Anotaciones sobre Kafka IV

Por Ricardo Stolzdarauf[1]

El niño comienza a dar gritos en la cama pidiendo agua. El padre, que duerme en el mismo cuarto, le pide que cierre la boca, que es tarde y va a despertar a todo el edificio. El niño vocifera aún más alto. El padre le grita que se duerma de una vez. El pequeño se sienta en la cama y comienza a llorar, sin dejar de pedir agua. El padre se pone de pie, lo saca de la cama, lo acarrea por el salón, abre la puerta de entrada que da a la galería del patio interior del edificio, lo planta allí afuera y cierra la puerta. El niño en piyama está solo en la galería nocturna. Con lágrimas en los ojos y un terror en la garganta, mira fijamente la puerta. Ya no es el mueble que se despliega a diario para dejar entrar a su padre, a su madre, a las sirvientas cargadas de alimentos o de leña. Ahora es una espalda enorme que no gira ante sus llamados. Una montaña inapelable.

Franz Kafka menciona este castigo en su Carta al padre, la célebre epístola que escribió en noviembre de 1919, con 36 años de edad, para responderle a Hermann Kafka por qué le tenía tanto miedo, y que finalmente no entregó por disuasión de la madre. En esta escena se pueden proyectar los protagonistas de sus dos grandes novelas: Joseph K frente al proceso o K frente al castillo — e incluso el hombre de la parábola «Ante la ley». El biógrafo Reiner Stach, cuyo primer volumen de la biografía sobre Kafka guiará estos párrafos[2], dice del padre de Franz Kafka: «tenía el poder de dejar solo».

Sin embargo, Reiner Stach descarta la respuesta ofrecida por Max Brod y también mencionada por Walter Benjamin de que el desasosiego que sufrió Franz durante su vida proviniera originariamente del padre y fuera explicable mediante el psicoanálisis. La incomprensión e intolerancia paternas más bien habrían prolongado y empeorado un estado ya latente en el pequeño, surgido antes[3]. Una ausencia de trasfondo. Para descubrir su paisaje, es necesario trepar las cuerdas de la historia.

Franz Kafka fue posible gracias a una ausencia. Literalmente, el cuerpo y la vida de Franz Kafka fueron posibles en virtud de una ausencia de carácter burocrático. Tras la devastadora guerra de los Treinta Años (1618-1648), de motivación eminentemente religiosa, las tierras bohemias quedaron despobladas debido a la exterminación o el exilio de los protestantes por parte de la facción católica, principalmente por el Sacro Imperio Romano Germánico. El pueblo de Wosek, hasta entonces a manos del noble epónimo, pasó a formar parte de la jurisdicción de Karl Von Liechtenstein, el nuevo gobernador y virrey de Bohemia apuntado por el imperio. A esta región llegaron judíos emigrados de Polonia y de la Ucrania polaca y se asentaron en pequeños guetos llamados juderías. Estas se formaban en torno a una sinagoga y a un médico, en ese entonces las instituciones de salud mental y fisiológica respectivamente, se podría decir. Entre quienes se establecieron en el pueblito de Wosek estaban los Kafka.

A principios del 1800, el poder católico del imperio austríaco de los Habsburgo ejercía un estricto control biopolítico sobre las juderías. Demográficamente, mediante la Ley de Familia, contabilizaban a la población judía por familias y limitaban su expansión. Los números eran estrictos: 8541 familias en Bohemia y 5106 en Moravia. Solo podían tener descendencia los judíos varones protegidos o cortesanos (vinculados a la corona por prestaciones económicas en el pasado). Para que un judío rural (no cortesano) pudiera volverse un cabeza de familia, debía morir otro cabeza de familia, generalmente su propio padre. Pero la muerte de un desconocido sin hijos varones también liberaba una vacante. En ese caso, la vacante era paga.

En 1802, murió un judío llamado Fischel, y su bebé varón al poco tiempo. Como la viuda no podía ser cabeza de familia por tratarse de un sistema patriarcal, alguien más podía adquirir ese derecho. Esta contingencia estatal de índole administrativa fue la ausencia que le permitió a un tal Josef Kafka comprar ese derecho de reproducción. Era el bisabuelo de Franz Kafka.

Josef engendró a Jakob, que sería carnicero. Jakob se juntó ilegalmente con Franziska Platowski, su vecina de enfrente. En 1849, se levantó la Ley de Familia mencionada que prohibía la reproducción y los casamientos en las juderías, y Jakob y Franziska se casaron oficialmente. En 1852 tuvieron un hijo, Hermann Kafka, el padre de Franz. La decisión administrativa que levantó dicha ley fue un hito político y social en la historia de los judíos en Europa del este, pues les otorgó mayor movilidad social.

