por Antonio Monter Rodríguez
Descuelgas el teléfono y escuchas: ¡No vamos a pagarte ni un pinche peso! ¿Entendiste, pendejo?, la policía está enterada y hazle como quieras. Nos comunicaremos contigo en las próximas horas para indicarte dónde la dejarás en libertad. ¡No queremos pendejadas, cabrón! ¡Si algo sale mal, te carga la chingada!
Abres los ojos. Por un momento piensas que la pesadilla concluyó, pero en tu oreja vocifera el tono ocupado desde un auricular gris. Estas a oscuras excepto por el 2:00 am que titila en rojo. Se fue la luz y borró la programación del despertador. Días atrás, el portero del edificio te explicó que las terminales de los fusibles son viejas, casi inservibles, y de allí los reiterados apagones. Pero ningún vecino, incluido tú, ha hecho caso. Mientras devuelves el teléfono al buró, piensas que seguro te quedaste dormido mientras le explicabas a Claudia, por enésima vez, tu descortesía por no asistir a la cena con sus papás. El trabajo me abruma, querida, pero ya verás ahora que tenga vacaciones, cenaremos todas las noches en tu casa y me daré a querer por toda tu familia. Tu hermanito querrá que los visite más seguido para jugar conmigo, seré un novio modelo, impecable. Lo cierto es que no tienes ningún interés en conseguir la medallita y pertenecer al cuadro de honor. Mentiras piadosas para mitigar la insistencia de formalizar lo nuestro, y porque Claudia tiene un culo extraordinario que no estás dispuesto a dejar en manos de Justino, el tipo del cubículo 36, el de reposiciones de firma electrónica y claves de acceso para la declaración de impuestos de personas físicas que la acecha con lujuria estridente, en especial cuando viste los pantalones blancos… y a trasluz, el encendido hilo rojo entre sus nalgas. ¿Cuántas miradas has depositado allí? En la división de sus globos terráqueos, promontorios que te hacen la envidia del sector masculino de tu oficina. Tu jefe te ha propuesto subirte generosamente el salario si la convences de salir con él alguna noche. No te sorprende la cantidad de pensamientos perversos que Claudia suscita. Estás acostumbrado. Tú mismo los tienes cuando la miras en su cotidiano desempeño de explicar a los contribuyentes cómo realizar sus trámites.
Abres los ojos y la oscuridad te expulsa de la imagen, la centelleante luz roja te devuelve a la nocturna realidad. Duérmete ya, deja a Claudia en paz. Intentas programar otra vez el despertador, pero antes tienes que ajustar la hora. A tientas buscas en el buró, no hallas tu reloj pulsera. Piensas que quizás te lo quitaste en la cocina mientras cenabas el par de quesadillas y te bebías el vaso de leche. ¿O te serviste un ron? Maldices tener que levantarte para saber la hora. ¿Y si lo pongo a las 3:00 o 3:15? A lo mejor le atino. Y de pronto apareces en el programa de concursos de la televisión. El conductor pregunta tu nombre. Eladio, respondes. Eladio Gómez Ramírez. La mecánica del juego es muy simple, sólo debes ajustar la hora en tres relojes distintos y, si alguno de ellos coincide con la que se esconde en un cuarto reloj, un auto último modelo será tuyo además de un bono por un millón de pesos. ¡Qué más quieres, Eladio, qué más quieres!, reitera el conductor con alta dosis de suspenso en la inflexión de la voz. Allí vas, con la cabeza ilusionada por un lujoso coche y billetes por montón. Ignoras la cantidad de combinaciones inversamente proporcionales a la posibilidad de ganar. Pero qué más da. Claudia ya está sentada en el asiento del copiloto del coche último modelo, sonriente, con una blusa escotada y la minifalda untada a las piernas. No te atreverías a decirle bájate porque perdí, por el contrario, también te subes, enciendes el motor que ruge como tigre hambriento. Aceleras, dejas en el asfalto el quemón de caucho y en ambiente el rechinido de las llantas. Avanzas por el circuito interior y das vuelta en Tlalpan rumbo a Cuernavaca. Donde tus amigos llevan a sus novias: zona de moteles, el Triángulo de la Bermudas. Claudia está de acuerdo. Sí, llévame, dice sonriente y se muerde el labio inferior. No hubo que convencerla con eso de que te querré por siempre o en un mes