Camino al lado de Mateo por las callecitas del valle, llevamos dos horas de predicar la palabra de nuestro profeta, el sol me quema la espalda y la camisa se me adhiere a la piel a causa del sudor. A Mateo le escurre desde la frente y desemboca en la comisura de su sonrisa. Es su primer día y ya consiguió que una mujer se congregue el fin de semana con su hijo. Mateo tiene el don del carisma, su amabilidad es transparente, desborda inocencia y eso da confianza. Tres adeptos más y tendremos cuadrilla segura para la peregrinación.
En la siguiente casa un joven nos abre la puerta, tendrá unos 23 años, pero se ve cansado, como si no hubiera dormido en días o estuviera enfermo. Saludo, me presento, presento a Mateo y antes de que el joven de la casa responda algo, le digo que este día sin duda alguna podría ser un buen día para el fin de los tiempos, esa es la frase que nos identifica en todo el valle. Se limita a asentir con la cabeza y esboza una sonrisa que más bien parece un gesto de dolor. Mateo sonríe con la cara chorreando. El muchacho parece notar que hervimos como en una caldera. Abre la puerta y nos invita a pasar. No hace falta que le digamos quiénes somos y qué queremos, la gente de por aquí sabe bien lo que representamos. Nos ven como la molestia de cada sábado por la mañana. Nos miran con la mueca de los niños que son despegados de sus juegos para hacer las tareas.
Aprecio el gesto del muchacho. Se lo menciono y luego le pregunto su nombre. “Abel”, responde él mientras camina y se pierde al interior de la casa. Mateo y yo no podemos evitar el asombro por todo lo que vemos en los muros, cubiertos con decenas de cuadros que emulan en estética a las pinturas sacras de tiempos medievales. Recargada en la pared de enfrente hay una mesa repleta de objetos, se iluminan cálidamente por la luz de una lamparita de escritorio: pilas de papeles desordenados con dibujos, bocetos de rostros, de cabezas flotantes que carecen de cuerpo, cabezas circundadas por un halo de luz dorada, cabezas que abren la boca en éxtasis, con los ojos desorbitados y el rostro brillante. Cabezas masculinas con melena abundante y ondulada. Mateo me susurra al oído una pregunta. Quiere saber si es posible que nuestro anfitrión ya conozca a nuestro profeta. No tengo idea, le respondo. Estoy, al igual que él, confundido. Noto su inquietud, casi puedo ver burbujear en sus labios una ráfaga de preguntas, de metáforas y sentencias con las que podría iniciar a hablar de La Palabra. Abel regresa con dos vasos de agua. Nos acerca un par de sillas de plástico y tomamos asiento. Por lo general es un Testigo mayor como yo quien inicia La Palabra con los prospectos y después se permite concluir al Testigo Menor que lo acompaña, en este caso Mateo. Pero esta vez me quedo callado un poco más de la cuenta. Casi siempre me gusta iniciar con cualquier asunto ajeno a La Palabra. Hablar del clima, de lo agradable que es el hogar del anfitrión, de las virtudes de tener una casa iluminada, o limpia, o pintada de tal o cual manera. Mis ojos vacilan en los objetos que nos rodean. Descubro un caballete arrinconado en una esquina de la casa, hay algunos pinceles que reposan en una lata y recipientes manchados de pintura. El lienzo en el caballete tiene retratada otra cabeza, la perspectiva muestra el tajo ovalado en el cuello, supurante de una sangre oscura. Noto que el ambiente está impregnado con el olor de los solventes y que Abel tiene las manos manchadas con pintura roja y negra. Sin decir palabra me pongo de pie y me acerco al muro a mi derecha. Apunto con el dedo a una de las pinturas. Ése, le digo, es tan parecido a nuestro profeta.
