Por Alexandro López Baquero
En 2018 visité Buenos Aires por primera vez. Los cafés y el diseño de los edificios presumían de antigüedad y de estilo colonial. Con verlos me imaginaba el romance de los libros europeos y las viejas conquistas de España. A mí me atrapó —como, creo, lo haría con cualquier latino de baja clase social, incluso con los propios argentinos de provincia. Me prometí, entonces, que algún día resolvería allí mis problemas existenciales con la soledad.
Cero deudas, una casa acogedora, una familia que me adoraba y una estabilidad que me aseguró una economía suficiente para mis propios lujos: comida, ropa y mis cursos de alemán. El 2022 parecía que todo lo tenía y que aquello era un resultado magnífico para mis años de inmigración. Pero todo me invadía con una rutina de agobiante comodidad que me encerraba en crónicos cuadros depresivos, donde creía que era ése otro país en el que estaba la causa previa de una mala suerte.
Argentina también atravesaba una crisis durante el gobierno de Fernández: estrangulada por la inflación, se decía que ya estaba empezando la escasez de insumos y era común escuchar que se hundiría en los pantanos cenagosos de Venezuela. Cuando les comenté esta decisión a mis amigos y familiares, comenzaron a tildarla de torpe. Mi deseo más intransigente no era precisamente el de radicarme allá. Sin embargo, era comprensible creer, a sabiendas de mi crisis, que para resolverla serían imprescindibles unos cambios drásticos en mi forma de vivir y de allí que insistieran con sus necias y absolutas advertencias: que no botara los cinco años de vida construidos en Quito, que siempre es una vida desconocida la que comienza, que estas crisis son cuestiones de hablar y de mantener la comunicación y el equilibrio.
Pero para mí la cosa se resolvía pensando y sin que me vieran pensar en mis incógnitas. Al final les dije: “En el peor de los casos, solo serán unas vacaciones largas, nada más, así que no es para tanto”.
Ahí estaba, cuatro años después, haciendo mi maleta. Hice una sola para no comprometer tanto mi destino, y arrojé con vértigo mis pertenencias como si estuviera metiendo en ella una de mis vidas.
Al montarme en el avión, a mi lado, una chica me pidió ayuda con el cinturón de seguridad —una de esas cosas que se hacen muchas veces en la vida pero que nunca se logran dominar sin la ayuda de alguien. Me dije: “Parece venezolana”, porque es una observación que hacen los venezolanos cuando emigran. Y después de explicarle cómo se ajustaba la correa a la hebilla metálica, me preguntó con una tranquilidad muy caribeña: “Disculpa, chico, ¿eres venezolano?”, y medio sonreí porque en una sola pregunta nos respondimos simultáneamente los dos. Hablamos un rato de nuestras vidas en Venezuela, y después terminamos en la razón de nuestros destinos: ella se quedaba en Bogotá a ver al sobrino que había emigrado solo, sin carrera, y llevaba cuatro años viviendo la soledad de un campesino. “Necesitan un cariño a pesar de que crezcan”, dijo y me miró como si yo tuviera la edad de ese sobrino.
En el despegue del avión, dejamos de hablar como si no hubiéramos hablado jamás. Pensé que solo en un avión se conocen las personas de esa forma: con la certeza de que nunca más se volverán a hablar ni a encontrarse en la vida.
Me hospedé en la Avenida Lima con Rivadavia, en un hostal llamado El Castillo, a cinco minutos del obelisco. Buenos Aires estaba pequeña, como la segunda vez en que se ven los lugares. Me mostraron mi habitación, el lobby, la cocina compartida con la nevera y todos los suministros del hospedaje temporal, y por último me dijeron que arriba había una terraza “espléndida” donde se veía completo el barrio San Nicolás, y donde podías tomar y drogarte. Me explicaron cómo prender la lavadora, y después me dirían cómo usar la estufa de calefacción porque el invierno ya se estaba metiendo por las ventanas y por las puertas abiertas. Entré a mi cuarto. Al fondo había un balcón de castillo medieval donde pensé en visitar primero los caminos que ya conocía y después iría a los destinos principales que había anotado en la agenda. Pero terminé haciendo de primero lo segundo y de segundo lo primero.