nos casamos. Claro, automóvil flamante, inmenso, cómodo, aire acondicionado y reproductor de discos compactos. Pero no hay música. No traes ningún CD. No importa. Tienes un millón de pesos para comprar la tienda completa. Todos los discos para que Claudia pueda cantar o bailar o sentirse a gusto. Le has escuchado decir que le gusta un tal Larregui. Le comprarás todos sus discos. Ya sabes quién es. Lo gogleaste. Un tipo raro, cara de hippie trasnochado. De esos que parecen no bañarse en días, despeinado y sin afeitar. Incluso, en el afán de entender los gustos de tu chica hiciste el sacrificio de escuchar sus canciones. Te juras que intentaste encontrarle el gusto, pero lo tuyo es el rock en inglés, rudo y macizo, no el hippie trasnochado que juzgaste como insufrible cursilería. Entonces Claudia te dice yo traigo, no te preocupes. Y de su bolsa extrae su teléfono celular y un cable para conectar al sistema de sonido del auto. Bajas el volumen de inmediato. En lugar de música, de las bocinas, sale un sonido reiterativo y estridente que incrementa tu adrenalina y hundes el acelerador hasta el fondo. No tardas en darte cuenta que no ganaste concurso alguno ni manejas a gran velocidad ni te acompaña Claudia a ningún motel. Descubres que la sonora insistencia sale del aparato que minutos antes colocaste en su base. Ring Ring Ring. Ring Ring Ring. Ring Ring Ring. Ese timbre te parece algo retro, los teléfonos ya no suenan así. Ante la insistencia, contestas: ¡Segunda llamada, pendejo, segunda llamada… no te vayas a pasar de imbécil porque ya casi te ubicamos, te dije que la policía está enterada y anda tras de ti! ¡Si le pasa algo te cortamos los huevos, puto…! A los improperios, sigue otra vez el tono vaivén de la llamada concluida. Colocas de nuevo el auricular en su base y aunque sientes un leve escalofrío, piensas que se trata de algún bromista nocturno que marcó tu número al azar o lo halló en el directorio telefónico. En todo caso, no dijo tu nombre. No sabe quién eres. Es una broma o tal vez te quieren extorsionar. Si te llaman de nuevo descubrirás su juego estúpido, le pondrás un hasta aquí, un ya estuvo.
Intentas incorporarte para buscar tu reloj y saber de una vez por todas qué hora es, pero una especie de mareo te devuelve la cabeza a la almohada. Algo está mal. Comienzas a tomar consciencia de que tienes una terrible sed y que en la boca anidas la sensación de haber tragado tierra. Tu lengua es un desierto salado y maloliente y de la nada te surgen profundas ganas de vomitar. Respiras hondo. Tienes la sensación de que te inflas como globo y lo constatas porque tus dedos se hinchan, manos gordas, piel lisa y estirada, circulación sanguínea violenta. Las 2:00 am. Las 2:00 am. Las 2:00 am. Las 2:00 am. Las 2:00 am. El reloj titila como marquesina de teibol dance. Te hundes en ti mismo. Sofocado. Se cierra tu garganta. Aseguras que te sobrevendrá un paro cardiaco. Cierras los ojos, aprietas los dientes. Sabes que es doloroso en exceso y sólo pides a tu corazón que resista.
Te despierta el ring del teléfono. Ring Ring Ring. Ring Ring Ring. Ring Ring Ring. Otra vez el descontinuado ring del teléfono insiste e insiste e insiste. Te tomas tu tiempo para estar consciente de que no moriste y sigues allí, un poco desvencijado, pero vivo. Dudas. Quizás tienes fiebre, indetectable al tacto por tu forma de sudar frío desde niño. Y en lugar de tocarte la frente, algo como un condicionado instinto o movimiento reflejo dirige tu mano hasta el necio auricular que no cesa de anuncia que alguien te busca. Escuchas la misma voz de las llamadas anteriores: ¡Veamos pendejo! ¡Qué pretendes, cuánto quieres por devolverla! Un millón, dices a la primera y no sabes de dónde te vino responder a la demanda. ¿Un millón? No mames. ¿Cómo crees? Y un auto último modelo, completas. ¿Un millón? ¿Un auto? ¡Y qué más, pendejazo, qué más…!, ya están sobre ti, conste que nosotros quisimos negociar, te va a cargar la verga… Ahora no esperas el tono, cuelgas. Te parece desmedido el insulto o la broma o el intento de extorsión. ¿Extorsión? Pero si no te han pedido nada. Al contrario, te preguntan cuánto quieres.
