Viejas Glorias, de Dán Lee

Llevaba detenido algunos segundos. Su figura esparcía una sombra ancha sobre los mosaicos. Sopesó la caja de cartón que portaba en las manos; el metal y el cuero chocaron dentro. En su vientre también hubo un encuentro de tripas contra tripas. Shhh, cállense, cabronas. Dejó escapar un suspiro y dio un paso hacia el interior.

            –¿Ora qué trae, mi Bárbaro?, saludó Mico, el dependiente, a quien cada vez veía con más frecuencia.

–Nada, contestó él sin decidirse a entrar por completo en Casa Oviedo, nomás saludando.

            Mico frotó con un trapo húmedo uno de los mostradores que ofrecían floreros, radios, miniaturas y otras mercancías de antaño. Grabadoras, teléfonos celulares, televisiones y un par de consolas de videojuegos se ofrecían a precio de seminuevo en la vitrina principal. ¿Te acuerdas cuando en tu casa había de todo esto? Tus chamacos tenían un Atari y su tele cada uno, para que no se pelearan. Pinches escuincles, ¿qué andarán haciendo?, ya hasta han de ser casados.

            –¿Cómo anda?, dijo el que limpiaba.

–Pus ai pasándola; ¿ya se llevaron el tocadiscos?

–Sí, la otra semana vino un don que tiene un puesto en la lagunilla y luego luego le echó el ojo; no me diga que venía a recogerlo, mi Bárbaro, psí venció hace harto.

–Ya sé, pero me gustaba verlo, igual y podía recuperarlo.

Como si tuvieras música para oír. Ya viniste a dejar acá tus discos de José Alfredo y la Santanera, pensando que luego volverías por ellos; y sí volviste, pero a dejar más cosas. Estaría bueno que juntaras pa otro tocadiscos. ¿Pero con queso las enchiladas? ¿Vendiendo cartón? Ta fácil.

–¿A poco de veras quería recuperarlo, mi Bárbaro?, ¿con qué luz?, preguntó Mico.

–Ah, chingá, y por qué no, si me llamaran a una función de homenaje o algo; la otra vez fui con el Baby Face y otros compas y me dijeron que don Chava andaba viendo eso, juntarnos a varios de los de antes para un homenaje; el Baby Face quedó de buenas en la empresa y a lo mejor le hacen caso y se hace la función… luego la gente se acuerda y te da dinero; no creas, hasta billetes.

–Órale, taría chido; dijo Mico y continuó su limpieza en otra vitrina, lo alivianarían machín, ¿no?

Sí, y volverías a pisar una arena, aunque fuera un rato; ora ya no te dejan entrar; don Chava se retiró, le dejó el negocio al junior y ése no respeta a los viejos, no sabe que por ustedes tragó filetes. Así son los jóvenes, sólo se acuerdan de lo malo; de haber sabido, te habrías portado mejor con él y con los tuyos, con Alma… ¿dónde andará?, si no le hubieras hecho tanta chingadera… pero pinches viejas, son cabronas, ¿dónde están ahorita?, ni una pa cuidarte.

Las tripas gruñeron de nuevo.

–Ora, mi Bárbaro, ¿se tragó unos chihuahueños o qué?

El hombre cubrió su abdomen con la caja, queriendo acallar el bramido.

–¿Lo molesto?, continuó Mico, está en la mera entrada, dele chance a la gente, porfa.

            –Perdón, dijo y se introdujo por completo al lugar. Curioseó un mostrador atestado de collares, relojes y esclavas.

Afuera del lugar pasó, corriendo como siempre, el Espidi. El Bárbaro lo miró reflejado en el vidrio.

Dile que te ayude con la basura. Tienes como cuatro bolsas nomás enmoscándose ahí. Ya ves que nunca te cobra por los mandados. El Espidi es ley.

–Espi… Un acceso de tos impidió el grito.

