La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos.
Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar.
Susan Sontag
Hace un año me diagnosticaron con bipolaridad. Oscilo entre las ideaciones suicidas, la depresión, la hipomanía y una cosa abstracta que mi terapeuta llama “equilibrio”.
Cuando la sentencia llegó a mis oídos, lo primero que sentí fue pánico. Cayeron sobre mi cuerpo todos los estigmas de la locura, de la soledad, de la violencia. Me sentí ajena, completamente rota. Me costaba reconocer a este cuerpo y su nocivo habitante. Poco a poco me acostumbré, descubrí mis nuevas geografías. Por eso escribo este ensayo, para entender mis territorios más allá de la palabra médica, de los estigmas y el miedo; para resignificar los paisajes de mi dolor.
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Fui una niña enfermiza. Aprendí muy rápido que la vulnerabilidad es mi rasgo fundamental. Solía jugar en casa, siempre segura de que algún espectro virulento me observaba desde las sombras. Actualmente esa niña sigue conmigo, habla poco, me vigila cuando camino y se avergüenza de mi afición por las píldoras, los sedantes o cualquier fármaco que alivie mis múltiples malestares. Soy una mujer que trafica impunemente con su dolor. Nada de esto lo escribo a modo de queja, más bien se trata de una confesión.
Gracias a mi tono patológico reconozco mis paisajes siniestros: cuando se atraviesa el umbral de la enfermedad, se vuelve al hogar con rasguños, con queloides que le añaden su propia identidad a la geografía corporal.
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Después de la pandemia es imposible que el término enfermedad no emerja envuelto en llamas, con sus ojos diabólicos y un montón de leyendas a su alrededor. Claro que el Covid-19 acrecentó mi inestabilidad mental; ahora las sombras me muestran sus colmillos. Para aplacar la ansiedad puse mi energía en el trabajo, otro aspecto que retoza en límites amenazantes. Quisiera, por una vez, hacer algo que no me conduzca a la autodestrucción. Quisiera levantarme una mañana y respirar como si la vida fuera leve, como si no hubiera ningún quejido oculto bajo mi piel. Quisiera volar lejos, a un lugar donde nadie conozca mi nombre, donde el tono apocalíptico no me persiga en las madrugadas. Y es que últimamente el panorama mundial me mantiene agotada, sin armas para defenderme. No paso un solo día sin pensar en Virginia Woolf, en la despedida que le dedicó a su esposo:
“No creo que dos personas puedan haber sido más felices hasta que llegó esta enfermedad. Y ya no puedo seguir peleando”. A veces, querida Virginia, también me desbarranco, sobre todo en momentos como estos, tan caóticos, sin norte psicológico.
Estoy desbordada por el otro espacio de mí, por el lado nocturno de mi vida. Me paso los días pegada al ordenador, con los ojos enrojecidos y los dedos sobre el teclado. Mi licencia como ciudadana virtual me mantiene lejos del offline, segura en el feudo del internet, en el manicomio de las frases y los poemas que nadie leerá. Si me aferro a la producción desquiciada, entonces lloro un poco menos que cuando me permito parar. Me arrastro continuamente a límites infernales. Ya no puedo más. Ya no puedo más. Y sin embargo, sigo obligándome a rutinas agobiantes.
Incluso los males más comunes dejan llagas en el cuerpo, crean sus geografías del dolor y la enfermedad. En los últimos días mi demencia hiperproductiva llenó mis piernas de volcanes grotescos; una neurodermatitis fue la consecuencia natural de mis angustias. Me rascaba hasta sangrar para bajar el estrés, para olvidarme de los miedos irracionales que me acosan, después lo hice para verter en mi piel toda la rabia que no supe soltar.
Una de mis grandes amigas, a quien llamaré M., también lleva las señales de haber cruzado a la zona hospitalaria. Ella vive con alopecia universal, una enfermedad autoinmune a causa de la cual perdió todo el pelo. Desde los siete años atestiguó cómo sus cabellos dejaban en su cráneo las huellas de la ausencia. A esto se le sumaron los cráteres de la varicela, que igual conforman un nuevo paisaje, uno que se gesta después de viajar a lo que Susan Sontag llama el reino de los enfermos. Los signos de aquel otro territorio son las estampillas de un pasaporte ominoso, son los recordatorios de la vida y la muerte. No se puede ir al otro lado de la frontera sin tener claro que algo esencial cambiará en nuestras profundidades.