Moría por visitar Banfield. Allí estaba la casa donde vivió Julio Cortázar. Cuando llegué a la Rodríguez Peña, me deleité con las casitas construidas en una página del siglo diecinueve, con un diseño de techos en punta al estilo victoriano. Todas de color marrón como para que, aún cuidadas y nuevas, se siguieran viendo viejas en el transcurso del tiempo; y unos árboles grandes, oscuros y extensos, que comenzaban a revelar la vejez eterna con la que nacieron. Me saqué una foto y se la envíe a un tío que le encantaba leer a Cortázar. “Lo lindo es que leas sus libros, no que vayas a su casa a tomarte fotos”, me reprochó.
Regresé de noche, caminé por siete cuadras de Corrientes pensando si era verdad esta vaina de que el dinero te trae la felicidad o te la traen los libros; o si vale la pena mortificarse por la existencia de Dios, o si entre estas reflexiones podía hallarse de alguna forma la solución de Venezuela. Y ¡caramba!, se me ocurrió que con solo un día nada más, ya me sentía más solo que en Venezuela y que en Quito, y pensé hasta qué punto eso de la Soledad era un asunto saludable para la cabeza. La idea era eliminar dudas y no que surgieran otras en el camino. Hasta que me di cuenta de que eran solo las paranoias y que quizás me sentía más solo ahora por culpa del frío, y me consolé con la vaga idea de que todas las personas con frío se sienten un poco más solas. Comencé un lío de comparaciones entre fríos, el frío de Quito y el frío de acá, esta soledad y la soledad de Quito. Y me tropecé, entonces, con varias personas que caminaban solas y con frío.
En el hostal, por desgracia, hacía un frío aterrador, estaba más helado en mi cuarto que fuera de él. Me fui un rato al balcón y pensé “Esta noche sí que ha durado… Quizás se congeló por el frío”. Me puse a revisar las fotos que me había tomado, las de Corrientes, las de Banfield, las de la casa de Cortázar. Se notaba el frío en las fotos ¡carajo! Comencé a temblar y a pensar en la soledad: “Buscar la soledad para resolver un acertijo”, decirlo así parecía solo un capricho de la gente que quiere escapar.
“¡Dios! Qué lío con las selfies. Si las personas supieran lo solas que se ven en las selfies seguro dejarían de tomárselas”. Al día siguiente, camino a Puerto Madero, quise tomarme una foto con los yates y los rascacielos, pero los argentinos me miraban y creo que pensaban “Ese hombre está tan solo que no tiene quien le tome una foto”.
Pensé que era algo pasajero, pero en el hostal eso me mortificaba tanto como una duda existencial. Había ido ya a los dos Ateneos, al Teatro Colón, al café Tortoni, a la Reserva Ecológica, ¿y no saqué ni una foto? ¡Qué bolas tengo! Cuando lo lograba salía movida, borrosa, porque me la había tomado a punta de maniobras furtivas y escondidas ocasionales.
Me levanté una madrugada, a las cinco. Estábamos entrando en mayo y el frío era de dos grados celsius —el de ocho era el peor que había vivido en la sierra de Quito. Estaba congelado y todavía no me enseñaban a usar la calefacción. Le envié un mensaje a mi tío para no sentirme solo, ya que no hay hombre tan solo como el que se despierta en las madrugadas oscuras. Pero nadie te responde a esa hora, así que salí a tomarme un café en el comedor.
Me encontré con una chica de cabello castaño, temblando en un abrigo de lana, blanca y frotándose la quijada con rabia, como si se hubiera puesto blanca por culpa del invierno. Abrió un paquete de galletas de hierbas mientras yo me hacía el café. Cuando estaba meneando la taza, la chica se dirigió a mí: “Te despertaste temprano hoy”. “¡El trabajo! Ya van a ser las seis”, le respondí, dándole unos toquecitos a mi reloj.
—¿De dónde eres?
—De Venezuela, ¿y tú?