La figura del adolescente se perdió entre las personas sobre la acera. Con una mano, el Bárbaro se oprimió el pecho, que imitaba el ruido de un motor ahogado. Kjjjjjjj, kjjjjjjjj, el hombre hacía retumbar el paladar extrayendo una flema espesa del centro de su tórax. Sintió en la garganta el cuerpo denso y lento al deslizarse como un tlaconete que ascendiera por la pared de un pozo, por la chimenea húmeda y costrosa que era su garganta. Equilibró la caja de cartón en la otra mano. Sonrió al recibir el gargajo duro sobre la lengua; lo paseó por su boca, llenándola de amargura y saliva. Qué gallote has parido, casi puedes masticarlo de tan macizo, ¿hasta dónde podrás llegarlo?, ¿te acuerdas cuando un escupitajo tuyo atravesaba la avenida sin broncas?, qué pulmones, no había quién te ganara en las escupidas, para eso también eras bueno; y cómo le molía a Alma que echaras tus gallos en la calle, de banqueta a banqueta. Lanzó el salivazo hacia un árbol de la acera. La mucosidad viajó con movimientos de amiba, extendiendo múltiples brazos hasta estrellarse contra el tronco. Quedó allí como un huevo frito. Adiós, hijo mío.

–Hijos, qué gallote; parece que lo escupió Godzilla, dijo el empleado con admiración, pinches pulmones de Tarzán que se ha de cargar.

–Pa servirte, repuso el hombre y ensayó una caravana. El cuero y el metal sonaron de nuevo dentro de la caja.

–Ya dígame qué lo trae por acá, mi Barba…

–Pus las patas, interrumpió moviendo con fuerza los dedos de los pies. Las uñas largas rasparon la lona cochambrosa y gastada de los tenis. Una agujeta grisácea y otra azul marina ajustaban la tela a los empeines anchos.

–Ta bueno su chiste, ¿lo acaba de inventar?, dijo Mico con sorna.

Muy pinche gracioso. Cualquiera te cabulea ahora. Antes qué se iba a burlar de ti un cabroncito como el Mico. Te veían en las cantinas o en los salones con tus playeras de ponchado, estirada la tela sobre el pecho, sobre los conejotes y la espalda de toro. Nomás de verte se les hacía la voz de señorita, ¿qué va a querer, don Bárbaro?, ¿qué se le ofrece?, ¿qué le servimos, don Bárbaro? No me sirven ni pal arranque, contestabas y todos a reírse o se llevaban su candado al cuello o su manita de puerco. Don Bárbaro… don pendejo te hubieran dicho, gastándote los pesos en tragos y viejas. Luego ni te las cogías, ahogado de briago. Y Alma, tronándose los dedos cada quincena. Pero la vida era chiquita y pa gozarse.

-–Fuiiii, silbó Mico; Bárbaro, hágame caso.

–¿Qué pasó?

–Le digo que qué trae en la caja, suena a fierros; si son monedas viejas, ya le dije que se las lleve a don Cosme, ése sí se las compra.

–No, qué van a ser; si tuviera monedas no se hubieran llevado el tocadiscos.

–¿Tons qué trae?

El Bárbaro sacudió la caja.

El ruido de cuero y metal de cuando te pusieron el cinturón. El réferi chocaba la hebilla con los remaches. Cinturonsote de campeonato mundial. Peso completo. Ai nomás. Se lo quitaste al Vikingo, tu valedor; se decían compadres antes de que te poncharas a su mujer. Nada raro, pa eso son las comadres, ¿no? Cuero lustroso, metal brillante. Le escribieron tu nombre con letras rojas encima del escudo de la empresa. Lo defendiste como treinta veces, antes recordabas cuántas luchas y contra quiénes fueron. Te ardió cuando te anunciaron que otro iba a ser el campeón. ¿Por qué te lo iban a quitar, si era tuyo, si tú lo habías ganado?.. Pura mentira, el campeonato era de la empresa, y lo sabías. Como dijo José Alfredo: ya ni pedo. Alguien más fue monarca; le rogaste a don Chava para que te permitiera quedarte con el cinturón, para que en las noches lo acariciaras y recordaras cada una de las veces que lo defendiste en batalla. Don Chava te dijo que luego ibas a tener chance otra vez, si te disciplinabas, si te alejabas del trago, si volvías al gimnasio como antes, si Alma dejaba de buscarte en la arena cada tercer día. Se lo prometiste. No le devolviste el cinturón y mandó hacer otro, ya tenía el molde; “está bien, Bárbaro, quédatelo, que te sirva de recuerdo, aunque todos quisiéramos que volvieras a tenerlo en el ring; haz méritos y palabra que habrá oportunidad de ser estelar otra vez; ya sabes que soy derecho con los que son derechos”. A don Chava también le fallaste.