Al enfermar, inclusive la forma de recorrer los espacios magullados es diferente. Si toco mi espalda, siempre lo hago con cautela: paseo mis dedos apenas rozándome la dermis, con espanto de atravesar algún borde inflamado. Hace años me diagnosticaron espondilolistesis, un trastorno de la columna lumbar en el que un hueso se desplaza sobre otro que está debajo; es como si mi espalda buscara su desgaste en una lucha de fricciones. Los síntomas llegaron poco a poco, hasta que una mañana se me durmieron las piernas y el dolor fue insoportable. A partir de ese momento adquirí el hábito de explorarme los huesos; palpo su grosor, sus crestas, sus memorias envueltas en calcio.
Alguna vez, en un centro comercial chilango, observé a una niña que acariciaba sus costras, entonces evoqué la imagen de mi tía Ángeles, quien, antes de morir a causa del cáncer de vesícula, sobaba su zona tumorosa con una especie de reverencia asustada.
La relación de contacto con las geografías dolientes es polivalente: temor, resignación, odio, tristeza, amor y enojo, son solamente algunos de los sentimientos que se experimentan con estas regiones. Mi amiga Paloma, por ejemplo, guarda en su piel las impresiones de algo que, más allá de la depresión, fue un cúmulo de malos diagnósticos y mucha soledad. En la secundaria la vi clavarse una navaja en la muñeca. Éramos un par de adolescentes. Ella quería ayuda; yo deseaba ampararla, aunque nunca supe cómo. Actualmente Paloma contempla sus grietas con cariño. Ella misma me cuenta: “A las cicatrices de la automutilación nunca las he visto como algo de lo que me arrepiento o algo que quisiera ocultar. Las veo y siento ternura por la niña que fui… Son memoria física que me recuerda que debo y deseo cuidarme”.
En su performance Anatomía de lo terminal, el artista Lechedevirgen Trimegisto relata su enfrentamiento con la Insuficiencia Renal Crónica y coloca mariposas en sus cicatrices; los sitios intervenidos quirúrgicamente para mantenerlo con vida, se vuelven espacio de fusión entre el pájaro y la aguja. La pieza conduce a la reflexión sobre el proceso que se atraviesa para rehabitar al cuerpo recién llegado del poblado nosocomial.
Existimos en caída suspendida, siempre al borde del adiós. Es indudable que la salud y la enfermedad sobreviven con el mismo corazón. Bien lo nombra Lechedevirgen: “Necesitamos de la leucemia para recordar que somos sangre. Necesitamos de la malaria para recordar que somos hígado. Necesitamos de la tuberculosis para recordar que somos pulmones. Necesitamos del cólera para recordar que somos intestinos. Necesitamos de la muerte para recordar que estamos vivos”.
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Crecí rodeada de medicamentos. Mi madre era enfermera, trabajaba en un hospital de traumatología y cuando nadie estaba disponible para cuidarme, ella me llevaba a su empleo. Así es como pase largas horas entre camillas, hipnotizada por el olor a yodo y algunos sollozos cadavéricos. Recuerdo que si me sentía mal, le lloriqueaba a mamá para que calmara mis dolores con alguna mágica pastilla. Pronto adquirí una dependencia a las píldoras. Mi destino estaba escrito con penicilina.
Mi caso no es extraordinario. La mayoría de las personas que conozco están enganchadas a pastillas todopoderosas. Paul B. Preciado asegura que sobrevivimos en un régimen postindustrial, global y mediático llamado “farmacopornográfico”. Se trata de un sistema donde la ciencia funge como la nueva religión, el dispositivo médico toma las riendas de mando, la fuerza de trabajo trasmuta en fuerza orgásmica y la enfermedad se erige como un eficaz mecanismo de control. Además, es evidente que en nuestra era-sanatorio la ingesta excesiva de medicinas añade sus aportes a las geografías del dolor y la enfermedad.
Hace un par de años me vi sumergida en ríos de antidepresivos y ansiolíticos. Nunca antes percibí mi corporalidad tan cambiante y ajena. Mis ojeras se volvieron prominentes. Mi boca entró en sequía. Y temblaba, constantemente temblaba. Los estremecimientos de mi cuerpo eran un lenguaje solitario.
Gracias a los medicamentos mis paisajes se modificaron en la superficie, aunque por dentro el cataclismo fue mayor. Era una extranjera en mi propia piel. Nadie te dice cómo habitar un poblado enemigo, en especial si la amenaza habla con tu voz. Cuando me veía al espejo me encontraba con un territorio distinto al que había conocido en otros tiempos. Un buen amigo me dijo que las pastillas me estaban apaleando más que la enfermedad. Creo que tenía razón.