Abel clava la mirada en las paredes pero no responde nada. Si tú quieres, Abel, mañana mismo podrías conocerlo y entender el por qué de tus visiones. Abel pregunta a qué visiones me refiero. Respondo que a esas mismas que plasma en sus pinturas, a la inspiración que mueve su ingenio. No cabe duda que con cualquier otra persona habría iniciado esta charla de manera distinta. Te habría comenzado a hablar de alguna de las parábolas que nuestro profeta nos dicta de propia voz y que nosotros, fidedignamente registramos en nuestro libro de La Palabra. Pero no fue así, porque es obvio que su providencia nos trajo hasta ti y que tú ya nos esperabas. Mateo luce asombrado y yo lo miro de reojo; con ese gesto lo invito a tener paciencia y fe. Abel tiene los ojos verdes, unos ojos que son similares a los de nuestro profeta, ojos que escarban y remueven sentimientos primigenios, como el de la luz vista por primera vez al salir del útero de la madre o el del primer aliento de aire. Abel responde que no sabe, repite que no sabe de qué estoy hablando. Gira su mirada hacia la pintura y dice que ése no es ningún profeta, si no la cabeza de su padre. La ha soñado durante años, desde el momento en que él mismo la encontró en el patio de su casa, cuando tenía apenas nueve años. En esos sueños la cabeza de su padre rueda como una pelota rabiosa que intenta morderle los tobillos. Azota desde el techo de su casa o cae encima de sus hombros. La cabeza nunca habla, ni siquiera parpadea, sólo abre y cierra la boca de forma mecánica, como si fuera un pez fuera del agua. Nos dice todo eso como cualquier anécdota sin importancia, como si fuera algo que ya ha contado varias veces. Se pone un cigarro en los labios, y mientras continua hablando, lo enciende con un cerillo. Se traga el humo, porque nunca sale de su boca. El sueño varía algunas veces, en ocasiones ni siquiera aparece la cabeza de su padre, pero intuye su presencia, cambia de forma o se presenta como una piedra de ángulos que convergen en un mismo punto, como si algo los succionara a su centro. Abel tiene ojeras que se extienden hasta sus pómulos y le dan una mirada siniestra a sus ojos verdes. Mateo borra su sonrisa, casi puedo verlo temblar con las revelaciones de nuestro anfitrión. Bebe a pequeños sorbos lo que queda de agua en el vaso, limpia el sudor que le escurre de la frente con el dorso de su mano. Abel se levanta de su silla y vuelve a dejarnos solos. Mateo me dice en susurros que no sabe qué decir ni cómo podría continuar con La Palabra. Le respondo al oído que estamos frente a la Palabra. Que Abel podría ser algo más que un nuevo miembro y que es indispensable que continuemos adelante con nuestra labor de convencimiento.
Mateo susurra que podríamos mostrarle una fotografía de nuestro profeta. No sé si será prueba suficiente para convencer a Abel de acompañarnos, pero sin duda podría levantar en él algo de curiosidad. Sin embargo, ese método lo dejamos siempre como última opción. Abel regresa de la cocina con un melón en el brazo y un cuchillo en la mano, acerca la mesita de centro, coloca el melón encima y lo corta por la mitad. El tajo produce cierto magnetismo en mi mirada. Abel extrae las semillas con el cuchillo, parte una mitad en tres rebanadas y nos ofrece una a cada uno. Damos las gracias. Mientras comemos, Abel nos cuenta que el cuerpo de su padre nunca fue encontrado, que su madre se negó a incinerar la cabeza porque iba en contra de su fe. Sepultaron a su padre en un ataúd convencional y antes hicieron la debida ceremonia a cajón abierto. Abel recuerda que en la esquela del periódico se anunciaba la ceremonia como “de cuerpo presente” y que él sabía que eso era una mentira total, porque adentro del ataúd solamente yacía una cabeza cercenada. También recuerda que su madre insistió en que él debía despedirse de su padre antes del entierro. Lo llevó al frente y puso un banquito para que lograra alcanzar el ataúd. Cuando vio el busto yaciente de su padre, supo que el traje ocultaba la mentira, porque entre los botones de la camisa se alcanzaba a ver el relleno de tela y alambre. Le pareció una escena falsa y cruel al mismo tiempo. La madre nunca le contó cómo fue que el padre perdió el cuerpo, tampoco si la decapitación fue provocada por alguien o fue producto de un accidente. Después de que madre murió, hice mis propias investigaciones, aquí y allá, con los vecinos, pregunté a toda la gente que lo conocía en el valle. Nadie supo darme el mínimo dato. Ocurrió hace tanto tiempo, me decían.