Cada noche le llorabas al campeonato, jurándole como a la virgen que te ibas a meter en cintura, a renunciar al chupe. Dormías la mona abrazado del cinturón, con el frío del metal pegado al pecho. Por la mañana lo volvías a poner en la repisa, entre los muñecos de plástico y las fotos recargadas en la pared, una de ellas, en la que estás con el Santo, alguna vez estuvo enmarcada, igual que la del reportaje cuando apenas habías ganado el campeonato: joven, ponchado, cabello largo y oscuro, patilla ancha y dientes completos, risa burlona, de rudo.

–Fuiiiii, Bárbaro, ¿no le digo?; se queda ahí como si le pusieran pausa.

–¿Mande?, volvió el hombre a la tienda.

–Ya, continuó Mico, me va a decir qué trae ahí sí o no.

El hombre miró la caja en sus manos, luego las vitrinas y la caja de nuevo. Es tu tesoro, ¿cuánto podrán darte por él?, ¿para qué le sirve a alguien más? Uno de tus excompañeros te comentó que podrías sacarle miles con un coleccionista, pero dónde vas a encontrar uno, ¿aquí en el mercado?, ¿en la Lagunilla? Te dijeron que en Internet, pero las computadoras son como de Saturno para ti, ni esperanzas. Preguntaste a Mico y al Espidi, pero ellos apenas saben usarlas para ver encueradas; “eso es pa los de varo, don Barba”, contestó el Espidi. No hay de otra. Ya estás acá.

Imaginas el cinturón allí, entre lo estéreos, reflejando la luz. Es lo único que brilla en tu casa cuando abres la cortina, lo único que cuidas, lo único que ha mantenido el fulgor en los últimos años. Ahora va a brillar aquí, en esa repisa de Casa Oviedo.

A Mico le chispearon los ojos con curiosidad cuando el Bárbaro se acercó levantando la caja.

–Ira Mico, lo que traigo aquí es muy especi… especial.

Algo en tus entrañas te hizo tembeleque la lengua, te dijo que no, que por algo habías guardado esto para el último; ¿a poco ya llegaste a lo último? ¿De veras tienes que deshacerte de él? Has soñado en ponértelo de nuevo si hubiera una función de homenaje, para que la gente te vea llegar como antes, hasta te recortarías la barba y el bigote; sí, subir al ring y desde allí mirar con desdén a la afición, espetarles “jodidos” a los de las gradas, si es que la voz alcanza, porque últimamente cuando quieres alzar el volumen esa pinche carraspera no te deja; sí, ponerte en jarras para que se vea fulgurar el cinturón y reír retadoramente; gritar “Ya llegó su padre” con voz que haga temblar las tres cuerdas como ahora lo hacen tus dedos que parecen rebelarse y no quieren mostrar a Mico el último fragmento de tu dignidad oculta entre paredes de cartón.

El Bárbaro obligó a sus manos a flotar hacia el mostrador.

–Mira, Mico…

–¿Qué le pasa, mi Bárbaro? El empleado rodeó el mueble al notar que las piernas del hombre flaqueaban.

El hombre dejó la caja, apoyó las manos sobre el vidrio, respiró con esfuerzo, bufó y pareció tragar bocados de algodón.

–¡Don Barba!, una voz aguda y alta taladró los oídos de ambos.

El hombre se llevó las manos al pecho e intentó toser.

–Pinche Espidi, vas a matar al Bárbaro con tus gritos.

–Oh ps esque…, el adolescente recién llegado se interrumpió para jadear, esque…

–Es que siempre has de gritar como corneta de payaso, aprovechó Mico la interrupción.

–Nche Mico siempre pensando en la corneta ¿verdá? El Espidi volvió la cara sudorosa buscando la aprobación del hombre que hacía ruidos de fuelle agujerado; ¿otra vez, don Barba?, preguntó al hombre con tono preocupado.

–¿Ves, cabrón?, dijo Mico, sigue asustándolo con tu voz de pito.

–Ai te va, repuso el Espidi y fue hacia el Bárbaro.

Extendió los dedos en una palma parecida a la de una rana y asestó un par de manazos recios en la amplia espalda del hombretón. ¡Madres!, sientes cómo el golpe genera un huracán en el centro de tu pecho. El vendaval surca tus entrañas, arrastra escombros y por fin puedes toser con fuerza.