—¡México! Con razón hablas rápido —me invitó a comer unas galletas, y yo le pedí el WhatsApp después de una media hora de plática, suficiente para hacerme olvidar la hora falsa del “trabajo” que le dije. Quizás fue apresurado, y más viniendo de dos individuos cuyas vidas, tan extranjeras, eran suficientes para perderse en sus propios castellanos, y evitar meterse en la tormenta procelosa de su vida. Acordamos salir en algún rato. No obstante, al día siguiente le escribí y no respondió. Al otro día fue lo mismo y borré su contacto por un leve impulso de soledad y resentimiento. No la volví a ver por el pasillo ni por la cocina. No la vi por tres días ni tampoco vi sus galletas de hierbas. “Disculpe, aquí se hospeda una chica mexicana, ¿verdad?”, le pregunté a los anfitriones, no recordaba su nombre.
—¿Mexicana, decís? No la ubico. Creo que no hay mexicanos acá.
—¿Cómo? ¿En serio?
—Pero, ¿necesitás algo?
—No, no, nada, gracias. —Estuve dos días pensando en la mexicana. “Quizás se equivocó el tipo. ¡Hasta dónde lo lleva a uno todo esto!”, pensé. Me moría del frío. Pero, por fin, la encontré en el comedor cenando uno de esos fideos instantáneos que vienen en las envolturas coreanas. Fue incómodo porque entre nosotros estaba el mal sabor de los mensajes no respondidos, y nuestros ojos se miraron sin compatibilidad. Sin embargo, la saludé como si nada cuando una manifestación, como producto de los trastornos bipolares, surgió de repente en la soledad del comedor. “¿Has subido a la terraza?”, la verdad no había subido, y se lo dije como sin ganas. “Subamos un ratico”, me respondió.
En las escaleras me preguntó: “¿Has escuchado hablar de la cartomancia?”, y le respondí negativamente.
—Jodorowsky habla mucho sobre eso —dijo.
—¿El chileno?
—Sí, creo que es chileno —Comenzó a hablar de unos rituales al empujar la puerta que nos metía en la terraza. Ella hablaba de “liberarse”.
Al entrar estábamos en una platabanda oscura, con irregularidades peligrosas en el suelo, existía el riesgo de caer. Apenas pudimos observarnos de la cintura para arriba porque nuestros rostros se iluminaban vagamente con nuestros celulares y con un pedazo de ciudad. Nos sentamos en un banco al borde de la terraza en cuyo frente nos vigilaban un par de edificios. Se llamaba Melissa y se estaba tomando un té con un cigarrillo artesanal.
—Compré unas telas hoy porque mañana las voy a tender en el suelo y voy a pintarlas, pintarlas como una loca. Y si no sabes pintar, mejor.
—¿Y cómo te liberas con eso? —le dije, y se pegó una fumada.
—Es que, mira, a mí me hicieron algunas cosas hace años…
—¿Puedo preguntarte qué? –Volvió a fumar, pero en esta jalada parecía como si se tragara una rabia.
—Sabes, no me gustaría decirte, güey. –Siguió pensando—. Digamos que me sacaron el alma, pero es un eufemismo. ¡Bueno! Lanzar esas pinturas en la tela es como descargar la ira contra quienes me sacaron el alma. Quizás piensas que estoy desquiciada.
—¡Suena interesante! –le dije para no hacerla sentir eso—. ¿Hasta cuándo te quedas?
—Hasta mañana. Compré unos pasajes para Córdoba.
—¿Y qué harás por allá?
—Preguntas mucho, güey.
—Tú empezaste todo, no vengas ahora. —Me reí.
—Tú me enviaste los mensajes al WhatsApp, ¿okay? ¿O ya no te acuerdas? —Me provocó decirle que ella me ofreció las galletas, pero se volvería esto un espiral hacia el origen de todo y preferí callar—. Pero te voy a contar, güey, solo porque es otro de los rituales. Quien quita que te ayude algún día… ¡Qué oscuro que está esto! Me voy a sacar unas fotografías en el Alpa Corral, contraté a un fotógrafo de revistas. Quiero unas fotos con la energía de los árboles, ¿sabes? —No esperó que yo le dijera algo. Apagó el cigarro con el borde de la terraza y eso detuvo el ritmo de la conversación. Pero sus fotografías en Córdoba me dieron una gran oportunidad:
—¡Oye! Hablando de fotos, ¿puedes tomarme una? Con esos edificios de allá, ¡mira!