Mateo se acerca a mí y susurra sus impresiones, dice que la madre de Abel actuó de la forma correcta, que de lo contrario el cuerpo estaría condenado a nunca encontrar su cabeza cuando llegara la hora de la resurrección. Todo eso se lo comunico a nuestro anfitrión. Digo, además, que precisamente el momento de la resurrección está cerca, que nuestro Profeta podría haber encarnado en la cabeza de su padre con algún propósito y que ahora estamos en tiempos trascendentales. El cuerpo, en cambio, pudo haber ascendido y ese sería el motivo de que nadie sepa su paradero. Digo que tiene razón en estar escéptico, pero que aquí mismo tengo la prueba de que no mentimos. Abro mi maletín, saco la fotografía del estuche y se la entrego. Abel permanece algunos segundos con la mirada fija en la foto. Luego levanta la vista y dice que esa cabeza, sin duda, es la cabeza de su padre. Las similitudes entre las pinturas que cubren los muros de su casa y la fotografía de nuestro profeta son notorias, a pesar de que muy pocas retratan a detalle las facciones de la cabeza, más bien parecen hacer énfasis en el tajo del cuello, en algún acercamiento a la mácula del ojo con los bordes enrojecidos o en la mitad del rostro dividido de forma transversal. Pero unidas, como si de un rompecabezas se tratara, forman un solo rostro. Mateo interviene y dice que si de verdad piensa que el profeta es su padre entonces debe tomarlo como una prueba, una prueba de lo que podría significar un suceso casi imposible; el hecho de que estemos ahí y que sus pinturas coincidan con nuestro profeta. Entonces interrumpo y contradigo a Mateo. No es algo imposible, de hecho no parece haber aquí ningún tipo de revelación divina. Parece ser que usted, joven Abel, ya ha sido visitado con anterioridad por alguno de nuestros hermanos testigos, que ya antes le habían mostrado una fotografía de nuestro profeta y a partir de ella usted realizó esta serie de retratos. Dígame si estoy equivocado. Mateo me mira desconcertado, sabe que es muy difícil que una foto como la que nosotros poseemos se filtre entre los demás testigos. Y es más su asombro porque seguro siente que estoy sembrando la duda, algo que contraviene con nuestra misión de fe. Sin embargo, Abel se muestra ofendido, lo noto en el gesto de sus cejas, en cómo se vuelven una sombra que endurece aún más su mirada. De pronto se pone de pie y arroja a la mesa la foto de nuestro profeta. Pregunta cómo es que me atrevo a dudar de su palabra, que entremos a su casa y lo acusemos de mentir con algo tan sensible como la muerte de su padre. Se aleja de nosotros a pasos decididos y vuelve a dejarnos solos a Mateo y a mí. Allá al fondo escuchamos como hurga entre cajones. Abel comienza a temer por su vida, me indica con el dedo la ausencia del cuchillo en la mesita de centro. Yo lo tranquilizo, le digo que la gracia del profeta está de nuestro lado. De pronto, Abel emerge del pasillo con la mano en alto y deja caer frente a nosotros, sobre la mesita de centro, un álbum de fotografías. Uno de los vasos se estrella en el piso. Abel hojea desesperado el álbum hasta que en una de sus páginas encuentra lo que busca. Nos señala con el dedo una foto desteñida y de tonos sepia. El hombre que aparece en ella es, sin duda, el mismo de sus pinturas, el mismo de nuestra fotografía y el mismo que predica La Palabra en las montañas como una cabeza parlante: el divino, nuestro profeta decapitado.
Díganme cuándo partimos a las montañas para ver a su profeta, pregunta Abel después de un momento de silencio. Mateo comienza deslizarse de su asiento y una de sus rodillas toca el piso, de inmediato lo detengo e imploro para que vuelva a tomar asiento. Susurro en su oído que no se precipite. Mateo responde que debería ser él, Abel, quien nos guíe a nosotros. Mañana mismo parte la peregrinación a las montañas, respondo a Abel. Pongo en la mesita un folleto con la dirección marcada y luego extiendo mi mano para estrechar la suya. Mateo hace lo mismo. Salimos de la casa sin decir una palabra más y avanzamos cuesta arriba por la misma calle. Sé que Abel nos observa desde la ventana. Suplico a Mateo que deje de voltear y que sigamos adelante con nuestra misión de fe.

Rogelio Silva Cerna (1986) es un artista visual y escritor jalisciense que vive en la ciudad de Colima, México. Es licenciado en Diseño Artesanal por la Universidad de Colima. Su obra ha sido exhibida en importantes recintos culturales de Colima. En 2017, obtuvo el estímulo para la creación de Jóvenes Creadores del PECDA en el área de Artes Visuales y en el 2021 en la categoría de Creadores con Trayectoria. Es docente, y autor del libro de cuentos Anatomía transparente (2018). Publicamos dos pinturas y un cuento suyo en nuestro número 16.