El hombre se dobló, ruidos guturales lo rasparon. La brisa tibia emanada por su boca y nariz roció la vitrina del mostrador.

–¡No la chingue!, acabo de limpiar. Mico se apresuró a pasar de nuevo el trapo mientras el adolescente palmeaba con suavidad el lomo del hombre vasto.

–Aliviánese don Barba ya le dije que se cuide pero usté es necio como la chingada.

El Bárbaro recuperó poco a poco la vertical y la respiración; se limpió la nariz con el dorso de la mano.

–Seguro se anduvo enfriando ¿verdá?, continuó con sus regaños el Espidi.

–M-m, negó con la cabeza el hombre mientras paseaba una flema contra su paladar. Apoyándose un poco en el Espidi, se acercó a la entrada y escupió en la banqueta.

–¿No le digo?, gritó Mico, acabo de echar agua.

Encorvado por el brazo que se recargaba sobre él, el Espidi buscó con los ojos hasta dar con algo.

-–Mico hazme el paro con la silla ¿no?

Entre los dos acomodaron al hombre sobre el asiento.

–Lo andaba buscando Don Barba, dijo el Espidi, chido que no me hizo ir hasta su jaula.

–¿Pa qué soy bueno?

–Pa nada, intervino Mico burlón.

El hombre le envió una mirada con púas al dependiente e intentó incorporarse.

–No lo pele don Barba, dijo el Espidi conteniendo al hombretón, este güey qué va a saber. Lo que pasa es que me dijo el Baby Face que le avisara que van a hacer una función de homenaje a los viejos…

El Bárbaro frunció el ceño hasta casi depositar la unión de las cejas sobre el puente de la nariz.

–Una función de homenaje a las “figuras de antaño” pues.

–¿En serio?, sonrió el Bárbaro con ojos y boca, mostrando los dientes amarillos.

–Me cae.

–A ver, cuenta.

El adolescente tomó aire.

–Es que fui al puesto del Baby Face por su basura o sea la basura del Baby no la de usted que por cierto ya tiene hartas bolsas pero el chiste es que el Baby me dijo que le avisara de lo de la función, que don Chava se puso nostálgico y quiso armar el cartel y le habló a varios de los retirados y que su hijo no puso peros y que el Baby ya habló con el patrón y que usté entra en planes, que si los bárbaros del norte y su puta madre y que pase usted a las oficinas de la arena en la semana pero bañado y rasurado que no la chingue porque el hijo de don Chava es bien mamón y que ahora es cuando hay que aprovechar para quedar bien con él y que quién quita y luego haya chance de entrar a vender boletos tortas o algo; ya luego me cansó con su recadote y le pedí un arroz con huevo que ha de estar enfriándose porque luego de llevarme su basura salí en chinga a pasarle el recado pero como no lo encontré ya iba de vuelta y fue cuando lo vi aquí metido y le dio el ataque y luego pus ya le dije.

–¿El Baby Face?

–Sí, repuso el Espidi tomando aire.

Pinche gordo, no se ha olvidado de ti. Cuando les tocaba hacer equipos era Troya, les llamaban “Los Bárbaros del Norte”, porque el Baby se hacía pasar por gringo. Él también tuvo el campeonato, ¿o no?, ya ni te acuerdas. Él no tomaba, por eso le caía bien a Alma; ah, pero cómo tragaba el gordo. A veces iba a comer contigo y ella no podía creer al verlo empacar como si no hubiera mañana. Siempre te quedaste con el gusanito de si él le habrá dicho a ella de tus cabronadas. Igual se hubiera enterado, pendeja no era.

–¿Tons qué le digo Don Barba?

–¿Qué?, ¿a quién?

–Ps al Baby Face voy pa allá ¿qué quiere que le diga?

Hermano, carnal, amigo, compadre, cualquier cosa que represente lo perrón que ha sido contigo el gordo. Si dejaste de verlo fue por pena, porque le debes quién sabe cuántas comidas, porque él tiene su puesto y ai la va llevando y tú… porque él se retiró completo, madreado como todos, pero con lana y con la familia a su lado, porque él se acuerda de los tiempos de juventud y ríe, no se le llenan los ojos de agua ni necesita unos alcoholes para olvidar que esas noches ya se fueron. Eso quisieras decirle, pero con ir a agradecerle será más que suficiente… crees.

–No, no le digas nada, te acompaño, dijo el hombre poniéndose de pie, vamos.