Hermann, un hombre enérgico y corpulento como los Kafka que lo precedieron, formado laboralmente desde niño como repartidor de telas de su tío y esculpido política y socialmente en el servicio militar, no dejó pasar esta oportunidad de ascenso social. Se mudó a Praga como comerciante de hilos y telas y en 1882 se casó con Julie Löwy, a los 30 años. La burocracia también medió el acercamiento de ambos cónyuges a través de un casamentero contratado por él, que vio en Julie a la persona ideal para los proyectos laborales y familiares de Hermann y su identidad social y religiosa.

Hermann Kafka

Julie Löwy era una judía trabajadora, servicial y pragmática que también provenía del negocio de hilos y telas, aunque en condiciones económicas un poco más holgadas. Sus antepasados eran más cultos que los Kafka, pero con mayores tropiezos en salud mental. La ausencia había marcado su vida desde temprano. Cuando tenía apenas seis años, el tifus le arrebató a su madre, Esther, y, un año después, su abuela se suicidó en el río Elba. Tuvo tres hermanos varones por parte de su madre y dos por parte de su madrastra. Entre estos dos últimos estaba el consentido Rudolf, un pequeño contador considerado por la familia como una extravagancia que les servía de alerta genética para el futuro del linaje. Franz Kafka mismo luego escribiría en su epístola paterna que en su sangre había más Löwy que Kafka, más morbilidad que vitalismo.

Hermann Kafka y Julie Löwy no tuvieron luna de miel. El compromiso laboral se los impedía. Nueve meses después del casamiento, el 3 de junio de 1883, engendraron a Franz Kafka e instalaron su negocio en la plaza principal de Praga. No pasaban mucho tiempo con el niño. El compromiso laboral se los impedía. Trabajaban de ocho a ocho, seis días a la semana, y los domingos a la mañana. Las pretensiones económicas y sociales del matrimonio no permitían descanso.

Julie Löwy

El nombre del niño Franz estaría inspirado en el emperador Franz Joseph I. Era el primogénito de la familia y, por ende, el que llevaría adelante su economía y su apellido. Tenía la importancia emocional de la novedad y la relevancia social de su rol como heredero familiar. No obstante, no recibía la dedicación que le confirmara dicha importancia. Solo como lactante le habrían dado atención y cariño continuos. Pero pronto pasó a significar la necesidad de una empleada más, la niñera. Esta discordancia entre la autopercepción de excepcionalismo y el evidente desinterés del mundo es una constante en los protagonistas de sus dos grandes novelas, Joseph K y K., quienes se estrenan jactanciosos y empoderados y progresivamente pierden dominio, seguridad en sí mismos y cualquier tipo de certeza.

Si no lo llevaban consigo para que se perdiera en la caótica y abarrotada tienda, Franz veía a sus padres fugazmente solo en las comidas, en las que se hablaba de todo aquello que no podía mencionarse frente a los empleados (un contador y un dependiente). Su madre, a quien la división sexual del trabajo adjudicaba la función de criar y brindar seguridad y estabilidad al pequeño Franz, era una figura ausente. Las tardes del niño en el hogar serían alternancias de berrinches e introspección. No habría sido tan desolador si tan solo hubiera tenido una única niñera y un único hogar.

Durante los primeros seis años de vida del futuro escritor, los Kafka se mudaron cuatro veces en cuatro años y trasladaron la tienda de telas dos veces. En torno al niño desfilaban calles y pasillos, habitaciones y muebles, rostros y conversaciones a los que su cuerpo no podía habituarse y en los que no podía confiar. Las puertas que dejaban entrar a mamá y papá cambiaban de color. Las alfombras que tocaban sus manos cambiaban de textura. Las mesas en las que comían cambiaban de tamaño. La tienda que visitaba al cabo de un tiempo era siempre otra. Los olores de la comida se disipaban de diverso modo en las nuevas habitaciones. Y los olores mismos eran diferentes porque también cambiaba la cocinera.

No había voz o presencia estable que diera solidez y previsibilidad al mundo del pequeño dado que incluso las sirvientas desfilaban con frecuencia — como se observa en su conocida nouvelle La transformación. Este recambio constante era una forma de abaratar costos, dado que había un sinfín de mujeres jóvenes en el mercado laboral que solo se dedicaban a tareas domésticas. En casa de Kafka, generalmente eran tres. Una criada que gestionaba lo más duro, como la leña, la ceniza, el carbón, el agua, las compras diarias en diferentes mercados de la ciudad (ya que no existían sistemas de almacenamiento refrigerado), la limpieza de alfombras y colchones, entre otras tareas; una cocinera y una niñera. En diciembre de 1912, Franz le escribía a su entonces prometida, hoy célebre, Felice Bauer: “Por lo tanto he vivido mucho tiempo solo, teniendo que vérmelas con amas de cría, niñeras, cocineras hurañas y tristes señoritas de compañía, pues mis padres estaban continuamente en la tienda”.

