siempre fue y no es otra cosa que la obra y voluntad humana.
Los tradicionales son «La niñera automática, patentada por Dacey», «El ciclo de vida de los elementos de software»y «La ansiedad es el vértigo de la libertad». Aparte de compartir títulos ridículamente elaborados, son los que más se acercan al relato típico de ciencia ficción, pues los personajes se enfrentan a los avances de la tecnología y a cómo esta se abre paso entre la vida diaria. Por esta descripción, bien pareciera elegible en este grupo La verdad del hecho, la verdad del sentimiento. Sin embargo, hay una buena razón para haber dejado sólo estos tres: la estructuración. Parece que apegarse a la tradición de la ciencia ficción supone cometer los errores por los que no ha dejado de ser un género distante del troncal canónico. Tienen argumentos predecibles, personajes apenas trabajados desde el arquetipo y no juegan con el recurso de la escritura. La niñera automática… es un tratado sobre la educación y el aprendizaje, un rasgo que comparte con El ciclo de vida… (un relato de tal extensión que bien se podría publicar como novela corta) que narra las interacciones que eventualmente tendríamos los humanos en caso de empatizar a todos los niveles con seres nacidos de la inteligencia artificial, sin su formato en hardware. La ansiedad… (otra novela corta), por otro lado, supone confrontar el amor y el dolor de nuestras vidas alternas, de las cuales somos absolutamente conscientes y conocemos la información intercambiable entre una dimensión y otra, con todas las consecuencias personales, sociales y geopolíticas que puedan tener. Los temas no dejan de ser interesantes, pero su literatura pasa por manuales técnicos. Por ejemplo, hay una enarbolación de especificaciones en El ciclo de vida… que me recordó a algún pasaje de 2001: Odisea espacial, frio y abstracto pero sin el desliz sensible de Arthur C. Clarke; me pareció más cercano a la tosca prosa de Asimov. Si hablo de alguno de estos tres cuentos durante una tertulia (si acaso recuerdo sus nombres) es por las implicaciones humanas de su intromisión en nuestra realidad y por la imaginación portentosa de Chiang, pero no por las facilidades armónicas de su escritura.
Los penosos son «Exhalación»y«Lo que se espera de nosotros». Son temáticamente contundentes pero carecen de la fuerza literaria de los del grupo orgánico. Si los llamo así es porque es una pena lo poco que les faltó para ser incluídos en ese otro grupo, pero también porque al final de sus lecturas sentí el dolor de sus personajes. En resumen, están bien construidos. De Exhalación ya hablé en párrafos anteriores, pero ahondaré brevemente en su debilidad: en las últimas páginas, paralelo a la explicación de las propiedades físicas que eventualmente culminarán en la muerte de toda forma de vida, el científico (y Chiang) comienza un discurso que, si no fuera por el contexto, bien pasaría por autoayuda. Vive la vida y demás enunciados que rompen con la solidez del argumento porque lo tornan optimista y ligeramente infantil. No considero que en general arruine la experiencia, pero desorienta un poco el cambio de sensación en la lectura. Por otro lado, la descripción detallada de la construcción y el uso del equipo quirúrgico, que preparó para el experimento central del cuento, es adecuada y no es densa, a pesar de su prolijidad en los términos, porque de otra manera no concebiríamos las habilidades de relojero cuántico que lleva a cabo el científico. El otro acierto de este cuento es su ambigüedad temporal, pues volviendo a un señalamiento propio, el universo de juguete, pareciera que los seres mecánicos que habitan ese mundo son una construcción artificial, acaso humana. Un experimento para investigar formas de vida alternas. Lo que se espera de nosotros, al igual que el cuento anterior, es un testimonio. La diferencia radica en que viene explícitamente de otra dirección temporal: el futuro. La premisa es sencilla: un artilugio que consta sólo de una luz verde y un botón, y lo único que hace es encender la luz un segundo antes de apretar el botón. No hay manera de que la luz encienda sin que el botón sea oprimido un segundo después. No es que voluntariamente uno apriete cuando ve la luz, es que apretar el botón manda una señal en tiempo negativo, lo que rompe con la cadena de causa-efecto. Es decir, el aparatito muestra lo ridícula que es nuestra concepción del libre albedrío. En tres páginas, el texto divaga en el determinismo y la voluntad, lo cual es una delicia para analizar, sin embargo, se queda en algo más que una anécdota (futura, claro) y una disertación, más que un cuento. Si tan solo Lo que se espera de nosotros aprovechara de mejor manera la atmósfera de suspenso pesimista que construyó en los dos primeros párrafos. No por una cuestión narrativa, sino para balancear entre lo literario y lo imaginativo.
La edición en la que leí Exhalación viene con una banda publicitaria que dice: «Y tú que creías que no te gustaba la ciencia ficción». No estoy muy seguro de a quién va dirigida esa oración. Me disgusta pensar en la división creativa que existe entre artistas y científicos, porque no hallo mucha distinción tanto por mi experiencia como por lo dicho por Ernesto Sábato: eso de que «el astrónomo no es un hombre en paz. Un hombre que mira a las estrellas [lo hace] porque la Tierra no le sirve»; es decir, nos ensimismamos buscando entre las estrellas, algunos fuera y otros dentro. Considero que sea donde sea que uno busque, Exhalación es una antología que quizá contiene algo escondido y no tiene desperdicio. No hay cuentos malos, sólo unos están constituidos mejor que otros, lo que significa que es un excelente libro para adentrarse en el (mal llamado) género de ciencia ficción, o caso contrario, acercarse más a la literatura que versa sobre la belleza de la palabra, el arte y la realidad, porque esta última no es más que la suma de emociones, hechos, números y probabilidades.
Alan Rolon (Colima). Algo de su obra aparece en revistas literarias como Himen, Áspera, Retruécano y Katábasis. Interesado en la experimentación literaria y cinematográfica, la hermenéutica y los códigos lingüísticos del arte en general.