Semblanza de un perro, de Mark Twain (primer capítulo)

traducción
Á. D. Canareira

ilustraciones
Jorge Campos

 

Leé el prólogo a esta edición aquí.

I

Mi padre era un San Bernardo y mi madre una pastora escocesa, pero yo soy presbiteriana: esto es, al menos, lo que mi madre me ha contado. Yo misma, en cualquier caso, desconozco esa clase de refinamientos arcanos: para mí son solo palabras grandilocuentes vacías de significado. A mi madre le apasionaban: disfrutaba pronunciándolas y observando las reacciones de sorpresa y envidia de otros perros que parecían preguntarse cómo podía ser tan cultivada. No se trataba, sin embargo, de verdadera cultura, sino de pura presunción: se hacía con las palabras al escucharlas en el comedor, en la escuela dominical a la que acudía acompañando a los niños y, cuando tenían visita, en el salón. En cuanto escuchaba una palabra ampulosa la empezaba a repetir para sí misma, una y otra vez, de manera que fuese capaz de recordarla hasta que se encontrara en el vecindario ante un auditorio cándido y dogmático: entonces podría sorprender y consternar a todo el público, ya fueran cachorros enanos o alanos, y verse recompensada de todas las molestias que se había tomado. Si entre el público congregado se encontraba algún desconocido era muy probable que fuese desconfiado, por lo que le preguntaría qué significaba  lo que había dicho en cuanto hubiese recuperado de nuevo el aliento. Y ella siempre le contestaba, aunque nunca se lo esperara. Pensaba que la pondría en evidencia, pero cuando daba las explicaciones demandadas era el extraño el que se avergonzaba, por mucho que hubiese esperado que fuese ella la ridiculizada. Los demás siempre aguardaban este momento, alegres por ello y orgullosos de ella, porque sabían lo que iba a ocurrir por experiencia previa. En el momento en que explicaba el significado de una palabra pomposa caían todos tan rendidos de admiración que nunca se le ocurrió a ningún perro dudar de que fuera el más apropiado; y era normal que reaccionasen así porque, en primer lugar, respondía con tanta prontitud que parecía un diccionario parlante y, por otra parte, ¿cómo podrían ellos averiguar si lo que decía era verdad al ser la única perra ilustrada por aquellos lares?

Al poco tiempo, cuando yo era más mayor, nos habló en casa de la palabra inculto en una ocasión, y la exprimió durante toda una semana en diversas reuniones, creando mucha infelicidad y desánimo. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que aquella semana le habían preguntado en ocho asambleas diferentes cuál era su significado y, cada una de esas veces, había alumbrado una definición diferente, lo que me demostró que poseía mayor presencia de ánimo que cultura, aunque no dije nada, claro. Siempre tenía a mano alguna palabra que pudiera usar de inmediato, como si fuera un salvavidas; una especie de palabra de emergencia a la que pudiera aferrarse cuando estuviera en peligro de ser arrojada por la borda de manera repentina: aquella era la palabra sinónimo. Cuando quiera que sacara a colación una voz altilocuente que ya hubiera alcanzado su momento de gloria semanas atrás, siendo depositados sus significados inventados para siempre en el tintero, si estaba presente algún desconocido que la hubiese es- cuchado, entonces, por supuesto, caía grogui al primer asalto. Cuando conseguía recuperar la consciencia ella ya se habría ido tomando otra derrota y habiendo bajado la guardia por completo; cuando el extraño la llamaba para pedirle que le explicase el significado de aquella palabra rimbombante, yo (el único perro al tanto de sus artimañas) podía ver que titubeaba, aunque solo durante un momento, hasta que pasaba de poder besar la lona a conseguir izar- la diciendo, como una balsa de aceite, es un sinónimo de supererogación, o de alguna otra palabra impía de forma reptiliana como aquella para, cómoda y plácidamente, cambiar de tema aprovechando el viento a favor y dejando al desconocido con un palmo de narices, y a los iniciados en tales triquiñuelas pasando la mopa con sus rabos al unísono y transfigurando sus rostros con alegría desmedida.

Sucedía lo mismo con las frases. Era capaz de llevar alguna a rastras hasta casa si parecía suficientemente grandilocuente  como  para  poder representarla durante seis noches y dos funciones de tarde todas las semanas. Se veía obligada a explicarla de manera diferente cada vez, a pesar de que solo se preocupaba por la frase; no le interesaba su significado y sabía perfectamente que el resto de aquellos perros carecía de ingenio suficiente como para darse cuenta de ello. ¡Sí, ella era la flor y nata de nuestra sociedad! Tal era su confianza en la ignorancia de aquellas criaturas que no tenía miedo de nada. Incluso se permitía rememorar anécdotas de las que se habían reído y despepitado la familia y sus invitados y, por lo general, ensartaba la chispa de uno de aquellos chistes en medio de la ocurrencia de otro, aunque no tuvieran sentido ni relación entre ellos, hasta que se caía  y rodaba por el suelo riendo y ladrando de la forma más insensata que uno pueda sea capaz de imaginar, mientras me daba cuenta de que se preguntaba por qué no parecía tan gracioso como la primera vez que lo había escuchado. A pesar de todo siempre acababa ganando por KO; los demás empezaban a rodar y a ladrar también, sintiéndose totalmente avergonzados por no ser capaces de entender el chiste y sin alcanzar a sospechar jamás que no fueran ellos los culpables ni que no hubiera nada de lo que reírse.

Una se hacía cargo por este tipo de anécdotas y detalles de que su personalidad era, más bien, frívola y vana; con todo, atesoraba virtudes suficientes como para compensar esas fallas de carácter, creo. Poseía un corazón amable y noble, jamás albergaba resentimiento por los agravios que le hubieran hecho sino que dejaba de pensar en ellos y los olvidaba fácilmente, y educó a sus hijos en sus amables modales, de manera que aprendimos también a ser raudos y veloces cuando se corriera algún peligro, sin huir ante él, haciendo frente a las amenazas que se cerniesen sobre un extraño o una persona cercana, ayudándola de la mejor manera posible sin pararnos a pensar en el precio que podríamos tener que pagar. Sus enseñanzas eran impartidas dando ejemplo, no solo no teniendo más que una palabra, y esa es la mejor manera y la más certera y la más duradera en que podrían ser comunicadas.

¡Qué  espléndido coraje el suyo! Era una púgil tan modesta que no se podía evitar admirarla e imitarla. Ni  siquiera un King Charles spaniel podría seguir comportándose de manera infame en su presencia. Por tanto, como es evidente, no era solamente su educación lo que la definía.

Para saber más sobre el libro, aquí.

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: