Por Gerardo Iturbide[1]
El método apofático consiste en definir las cosas por la negativa. La oscuridad es ausencia de luz. Proviene de la teología apofática o negativa. Dios es ausencia de maldad, de imperfección, de ignorancia. Decir algo positivo, cierto, asertivo sobre la divinidad sería tan arrogante como imposible. Dios es un manojo de ausencias.
Se lo presiente como se presiente El castillo tras la niebla en la primera escena de la novela de Kafka. Se lo justifica como el sobreintendente justifica la importancia de la carta que recibe el protagonista K, firmada por un funcionario del castillo llamado Klamm. Se lo desconoce como se desconocen los pasillos que Josef K recorre en los tribunales de El proceso y los funcionarios que el mensajero Bernabás ve en las inmediaciones de El castillo. Se lo venera como Rudi Block se arroja a los pies de su abogado Huld acariciándole las manos y rogándole que lo asista en El proceso.
Franz Kafka habría pronunciado el gesto poético justo: la sugerencia. Su enredijo de rostros, diálogos y pasillos es el vacío negativo que implica los contornos y líneas serpentinatas de una figura no dicha. Ignoramos cuál es. Podría ser un Dios, o la Ansiedad o la piedra de Sísifo. Se trata de una sustancia innombrable que ni siquiera se enuncia a sí misma. Escribe en su libro K Roberto Calasso:
“El murmullo, el canto que emana de los aparatos y se advierte apenas se levanta un receptor [telefónico] en el pueblo es la única forma acústica en la que se manifiesta el castillo: forma indistinta – y sobre todo no lingüística”[2].
La estética de lo sugerido. De lo no dicho. Kafka tenía cierta aversión al exceso del adorno. La aparente sencillez, técnicamente compleja, del arte japonés que el artesano judío Emil Orlik presentó en 1901 a la organización interdisciplinaria y formativa denominada Aula de Lectura y Oratoria de los Estudiantes Alemanes de Praga le demostró a Kafka que el desbroce retórico era posible en el plano de la expresión y sin apelar a lo popular. Las palabras debían hundirse de inmediato en el sentido para no exponer su plasticidad ni oficiar de puente, de metáfora. El poeta croata Branko Miljkovic estaría de acuerdo, unas décadas más tarde:
La crítica de la metáfora
Al decir apenas dos palabras, se tocan
Y se evaporan en un significado desconocido
Que no tiene nada que ver con ellas
Porque en la cabeza hay solo una palabra
Y un poema se escribe solamente
Para que esta palabra no se diga
Así las palabras enseñan una a otra
Así las palabras incitan al mal una a otra
Y un poema es una serie de palabras cegadas
Pero su amor es evidente
Ellas viven a cuenta de tu comodidad
Son siempre más bellas cuando eres más impotente
Y cuando agotas todas tus fuerzas cuando te mueres
La gente dice: Dios, qué poemas escribió
Y nadie sospecha de la palabra que no dijiste.[3]
En esta poética que teológicamente podríamos llamar protestante, el poeta ya no fabrica puentes como lo haría el visionario romántico. No es un pontífice. No trasciende con encantamientos para luego traducir sus hallazgos. Más bien ofrece, como un pastor luterano, los textos en una lengua comprensible y deposita la clave en el lector[4]. Kafka, no obstante, sin metáforas y con un lenguaje diáfano, igualmente consigue el efecto de la metáfora que denuncia el verso final de Miljkovic: Y nadie sospecha de la palabra que no dijiste. ¿Dijo Padre, dijo Dios, dijo Angustia, dijo Ansiedad, dijo Burocracia? Aunque evita las metáforas localizadas, Kafka pareciera haber construido una sola gran metáfora: una alegoría. Esto ya se ha dicho. Pero se ha dicho mal. Veamos.
Escena de El proceso (1962) de Orson Welles.
Kafka da un paso más en lo que podríamos llamar la poética occidental. Flaubert y Maupassant desahuciaron la retórica y generalizaron la ironía, que en términos literarios se traduce en un desentendimiento tonal del narrador. Pero siguieron habitando el universo literario del siglo XIX o, en términos de Mikhail Bajtín, el mismo cronotopo. El cronotopo es un concepto vasto y complejo. Podríamos definirlo momentáneamente como la proyección literaria de un espacio-tiempo que en sí mismo entraña qué es representable, qué constituye un acontecimiento, qué es narrable, qué es posible, quiénes son los actores, qué constituye una acción, y un largo etcétera. Es como la metafísica literaria de un momento histórico.
La alegoría es la pobre herramienta conceptual que la tradición nos ofrece para darle un sentido al cronotopo kafkiano. En suma, una alegoría propone su propia clave de interpretación mediante la lectura de otra obra: usarla de mapa para recorrer el territorio. Tal sería el modus del pontífice. Empero, las novelas de Kafka no proponen otras obras para leerse a sí misma. No son alegorías. Hay que recurrir al concepto de cronotopo. El cronotopo kafkiano aún merece una caracterización profunda, y si bien podríamos empezar a pensarlo desde el Absurdo, este no sería más que un efecto.
El cronotopo kafkiano es fundamentalmente posmoderno. Lo novedoso en Kafka es que el cronotopo se vuelve el tema de la trama, y jamás se resuelve. El gran logro de Kafka fue el de instalar una vacilación ontológica constante, aunque latente, en un decorado más bien clásico y de representación realista. La oscilación entre fantasía y psicologismo que sentimos en Otra vuelta de tuerca de Henry James puede reducirse a esas dos alternativas. En Kafka, en cambio, la emanación de los acontecimientos, el reglaje que configura su universo, es irreductible a cualquier interpretación última.
Esa ausencia de un mundo predecible es lo que se nos traduce como absurdo.
[1] Efectivamente como predije, Ricardo Stolzdarauf está engrosando el volumen de material biográfico sobre Franz Kafka. No obstante, sí complaceré su pedido de la primera nota al pie de su último artículo de esta serie. Haré uso de su noción de ‘ausencia’ para pensar la poética kafkiana.
[2] Mi traducción.
[3] Traducción de Lili Popovic.
[4] Toda explicación religiosa por la vía del judaísmo, más directa y obvia, se trabajará en un texto futuro.