Cuatro poemas de ‘Cómo guardar ceniza en el pecho’ de Miren Agur Meabe

Selección de poemas autotraducidos (es decir, traducidos por la misma autora) del euskera al español, del libro Cómo guardar ceniza en el pecho (Madrid, Bartleby, 2021).

Instrucciones para andar en la ciudad

Palpar la cuerda.
Palpar la cuerda para no perderse en las encrucijadas.
Notar la humedad.
Notar la humedad en los zapatos y dentro de los ojos,
eso que invoca al peso de las almas
a concentrarse en los puentes.
Pensar en paralelo.
Pensar en paralelo como los raíles
y mirar en diagonal
a quien está postrado en la acera, a la manta,
al brik de vino, al perro,
soy una mierda,
más me valiera no haber nacido.
Escuchar la sinfonía de los parques.
Escuchar la sinfonía de los parques ahorcando pájaros
y capando a mordiscos las yemas de los tilos.
Cruzar pórticos.
Cruzar pórticos y proceder en los altares buscando sosiego
como una Dido errante vagando entre las sombras.
Tragar saliva.
Tragar saliva al preguntar
al camarero de una plaza entre palacetes
¿metraesunatilaconcicuta?
disculpe, ¿un tequila?
nounagilda.
Vivir un rato en los museos.
Vivir jirones de siglos en delantales con escamas,
en cestos llenos de escoria.
Frotarse los pechos.
Frotarse esos dos ángeles de carne abandonada y
ponerse en el pellejo de las hembras que aprendieron a quemar las velas.
Querer gustar a la ciudad que canturrea
soy un caja, soy un zoo, soy una carpeta…
aquí siempre hay sitio para una bestia más,
como en los listados de Dios.
Comprobar que llevas puestas las alas
sabiendo que no hay manzanas de oro en la oscuridad.
Contar los dedos que te quedan en los pies,
paloma enferma.
Y palpar la cuerda, palpar la cuerda, palpar la cuerda.

CHARCO EN EL MUELLE

Te miras en un charco del muelle y un velo de arcoíris esmalta tu semblante, rastros de gasoil que te conducen a un remoto paraíso.

La luz saca la lengua por última vez antes de que en el agua se borre tu ectoplasma. Te ves dentro, como una Ofelia que acepta junto al sauce su accidente. 

Discutes con los círculos que la punta del paraguas dicta en tu reflejo.

La luna trae a remolque barcas sanándose al sol, galipot, huellas en la arena que la misma arena desmaña, sangre, redes, olor a algas en el pelo, a salitre en la falda.

Susurras una canción que habla de remos.

Tu fortuna se predijo cuando la pupila de aquel delfín moribundo se enredó en tu pupila: “Con tu aliento inflarás las velas. Con purpurina vestirás las anclas”.

Te tapas los oídos por no escuchar la voz letal de un marinero.

Adoquines salpicados de pintura, maquillaje de fiesta. Delantales de mahón en los balcones, lentejuelas de escamas. Bolardos oxidados, inmóviles carrozas.

Llevas en las muñecas dos estrobos, sogas de palabras que te atan a nada.

¿Por qué no aprendiste a jugar con anzuelos? A ti que confiabas en la nobleza de los peces, te roen ese corazón tuyo empeñado en investigar nuevas fórmulas de botánica.

Quisieras pescar en la hondura del pozo y sacarte a ti misma.

Pero el hilo se rompe.

Y tu imagen se escapa.

Y el agua vaciada deja que te alejes surcando cenizas, en el puerto, sola.

ENTOMOLOGÍA

Las mariposas rugimos sin dientes a los tifones,
como balas de cañón.
Nuestros ojos cosechan la vida en mosaico.
Hallamos el equilibrio
entre lo que es y lo que no es
sondeando las plantas que crecen delante,
midiendo las amenazas que llegan por detrás.
A veces sobrevivimos gracias al letargo,
sin acelerar el vuelo,
y aceptando los cuidados del tiempo y de la lluvia.
Otras veces nos aprisionan delgados alfileres
y morimos con las alas desplegadas
en una placa de corcho, como en un cielo artificial.

UN GIN TONIC EN MIRAMAR CON LA SEÑORA ATWOOD

Es la hora, de nuevo, de trabajar en el jardín:
la hora de la poesía,
de lo que queda tras el diluvio,
los brazos hundidos hasta los codos,
las manos en la tierra, entre las pequeñas raíces, los tubérculos,
las canicas abandonadas, 
los hocicos ciegos de las lombrices,
los excrementos de los gatos,
los restos que algún día
serán tus huesos,
palpando cualquier cosa enterrada a la fuerza,
un débil fulgor en la oscuridad.

Margaret Atwood

Pasamos la tarde en el jardín
sentadas en los sillones de mimbre blanco,
al abrigo del jazmín y de los kiwis
observando la coreografía de la adelfa en la brisa.

Ahí están la azada, el rastrillo, las cuchillas,
herramientas que todo poeta necesita.

En la alberca, las ranas liberan sus sílabas
monótonas como la temperatura de la muerte.
Cuántos muertos aquí entre la hierba,
a punto de despertar con el próximo lamento.

Los mirlos vuelan del acebo a la palmera.
Esquivan mi pregunta: ¿sobre qué escribir?
Dispongo las opciones sobre la mesa
igual que entremeses para un aperitivo.

¿Sobre el carácter que esboza la memoria fragmentada?
¿Sobre los récords que tuvo que batir nuestra genealogía?
¿Sobre los signos que el ojo extrae de donde se posa?
¿Sobre el sello que cada cual usa para franquear violencias?
¿Sobre el desamor y el duelo y sobre la muerte y el duelo
y sobre el pesar y el duelo y sobre el duelo el duelo el duelo?
¿Sobre el enigma de la poesía, su norte, su catadura?

Los copos de nieve no saben que son agua.
¿Qué es la ceniza?
Polvo incapaz de recordar lo que fue un día.

¡Chsss…!, detiene Margaret la deriva de mis aforismos
apretándome la mano con su mano arrugada.
Sirve ya otro par de copas, my dearest.
Hagas lo que hagas, realmente no importa.

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