Descontextualización quizá sea la palabra necesaria para señalar el principio de la locura (la locura como principio universal), una locura que como todo defecto remarcado y llevado a niveles suficientes de necedad e insistencia, a fuerza de tesón lograría adjudicarse, con razón, por paradójico que suene, el título de virtud. Y es que esa posición al margen hace de la autoexclusión un mensaje, sin pretensión de serlo, y mejor dicho un fenómeno constituido en mensaje (visto así desde fuera, desde la supuesta cordura) contra la misma línea que le define como tal, un mensaje o balbuceo que entroniza la lógica de la ilógica, opuesto a toda gramática fija del comportamiento. La locura, razonablemente, no carece de nada, ni siquiera de razón, puesto que no aspira a ella (ni a algo en particular), de allí que siempre logre sus objetivos, que tal vez debiéramos llamar subjetivos, para precisar. Pero la locura del lenguaje –limitándonos a un campo particular–, como el juego (esa locura bien legitimada en ciertos contextos, no en todos, y atacada como tal en otros), obedece a una disciplina de la reglamentación, unos principios básicos convenidos con la propia conciencia. Cada loco con su tema, solemos decir, y los poetas lo oyen sobre sí sin inmutarse, con cierto orgullo del incomprendido por firme decisión personal, y apenas medianamente entendido, no sin esfuerzo. Si nos atenemos a las funciones del lenguaje sugeridas por Jakobson, de verdad que a la poesía bien le valdría nombrarse así, como la locura del lenguaje. Y los lectores, buenos o malos intérpretes de la conciencia, receptores de una sensación placentera para todo iniciado en las artes de la simbolización, cómplices a la escucha desde su diván de lectura. La poesía impone el reto de ser comprendida sin ser entendida, o al menos, de comprenderse a pesar de haberse entendido. Porque el loco es emocionalmente comprensible y tedioso de entender a menos de que se llegue a partir de la desviación, del laberinto en el lenguaje que raya en el aparente atajo, a una mejor complicidad. Descontextualización, se dijo, y se quiso decir más bien transcontextualización. Juego, divertimento. Una rebeldía contra la irrealidad de la realidad, contra la objetividad, o sea, la legitimación de una nueva realidad que hace vibrar los cimientos de la seguridad, que aborda el riesgo de desplazarse en el vértigo de la incertidumbre. La locura del lenguaje, y en su corporización indispensable, el poema, es una máscara que, al proveer a su portador de un régimen de conciencia que le sobrepasa, le dota además de cualidades universales, de la probabilidad de ser otro, todos y ninguno, nadie. Cuestionamiento más plenamente que afirmación, o afirmación no de la duda sino del misterio que encarna al fin el deambular por eso que llaman realidad y termina siendo otra cosa inabarcable, nunca sólo aquello, esto. Sobre todo, enfermedad que sana al lenguaje, con esa su capacidad histriónica que a veces llaman ficción o mentira, de la verdad, y le descubre muchas de sus verdades, o como dirían algunos, le saca sus trapitos al sol, sin apenas percatarse de ello.
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Este breve ensayo pertenece al libro De la música el silencio.