En el capitalismo psicotrópico las geografías del dolor y la enfermedad son inmanentes al cuerpo adicto. Para Paul Preciado lo corpóreo drogadicto pertenece al nuevo individuo toxicoporgráfico, el cual está conformado de subjetividades definidas por la sustancia que domina su metabolismo, por sus prótesis cibernéticas y sus deseos farmacopornográficos. El Ibuprofeno es el rey. Pasamos de ciudadanas a pacientes eternas. Los cuerpos mudos esperan la llegada del especialista. Se castiga al enfermo. Se premia al de las mejillas sonrojadas. El Ojo de Sauron es biomédico.
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Uno de los aspectos invaluables de la tecnociencia es que nos permite mirar nuestros valles enterrados. Las radiografías, los electroencefalogramas, las tomografías, los exámenes de sangre, y otros tantos estudios, son capaces de mostrar a fondo nuestras geografías. Por ejemplo, Edith Medina empleó los saberes de la microbiología científica para examinar la fisiología biológico social de las lágrimas. La obra de la artista genera muchas preguntas en torno a un acto tan natural como llorar: ¿Será diferente la anatomía de una lágrima cuando la provoca una canción a cuando es consecuencia de una enfermedad? ¿Sueñan las lágrimas con ovejas eléctricas? ¿Se pueden generar cultivos del llanto?
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Vivimos en la hipermodernidad punk, en una época tecno pop auspiciada por la Coca-Cola y su diabetes. Acá en la Nepantla cibernética la monarquía es de los virus. Vivimos entre vacunas y cansancio. No tenemos himno. No tenemos patria. La fluoxetina adorna sus vestidos de seda con dientes de oro, el paracetamol se peina los cabellos con los dedos de una anciana. En las mesas de los bares hay cócteles de aspirinas para soñar con Madonna.
Like a virgin.
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Los paisajes del miedo habitan la carne.
El geógrafo Ulrich Oslender piensa que se debe establecer un nexo sistemático entre miedo y paisaje, en relación con el espacio social rutinario y las prácticas corporeizadas de la vida cotidiana.
La enfermedad y el dolor se encargan de gestar paisajes del miedo. El espacio que antes fue casa, jardín o selva íntima, se vuelve siniestro. El peligro en la sangre deja de ser una frase poética. Los órganos toman un tinte ominoso. Mi tío Rigoberto acariciaba su garganta con temblores, sabía que el cáncer se expandía en ese húmedo conducto donde también descansaba su voz.
Las geografías mutan. Ulrich Oslender explica que las dimensiones subjetivas del lugar son capaces de transformarse dramáticamente en un contexto de terror: la gente piensa y habla de diferentes maneras sobre los que fueron sus lugares de vida, ya impregnados de experiencias traumáticas, recuerdos y temor. Asimismo, lo corpóreo se siente y se percibe con alarma cuando se vive con una enfermedad o con dolor crónico.
Es importante recalcar que los paisajes del miedo no son totalizantes, se modifican porque los procesos de re-territorialización están sucediendo todo el tiempo. Lejos de los esfuerzos estatales y médico-mediáticos, una persona adolorida es perfectamente capaz de habitarse sin las metáforas terroríficas que patologizan e infantilizan a los individuos.
La reconstrucción es posible. Mi compañera N., después de padecer cáncer de mama, se relaciona amorosamente con su cuerpo; las marcas en sus pechos las lleva como insignias resignificadas. Mi madre me contaba sobre las ancianas que elegían darle la espalda a los tratamientos nosocomiales para despedirse en paz, sin tubos ni fármacos. Ellas lograban reconciliarse con sus enfermedades, con la muerte. Por eso, después de numerarme las llagas, le doy la mano a mi vientre, a mis huesos, a mi mente. Estoy aquí. Me busco también en mis dolencias, aprendo a convivir con la palabra “crónico” de una manera menos fatal para mí.
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La otra vez leí en el Twitter de @La_Maliana: “Diagnóstico no es pronóstico, es contexto”. Y sí. Me rebelo a la medicina. Rompo sus estadísticas, la frialdad de sus palabras. Observo mis geografías dolientes y reconozco que también hay placer en ellas.
“No solo te fijes en lo triste. Ya no llores tanto”, me decía mi abuela. Aprendo a mirar todas las tonalidades de mi carne. Me doy cuenta de que las locas, las enfermas, las suicidas, a fuerza de sobrevivencia, aprendimos a sembrarnos ternura en las ampollas.