Me tomó la foto mientras me bebía el café; la sonrisa se me veía debajo del vaso. Me encantó la fotografía: los edificios estaban todos iluminados, y el obelisco se veía chiquitito y lejano, el ángulo de la foto lo había subido más al cielo, estaba abandonado en su soledad y en una comunicación silenciosa con las pirámides de Egipto, con el Chichén Itzá, con el obelisco de Altamira, y con todas las ruinas que había sobre la tierra.
—¿Has ido a Puerto Madero? —le pregunté. Me había entrado un pánico porque se iba mañana. Me dijo que no, pero cuando comencé a describirle las veredas, las curvas del Puente de la mujer, los restaurantes y los edificios, comenzó a ubicarlos en los cuartos de su memoria mexicana y me dijo: “Ah, creo que sí he ido”. Se puso a buscar unas fotos en su celular y me mostró una selfie sacada a plena luz del día con el Buque Sarmiento por detrás. “Fuiste sola, ¿verdad?”, pensé con decepción, aunque no me atreví a decírselo.
—¡Pero nunca he ido en la noche! —prosiguió. Con solo eso me dijo todo.
Nos fuimos y nos montamos en el subte, y me tomó una foto en la estación Plaza de Mayo, con el tren que pasaba por detrás y se llevaba el tiempo detenido. Después yo le tomé la misma a ella, envuelta en una chaqueta escarlata que solo usaba para las fotos. Cuando llegamos a Puerto Madero yo le ofrecí un café y unas medialunas en Mostaza, y ella me tomó una fotografía con las luces de toda la vendimia que se desplegaba, también por detrás —toda nuestra vida se había puesto detrás.
Le tomé una foto en el puente, y después hicimos lo mismo en frente del Buque Sarmiento. Nunca salimos juntos en ninguna de las fotos porque sentíamos un acuerdo tácito de no mezclar nuestros mundos. Igual, yo no quería que aquello quedara como un falso amor secreto en el fondo de mi celular. Lo disfruté demasiado porque disimulé la soledad, y ella quizás porque vio todo aquello como un ritual de liberación nocturno.
Esa noche cuando regresamos, la acompañé nuevamente a la terraza para que se fumara otro cigarro. Le pedí que me pasara las fotos.
—Espero que te vaya bien en Córdoba —dije.
—Y yo espero que te vaya bien a donde vayas —respondió. Le di un beso en la mejilla, ella simplemente me lo devolvió con un sonido más fuerte, y los dos besos sonaron como el sonido de unos insectos. Bajamos las escaleras decididos y con un largo suspiro nos metimos en nuestras habitaciones cual si hubiéramos regresado definitivamente a nuestros países.
Dormí mucho, de milagro no me desperté en ninguna oscuridad. Cuando salí, por la mañana, vi que su habitación estaba abierta y en un momento me percaté de que no la cerraban. Me fui a asomar: estaba vacía. “Se fue en la madrugada”, pensé, y revisé el WhatsApp para ver si se había despedido. Solo vi su mensaje con las fotos que le había pedido que me enviara.
Ya casi estaba entrando junio. Estaba hablando con mi mamá.
—¿Dónde es eso, Alex? —me dijo.
—En Puerto Madero —le respondí.
—¡Qué bello! ¿Quién te las tomó?
—Nadie, mamá, deje de preguntar.
—¡Ay!, pero dime, ¿te conseguiste una novia por allá?
—¡No, mamá!
—Entonces, ¿quién te tomó la foto?
En esa foto yo estaba solo y lo que menos se notaba era mi soledad. Melissa me tomó la foto precisamente para que nadie preguntara por ella. Creí que deberíamos dejarla en paz, tranquila, respetarla. No había que retenerla. Dejarla marchar a su mundo, abandonando por detrás las preguntas sobre ella, la duda de su existencia y la soledad fría de los fantasmas. Definitivamente yo estaba feliz y no supe por qué. Creo que nunca me deshice de mis problemas existenciales. Pero si algo me reveló la soledad, es que, en cierto modo, esos problemas existenciales son demasiado complejos y aburridos como para intentar resolverlos solo.