por Facundo Pallero
Tumbado en la azotea, Tohn miraba el cielo sin nubes que parecía hacer ondas por el calor, como el lago adonde él y su padre solían ir a pescar. Una libélula se zambulló sobre el mosquito que, frente a su padre, descansaba en el parapeto agujereado por troneras improvisadas. Las alas venosas de la libélula tenían un sonido de hojas, y Tohn contuvo la respiración para escuchar. Después, el sudor goteó por la cara de su padre y este, sin derribar los rifles montados sobre bípodes, ni elevarse demasiado por encima del parapeto, aplastó la libélula entre el pulgar y el dedo índice.
—¿Por qué hiciste eso, papá?
—Nos podría haber distraído. Tenemos que estar concentrados ahora.
Tohn se quedó mirando el enchastre pulposo en la mano de su padre. Su padre se lo limpió en la manga larga de la chaqueta, levantó unos binoculares del suelo de cemento y los acercó hacia Tohn. Tohn se apoyó en los codos y, al estirar la mano derecha para tomarlos, tocó las grietas calientes del suelo con la izquierda, pero no hizo ningún ruido. Estaba callado y ahora sostenía los binoculares con ambas manos.
—¿Los ves?
Tohn tragó con fuerza. Las copas de goma de los binoculares le quemaban las cuencas de los ojos. Los forasteros entraron en un claro de la selva que se apelmazaba abajo, con sus rifles a la espalda. Tohn notó el contorno de las narices, los ojos brillando en rostros embadurnados de pintura de camuflaje.
—Ahora, baja eso.
Tohn dejó los binoculares a un lado. El padre de Tohn ajustó la mira del rifle de su hijo, girándola hasta que Tohn confirmó con la cabeza que la cruz estaba alineada.
—Es tal y como venimos practicando. Ya le has dado a muchos blancos antes.
—Papá…
—Recuerda respirar profundo y despacio. Tienes que hacerlo después de exhalar. Esto se acabará pronto.
—¿No hay otra manera?
El padre de Tohn observaba a través de la mira de su propio rifle.
—¿Recuerdas cuando esas avispas invadieron las colmenas de los ancianos la primavera pasada? ¿Qué hicieron las abejas?
—¿Pero no se había comido un oso el nido de las avispas?
—Eso no viene al caso, hijo.
Tohn volvió a mirar al cielo. A lo lejos, distorsionado por el calor, vio algo parecido a una bandada de cigüeñas, los bordes negros de sus alas estirados en V.
—Usa la mira, Tohn. Tenemos que hacerlo mientras estén en el claro. Démonos prisa y acabemos con esto.
—¿Y las avispas y las abejas no pueden…?
—¿Contra la República? —El padre de Tohn hizo una pausa. Venía manteniendo a los forasteros en la mira mientras hablaban—. Ahora, no apuntes a la cabeza. Recuerda que el pecho es un blanco más grande. Tenemos que hacerlo al mismo tiempo, para que no puedan devolver el fuego.
Tohn trató de no mirar las caras de los forasteros. Unas chaquetas verdes y marrones, similares a la suya, cubrían los pechos anchos, mucho más anchos que el suyo. Los brazos se mecían como péndulos, y el silencio alcanzaba para que Tohn creyera oír las botas pisando raíces y ramas pequeñas.
—¿Tomo al de la izquierda? —dijo Tohn con un temblor en la voz.
El padre de Tohn miró a su hijo. —Iremos a pescar al lago cuando esto termine.
Tohn quería sentirse más ligero, imaginarse suspendido en el agua del lago. Pero todo lo que sentía era un débil zumbido en el oído.
—¿Tienes al de la izquierda en la mira? — preguntó el padre de Tohn.
—Sí —dijo Tohn.
El padre de Tohn ordenó a su hijo que disparara. Ambos gatillos soltaron el mismo quejido. Los silenciadores estaban puestos, pero las balas parecieron silbar en el aire de todos modos. Después de que los cuerpos de los dos forasteros cayeran al suelo, el padre de Tohn les disparó algunas veces más.
—No hace falta que sigas mirando— dijo el padre de Tohn—. Todo ha terminado ya.
Pero Tohn no miraba la selva. Chirriando y zumbando en lo alto, un enjambre de drones con la insignia roja de la República venía hacia ellos.