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Yo soy la que anhela alcanzar al cuerpo sin órganos, dulcísimo cuerpo deshilachado en medio del granizo. Abro mi carne. Me ofrendo a la rabia. Deseo devenir serpiente. Soy una tecnomujer experimental. Sufro de migrañas. Si me arde el estómago escucho a The Smiths. Janis Joplin me visita cuando las jaurías de perras invaden las calles de mi colonia. Siempre guardo alguna pastilla en mi bolso. Mantengo una relación tóxica con el omeprazol. Pfizer es mi apellido. Love is Viagra. Habito en la era farmacopornográfica, rodeada de cápsulas en tonalidades hermosas. Brindo con shots de Riopan. Rezo en un idioma pandémico. Benditos los que vagan por la vida sin píldoras. Benditos los que cuentan sus dolores. Benditas las Farmacias Similares. Bendita mi madre con su uniforme blanco. Maldita la enfermedad que me arrebató a mi tía. Benditos quienes succionaron mi dolor. Maldito mi miedo a morir de cáncer.
Yo soy la que aprendió a cantar con el alma atravesada por el horror. No sé por qué estoy asustada. Mi nombre es un conjuro malsano. Creo en los fantasmas. Yo misma soy un espectro. A veces ni siquiera los sedantes me duermen. A veces me dan ganas de atravesar el asfalto para reconciliarme con los gusanos. Imagino que una marabunta construyó una metrópoli debajo de mi piel. Me desnudo para constatar que estoy llena de insectos. No estoy loca, solo cansada. Según la medicina mi fatiga también es patológica. Culpo a la luna. Tengo una menstruación patológica, un vientre patológico, un gusto patológico por contemplarme las manos, un amor patológico por romper fotos viejas. Voy a deshacerme en memorias. Soy una ciborg enfermiza. Mis ojeras son un oasis chupado por el tiempo.
Yo soy una receta garabateada por un anciano. Soy un estruendo nosocomial. Soy las promesas al estetoscopio, la úlcera gástrica, el coxis partido. Soy las mañanas, las tardes, las noches sin Dios. Soy el vértigo perenne, un montón de diagnósticos ilegibles, la tercera parte de los males de mi madre, la amenaza de contagio, la que se enferma siete veces a la semana; siete veces siete para invocar espíritus, majestades místicas al otro lado del umbral. Soy un pedazo de costra en los labios, los ojos secos, la ansiedad, el frío, la fecha que se olvida. Soy esa canción que se repite en un sótano abandonado.
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No me iré sin detenerme en los paisajes de adentro. Esos espacios también se enferman; cada batalla la padecen a la doble potencia, especialmente porque sus pústulas no se perciben con los ojos, y nos han enseñado a no creer en lo que no vemos. Tal es el caso de la tiricia, que se refiere a la enfermedad del alma cuando el corazón se entristece. Es un mal que fractura la energía vital. En palabras de la poeta Lucía Rueda, “la tiricia es como el calambre de mirada cuando se olvidan las olas”.
En meses recientes me ha dado por pensar que mi abuela Irene murió de tiricia. A ella le pidieron guardar reposo por una quemadura leve en la pierna y no volvió a levantarse. Fue su cama el espacio elegido para sentirla morir. Mi abuela tomaba antidepresivos; las fisuras emocionales causadas por la violencia que vivió con mi abuelo, cavaron hondo, le arrebataron la digna rabia que la caracterizó. Irene me pedía que le rezara a la Virgen María para que su espíritu sanara. Ella me enseñó a curarme las lesiones del alma.
Adentro cala. Adentro hierve. Hay que mirarnos la profundidad. Susan Sontag explica que para algunas personas la herida anímica al recibir un diagnóstico crónico llega a ser aún más devastadora que el malestar en sí mismo. Inspeccionar nuestras cuevas oscuras debería volverse tan cotidiano como lavarnos los dientes.
En mi caso, los episodios depresivos e hipomaniacos me mantienen en la cuerda floja. Sé que me encuentro mejor cuando soy capaz de observar a mi madre y reconocerla, cuando me miro al espejo sin soltarme a llorar. Una vez, mientras caminaba por un puente, vi a una mujer lanzarse en busca del asfalto. Mi terror fue mayor cuando me di cuenta de que la mujer tenía mi rostro. No fue real. Era una alucinación, otro de esos momentos en los que mi mente me jugaba chueco. Me sentí enferma, vulnerable. Estaba cansada y mi primer impulso fue saltar, dejarme ir. No lo hice. Tuve miedo y apreté el paso hasta sentirme “a salvo”. De aquel momento no tengo ninguna huella evidente, pero todavía duele.
Creo que las penas se heredan. Intuyo que gran parte de mi desconsuelo viene de otro tiempo, de enfermedades que solo el alma recuerda. Las angustias de mis abuelas hablan a través de mi piel, adivino los pesares de mi madre porque los siento en las entrañas. Abue, ma, tía, prima: arrastramos el mismo bulto de cal. Quizás a eso se refería Samanta
Schweblin cuando dijo que nacemos envenenadas.