Suena otra vez: Ring Ring Ring. Ring Ring Ring. Ring Ring Ring. Enojado, iracundo, sin pensar dos veces, dices a quien escucha del otro lado de la línea: ¡Deja de estarme chingando o ahorita mismo la mato! Te asusta la frase y sueltas el aparato, como si te quemara o te fuera a estallar en la mano. Ignoras por qué reaccionaste así. Ignoras a qué se refieren las llamadas e ignoras qué haces en un cuarto con un teléfono sobre un buró en un cuarto que no es tuyo. Parece que la memoria viene a ti o tú regresas a ella. En el trance comienza a escucharse repetidamente la palabra amor traducida al inglés. Sí, conoces bien la melodía y la necedad del estribillo: love, love, love… el despertador abre y cierra sus fosforescentes fauces en las 2:00 am… love, love, love, canta el tal Larregui a coro con los sincopados tuú, tuú, tuú, tuú, tuú, tuú… eco del aparato que dejaste caer sobre la alfombra. Algo ya tienes seguro. No estás soñando. No es tu recámara. No es tu casa. No recuerdas cómo llegaste allí. Pero sí sabes de quién es el celular que está sonando, quién más tendría esa canción como tono de llamada entrante.
Desde una esquina, la luz de la pantalla de un celular inunda el cuarto. Sales de entre las sábanas e intentas llegar hasta él, pero en el tránsito pisas un bulto y te hace trastabillar, le caes encima. Es un cuerpo. Un cuerpo desnudo. Lo percibes porque tú también lo estás. No traes ropa. Te estremece el fortuito emplaste piel a piel. Perdón, dices, y no sabes a quién le diriges la disculpa. En la desesperación de incorporarte encuentras un encendedor sobre la alfombra que recubre el piso del cuarto. El piso de tu recámara es de mosaico. Giras el mecanismo con tu pulgar derecho y aparece la flama después de la chispa. Luz. Miras. Te invade el terror. Debajo de ti está Claudia. Entre la intermitencia de la luz bermellón 2:00 AM y la azulada lumbre mínima del bic blanco, Claudia te mira incesante, mirada prolongada, continua, ojos abiertos interminables. Está amordazada, una franela le rellena la boca. Y tiene rajada la garganta, corte fino sin sangre. La exprimieron. Ni borbotón ni charco. Seca. Desguanzada. Debajo de ti. Piel a piel. Abierta. Lo sabes porque una erección te toma por sorpresa. Love, love, love… love, love, love… Larregui. Tú. Tarareas. Cantas. Larregui eres tú. Love, love, love… El encendedor. Te quemas el pulgar. Se apaga la flama. El celular vuelve a la carga, insiste: Love, love, love. Estiras la mano, lo tienes. Deslizas un dedo por la pantalla y contestas.
¿Bueno?
¡Está bien, pendejo, tú ganas, pero si algo le hiciste te vas a pudrir en el infierno! Ya está el millón en la cajuela del coche último modelo estacionado afuera.
Ya no es necesario.
¿Qué chingados dices?
Que ya la maté.
No mames, deja de ladrar estupideces.
¡Es en serio, está muerta… muerta, muerta, muerta, muerta, así como lo oyes, muerta! ¡Le corté la garganta!
Cortas la llamada y dejas que el celular de Claudia resbale hasta la alfombra junto a su torso desnudo. Inevitable que no repases con las manos sus pechos inertes. Intentas ponerte en pie. Estás mareado. Te taladra la cabeza y el celular vuelve a insistir: Love, love, love… Ya erguido caminas como apenas dieras tus primeros pasos en la vida, vas hasta una ventana. Love, love, love… Con dificultad abres la gruesa y pesada cortina. Entra una ráfaga que por un momento te ciega, es de día. No lo esperabas, como tampoco esperabas que al asomarte serías testigo auditivo de cuatro intensos estallidos. Por inercia te agachas y te cubres la cabeza.
Después de un silencio ensordecedor, como línea punteada llega hasta tus oídos un zumbido que crece y crece y se entrelaza amorosamente con la tonadita lúgubre del celular de Claudia: Love, love, love. Te recuestas junto a ella y maldices lo que haya sucedido afuera. Las sirenas de autos patrulla, las ambulancias, imaginas el terror insólito que esas cuatro detonaciones debieron suscitar, sin duda retardará a los familiares de la mujer que tienes al lado, ahora no será fácil para ellos encontrarte entre la histeria, los llantos, los heridos, los pedazos de transeúntes que sin deberla ni temerla pasaban por allí. Bajo la cama está tu pantalón, sacas tu cartera y extraes un preservativo. Jalas la cobija de la cama y te cubres tú y cubres el cuerpo de Claudia. Te colocas el condón, piensas que en algo deberás entretenerte mientras los encuentran. Love, love, love. Contestas el teléfono por última vez, imaginas a tu jefe del otro lado de la línea, supones que está buscando su coche último modelo que acaba de explotar afuera del hotel con Justino encerrado en la cajuela. Así son los días a veces, oscuros como ese cuarto de Motel donde lo único imaginario es el millón de pesos del rescate que, hasta eso, no te vendría nada mal.
Este cuento es parte del libro inédito Maleantes invisibles. En el número 15 de nuestra revista, publicamos otro cuento de esta colección, “Me gustas”.