La tienda de Hermann Kafka en el Palacio Kinsky de Praga (edificio en que también cursó estudios secundarios su hijo Franz) (1883)

¿En qué apoyarse ante una desolación paradójicamente tan estimulada? ¿Qué espejo perenne podría devolverle la noción continua de que él seguía siendo el mismo a pesar de tanto ajetreo? ¿Qué rostro lo ayudaría a clavarse el alfiler del yo? Pronto apareció un asidero posible. A sus dos años, nació su hermano Georg. Su presencia acompañante era el augurio de una esperanza de estabilidad en el primogénito, aun si rabiaba de celos. Con todo, tras quince meses de rebosante vitalidad, Georg murió de sarampión. Otro semblante que abandonaba su entorno. Otra inconstancia en la rutina de su espíritu.

Ahora también los rostros de sus padres se desfiguraban con la máscara del dolor. Se inauguraba la desazón, el silencio de sepulcro, las lágrimas desdibujantes. Ya entonces, la mente de Franz posiblemente buscaba atar cabos en su propio interior, sin recurrir a esa intemperie desesperanzada. Muy poco tiempo después, nació otro hermano, Heinrich. «Si se quiere que un niño se convierta en poeta, hay que encerrarlo en una caja durante unos años. Entonces el niño empieza, por así decirlo, a crecer hacia dentro»[4]. El pequeño habrá asomado la cabeza de la caja para ver de qué se trataba el entusiasmo incipiente. A decir verdad, ya no había garantías de que esa presencia permaneciera. En efecto, tras siete meses de vida, Heinrich murió de meningitis.

Esa ausencia de trasfondo que no se dejaba conquistar, que trocaba escenarios y portaba máscaras prescindibles, también había regido la presencia de sus hermanos. Sus rostros pasaron por el entorno como pasaban los de las sirvientas. Todo al comienzo de la vida de Franz Kafka parecía prescindible. De su Carta al padre: «Yo estaba tan inseguro de todas las cosas, que solo poseía realmente lo que tenía entre manos o en la boca, o por lo menos estaba camino de ellas».

En esos primeros seis años, Franz vivió sumido en un mundo de ausencias. Hasta que algo logró imponerse y conferirle un sentido, un tótem personal, una identidad. Solo una presencia tuvo el poder de arrebatarle la caja donde se refugiaba su fragilidad remota; solo una persona tuvo la potencia para saciar, siquiera parcialmente, la inmensa sed de atención que su espíritu desesperado buscaba mitigar en la madrugada rogando por un vaso de agua.

Esa presencia era su padre. Por carácter y convicción, por previsión (había que evitar otro Rudolf en la familia), por ceguera, Hermann Kafka sacó de la cama a su hijo, lo expuso a la galería de su fragilidad y le cerró la puerta en la cara. Le dio toda su presencia, e inmediatamente la sustrajo y lo dejó solo. En la galería de aquella noche, la ausencia aún pervivía, era casi tangible, pero ahora el pequeño Franz sabía que detrás de la puerta había una presencia difusa e incierta que tal vez volvería si se acataban sus directrices, se empataban sus tiempos y se respetaban sus preferencias.

La tiranía paterna se impuso como ley en el espíritu desértico de un niño carente de certezas. Y ya es sabido cuán propicio es el desierto para la manifestación de un Dios.


[1] En la primera nota al pie de su última anotación de esta serie, Gerardo Iturbide defiende un tipo de crítica que venció hace más de medio siglo: el New Criticism. Se trata de una teoría de corte estructuralista que sostiene que la obra se explica a sí misma, sobre todo formalmente. En todo caso, supone que la obra puede y debe interpretarse y explicarse separadamente del autor y su contexto. Yo creo que el lector gana más humanizando la lectura y recuperando su relevancia para sí mismo, que diseccionando discursos en nombre de una verdad abstracta. Pero haré una concesión. Invito a Gerardo a construir sus anotaciones de modo colaborativo, desde su propio marco y estilo, pero teniendo en cuenta mis aportaciones en la serie.

[2] Los primeros años (2002), en la traducción de Carlos Fortea.

[3] Explicable, según Stach, mediante el concepto de basic trust de Erikson y la teoría del apego de John Bowlby, aunque aquí no nos detendremos en la teoría.

[4] La cita, traída por Reiner Stach en su mencionada biografía, es de las memorias del escritor sueco Lars Gustafsson.

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