–Sshht, Bárbaro, ¿y su caja?, preguntó Mico.

A huevo. Ese cinturón va a volver a pasearse por el ring. Va a brillar como oro. De eso te encargas, nomás es cosa de echarle otra pasadita de Brasso. Igual lo habías limpiado para traerlo acá. Ese puto ring va a estremecerse con tus pasos de búfalo, con tus gritos, con el aplauso del respetable, porque la arena se va a atascar cuando sepan que vas a estar en el cuadrilátero de nuevo. ¿A quién más habrá invitado el hijo de don Chava? ¿Cuánto irá a cobrar la entrada? ¿De a cómo les tocará? Sabe, pero hay que pedir prestado un traje para ir a ver al junior. Seguro que te van a dar un uniforme, a la medida y todo. A huevo, de aquí pa arriba. Hay que enseñarle al chamaco que has cuidado ese campeonato mejor que a tu familia, que hay respeto por la empresa.

–Bárbaro, chingá, ya le volvió a dar la garrotera.

–¿Mande?

–Que su caja, ¿no le estoy diciendo?

–Ah, eso; fue hacia el mostrador, lo traje pa presumírselos, miren.

Mico y el Espidi flanquearon al Bárbaro y alargaron el cuello. Él abrió la tapa de cartón.

La amplia placa de metal mostraba reflejos dorados y plateados; era la figura de un planeta Tierra rodeado con las siglas del Consejo Mexicano de Lucha Libre; las leyendas “Campeón Mundial de Peso Completo” en relieve cobalto y “Bárbaro Vera” escrita con esmalte carmín, personalizaban el cinturón.

–Cámara, exclamó Mico, ¿o sea que no era choro eso del campeonato?

–Ya te había dicho que era neto güey, intervino el Espidi, yo ya lo había visto pero no así de cerquita ¿verdá?, preguntó al hombre con admiración.

–Sí, se lo gané al Vikingo, uno que era mi compadre.

–Pus ora sí me sosprendió, mi Bárbaro, yo creí que traía a vender los cubiertos de su vecina y mire.

–Ps aistá, pa que se dé un quemón, chamaco pendejo, cerró la caja y la levantó, amos a echarnos ese arroz, dijo al Espidi, porque como sirve el Baby no te lo vas a acabar.

El Bárbaro caminó a la salida con una velocidad bastante mayor a la que solía usar para entrar al establecimiento.

–Hasta luego, don Bárbaro, escuchó la voz de Mico tras de sí.

Don Bárbaro, te suena bien.

–Adiós, Mico, se volvió el hombre para despedirse.

Ubicas un espacio en el que el cinturón habría quedado perfecto: entre una cafetera antigua y un juego de té bruñido, regalos de boda que no hace mucho trajiste y que eran los favoritos de Alma. Sólo los sacaba en las visitas de su familia. Pensaste que tal vez volvería para pedírtelos, o a buscarlos cuando creyera que no estabas. Por más que esperaste, no llegó. Ni para eso ni para nada. Igual que ella, los guardaste para una ocasión especial. Cuando le dijiste adiós a las ganas de que Alma volviera, esos trastes vinieron a dar aquí. Sólo queda el cinturón, sólo falta una despedida. Nel, hoy no. Tus tripas se hablan entre sí a gritos, dicen “Arroz con huevo”.

Mico, límpiale bien allí junto a la charola, que quede perrón.

–Orita, don Bárbaro, nomás que termine aquí.

¿Cuánto te irá a tocar? Para un mes, tranquilamente. El junior no se anda con medias tintas en eso: o da o no. Te va a alegrar ver al Baby. Igual y quiere ir a echarse unos alcoholes… Pero andas bien erizo… Ni modo que no te preste unos billetes, si sabe que pronto tendrás para pagarle. Ni modo que sea tan hojaldra el gordo. Nunca se ha negado a recordar viejas glorias.

Sales tras el Espidi; apenas lo ves, lleva prisa. Gracias, chamaco. Ahorita va a ver ese Baby lo que es tragar como oso recién despertado.

Dán Lee es narrador y guionista de cómics nacido en el D.F. (México). Ha publicado cuentos, relatos, artículos y cómics en todo tipo de revistas y antologías. Autor de seis libros de narrativa (cuento, minificción, relato). Ganador de dos premios nacionales de cuento en México.

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