Nacido en el oeste de San Miguel, provincia de Buenos Aires, el artista de 34 años de edad, Walter Sebastián “Wall”, enhebra distintos aspectos de lo metafísico y lo mundano para dar puntada sobre el campo de la escritura, la actuación y la pintura. Es alumno del actor y dramaturgo argentino Pompeyo Audivert. Cuenta con una amplia producción pictórica (que pueden ver en su cuenta de Instagram). Además, desarrolla un trabajo actoral sobre guiones de su autoría en variadas obras de micro-teatro underground, obras que pueden ver de forma gratuita en su canal de YouTube: “Casa Tomada”.
Aquí les ofrecemos un cuento suyo.
Gregorio Samsara.
El pintor del caos.
Cuando Gregorio despierte una mañana, después de un sueño intranquilo, y se encuentre sobre su cama sin saber bien que día es; utilizará los primeros chispazos neuronales de la vigilia, para justificar su dispersa mentalidad de alguna manera. Mirará fijamente la pared, sentado sobre el borde de la cama, y se dirá a sí mismo con el pensamiento:
“¿Qué día es hoy? Martes. ¿Martes? Pero si ayer fue… No; no, tampoco. Siempre me pasa lo mismo. Quelopario. Casi seguro que es martes. Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo: siete. Solo siete formas posibles de referirse a los días de toda una vida; es una locura. Preferiría reconocerlos según otros parámetros; no sé, el estado de ánimo, por ejemplo, o las ganas de comer; da igual. Otro. Pero este orden… reiteradamente idéntico, es tan…hierático. Un orden frito al patrocinio de las grandes corporaciones ¡jamás puede resultarle a un pintor! Casi seguro que es martes.”
Después de aquel primer nubarrón de reflexiones vagas; bostezará, se rascará la entrepierna, y caminará lento esquivando latas de pintura, botellas vacías y algunos libros maltratados, hasta llegar al baño. Gregorio cepillará sus dientes con lentitud, y seguirá escuchando el rumear de su propio pensamiento.
“Que quilombo me hago con los días… Y bueno… es lógico. Al fin y al cabo, los días son las partículas por las que fluye el caos. ¡Los días son el mismísimo caos! No hay caos sin tiempo. El tiempo es al caos: lo que el oxígeno es al fuego. ¿Seré yo el combustible?… ¿Será martes hoy?”
Cuando haya terminado el típico café de todas sus mañanas, Gregorio acariciará sus plantas; pero antes, se detendrá a mirar la tierra de las macetas. Después irá en busca del bidón en donde junta cuidadosamente agua de lluvia, y al regarlas, será raptado una vez más por las palabras de su pensamiento.
“¿Por dónde andará el agua de anteayer? Porque… El agua nunca desaparece; el agua se evapora. De hecho… es absurda la idea de que algo desaparezca. Nada puede desaparecer del mundo, mientras el mundo exista. No se puede; lo que existe existirá; puede cambiar la forma, puede cambiar el fin, pero no desaparece, -eso sería magia-. Si quemo una rama, la rama no desaparece; transmuta, se vuelve fuego, y el fuego se vuelve gases y cenizas; gases que se adhieren a la atmosfera, y cenizas que se adhieren a la tierra, y así, la rama seguiría su viaje, ya sin ser rama; siendo tierra y nube, para algún día posiblemente volver a ser rama, y repetir el ciclo cuantas veces sean necesarias hasta fundirse en el viento. ¿Quién sabe?”
Después de regar las plantas, Gregorio encenderá su pipa y entrará a su pequeño atelier. Se ubicará frente al bastidor que habrá dejado secando la noche anterior, y volverá a enfrentarlo (aunque no de la misma manera). Clavará los ojos sobre el cuadro como un extraño ante su propia obra, seguirá con la vista el rasguño de sus pinceles pajosos; y recorrerá los surcos en el óleo; intentando dilucidar una vez más, el discurso de su mente movediza.
“En la existencia se manifiesta el tiempo, y el tiempo deviene caos; y el caos deviene vida. Llevar el caos a la tela es imposible. No se puede capturar el caos, porque al capturarlo dejaría de serlo. La tela sí; sí es caos, pero no como imagen, sino como objeto textil, que tarde o temprano terminará desintegrándose, y continuará su descomposición, hasta volver; con otra forma quizá. Pero en la imagen; en su lengua, no hay caos, porque el tiempo ahí está pausado como en cualquier imagen impresa; y si no hay tiempo, no hay caos, y si no hay caos no hay vida, y si no hay vida… Esto es absurdo.”
Gregorio Sentirá que su obra es un engaño; un esfuerzo inútil que lo conduce a una serie de pinturas estériles sin llegar a ninguna parte. Observara el cuadro sintiendo que no es más que una coartada -y de las más bajas e insolentes que pueden existir. Se sentirá tremendamente ridículo: como un niño de 33 años disfrazado de astronauta, mirando la luna desde la tierra, con una lata de galletas puesta en la cabeza a modo de casco espacial. Ira recorriendo visualmente todas las pinturas que lo envuelven y comenzará a girar sobre su propio eje, como un trompo de carne dentro de un nicho de sombras, tierras, y ocres pegoteados. Todo aquello, le recordará lo imbécil de su esfuerzo; y en ese momento, las palabras de su pensamiento emergerán una vez más, tras el pivotear de sus ojos desdeñosos.

Sentirá que sus cuadros lo avergüenzan; mejor dicho, que él se avergüenza de sus cuadros; que son estúpidas estampitas de la nada misma, hechas por un impostor de cuarta. Sentirá que esa misma técnica que pretende profundizar desmesuradamente, es la jaula que lo aprisiona, y que mientras más cree ahondar en la pintura, más se aleja de lo que busca. Sentirá que todo es una chantada con aires de trascendencia; se sentirá como una cucaracha aplastada; o peor: una estúpida mosca obsesionada en penetrar el foco de luz que la dejará como chicharrón.
Gregorio apilará todos sus cuadros en el mugroso patiecito de su casa, verterá un frasco de kerosene sobre ellos, y después de que arroje el fosforo y todo arda en llamas: recién ahí, retiraré mi flecha de su pecho.