Al tener la certeza de que muchas de mis cicatrices pertenecen a seres pasados, un amigo me escribió: “Pienso en ese dolor que vas cargando. Yo también lo supe sentir. No se origina en ti, pero sí lo llevas, te pertenece hasta que ya no lo necesites. A diferencia de lo que se piensa, el dolor flota. Es el fruto de un movimiento interno que quiere liberarnos. Mucho antes de que podamos nombrarlo, ya nuestro dolor nos está esperando. Con heridas y noche”.Este patrimonio roto, este legado afligido, es una de las raíces primigenias de la enfermedad como un malestar existencial.
François Jaran y Diana Aurenque retoman la filosofía heideggeriana para postular que la enfermedad es un padecimiento de la existencia porque no es elegido, representa una limitación de la posibilidad de vida y aumenta la impotencia en el mundo. Esto significa que no sólo enferma el cuerpo, también el Dasein, la existencia. Además, este malestar, permite descubrir la finitud del poder-ser, e implica comprender que desde el día de nuestro nacimiento, hemos empezado a morir. Ser y dejar de ser son procesos que avanzan a la par; entrar al dominio clínico lleva consigo la certeza de la fugacidad. La imposibilidad de las posibilidades resuena, especialmente en quienes vivimos con malestares crónicos. El escritor Boris Berenzon piensa que la enfermedad humana tiene importancia ontológica y es, así, algo definido por su propia comprensión, la comprensión de la experiencia de enfermar como un límite a la voluntad.
Para mí es claro que las geografías del dolor y la enfermedad le competen a lo corporal, pero también al ánima.
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Me gusta pensar que un día mi dolor se irá.
Me gusta fantasear con que despierto en mi cama mientras María Luisa Puga cepilla mi cabello.
Me gusta repetirme que soy más, mucho más que mis heridas.
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Te lo digo así, sin tapujos: le temo a la muerte, aunque me gusta decirle a la gente lo contrario, imagino que de tanto repetirlo se volverá realidad. Pienso en la inexistencia, en cómo será cuando me visite la última recaída. El dolor en mi vida me mantiene atada a esta clase de pensamientos. Desde muy pequeña lo supe: hay un final inaplazable. Lo comprendí la primera vez que vi a mi abuela convulsionar en el suelo de la cocina. Recuerdo la espuma en su boca, el dulcísimo quejido de su garganta, las luces rojizas y el aullido de la ambulancia.
He aprendido a convivir con el dolor, con el haz del vértigo sostenido con ambas manos. Sin embargo, aún le temo. Irónico. Tengo todos estos gritos enterrados, todas estas ganas de posarme en los terrenos de la muerte para pronunciarme a favor de la vida.
Sé que la frontera entre el reino de los saludables y los enfermos es una ilusión vergonzosa: ¿Alguna vez terminamos de volver de aquel otro lugar? Lo que sí puedo decirte, es que llevo un enorme raspón en el vientre, un suero guardado en la maleta y un montón de cápsulas. I’m an alligator, una loba que corre con fármacos. Me reconozco enfermiza. Lo acepto. Pero eso ya lo sabes. Tú y yo estamos escritas por la misma mano.
Las geografías corporales del dolor y la enfermedad recorren a cada persona sobre este planeta: cicatrices, llagas, moretones, úlceras y escalofríos nos trazan. Creo que Johana Hedva tenía razón, el secreto está en acompañarnos vulnerables, enfermas, rotas. En mirar nuestras llagas y querernos más ahí. ¿Cuál será el resultado si sumamos nuestros temblores? Quizá si lo intentamos, lograríamos sentirnos un poquito menos solas. Tal vez, incluso, nos dejaría de doler la espalda… y el alma.
Por Anahí GZ, @annasinache
“Las geografías corporales del dolor y la enfermedad recorren a cada persona sobre este planeta: cicatrices, llagas, moretones, úlceras y escalofríos nos trazan. Creo que Johana Hedva tenía razón, el secreto está en acompañarnos vulnerables, enfermas, rotas. En mirar nuestras llagas y querernos más ahí. ¿Cuál será el resultado si sumamos nuestros temblores? Quizá si lo intentamos, lograríamos sentirnos un poquito menos solas. Tal vez, incluso, nos dejaría de doler la espalda… y el alma”
No sé si es realidad o ficción, pero tú texto me ha encantado.
Si es realidad el recurso de escribir y también co lo haces tú, es un buen refugio y una buena terapia y si es ficción. ¡¡¡Bravo!!!