Por Daniel Schechtel
Una madrugada de aventuras estéticas de 2019 en la ciudad de La Plata, una amiga y yo ya habíamos abandonado la fiesta que todavía se agitaba en el bar Rey Lagarto y estábamos sentados en la vereda del bar, cuando vimos cruzar la calle a una joven de paso decidido y mirada penetrante que ostentaba gracia; traduzcamos: era cool o canchera. Denunciando implícitamente nuestro ocio, mi amiga pronunció: “me encanta esa gente que siempre está yendo a algún lado”. Traduzcamos: la gente que ostenta tener un objetivo en mente y pareciera saber lo que hace, como si cualquier fotograma de su vida la encontrara en el medio de una tarea.
Uno de los narradores de Virginia Woolf denuncia la falta de vocablos para un sinnúmero de sentimientos humanos, muchos rayanos en el amor. Roland Barthes viene a suplir esa falta, pero en el área de la semiología cultural. En este ensayo introduciré su concepto de numen y extenderé su uso al arte en general, e intentaré responder a la interrogante de por qué mi amiga se maravilló ante la soltura de esa joven.
En su ensayo Le monde-objet, Barthes hace un recorrido por la pintura holandesa clásica del siglo XVII. Esta, nos dice el francés, abandona la religión y la naturaleza para mostrar, en su lugar, al “hombre”, y para ello realiza una “apropiación progresiva de la materia”. A partir del siglo XVII, incluso los paisajes más naturales e inhóspitos muestran a seres humanos o sus construcciones, como un puente o una casa. Los objetos de la naturaleza muerta, que antes representaban su propia esencia y la idea detrás de cada uno, han perdido toda sustancialidad y sustantividad para dar paso a la exhibición de sus atributos: su adjetividad.
“Observad la naturaleza muerta holandesa: el objeto jamás está solo y jamás se lo privilegia; está ahí, y eso es todo, en el medio de muchos otros, pintado entre dos usos, formando parte del desorden de movimientos que lo han tomado y dejado, en una palabra: utilizado.”
Y agrega más abajo:
“La preocupación de los pintores holandeses no es la de despojar al objeto de sus cualidades para liberar su esencia, sino al contrario, acumular las vibraciones secundarias de la apariencia, ya que lo que hace falta es incorporar al espacio humano capas de aire, superficies, y no formas o ideas”.
El principal método para humanizar la realidad es ponerla al servicio del humano; es decir, revelar su instrumentalidad. Sugiero la lectura completa del ensayo, pero dejaré aquí el ejemplo que ofrece del limón:
“¿Qué necesidad tengo de la forma principal del limón? Lo que necesita mi humanidad totalmente empírica es un limón adiestrado para el uso, medio pelado, medio cortado, mitad limón, mitad frescor, captado en el momento preciso en que cambia el escándalo de su elipse perfecta e inútil por la primera de sus cualidades económicas, la astringencia.”
Luego de sugerir que esta acumulación de atributos se da en el paisaje urbano de la ciudad de Ámsterdam y en la enumeración de bienes muebles e inmuebles del código civil francés, el semiólogo arguye que incluso los seres humanos adquieren este carácter de objeto adjetivado en la pintura. Establece dos clases antropológicas: homo patricius, el burgués, y homo paganus, el paisano, que se distinguen tanto socioeconómica como morfológicamente.
Aquí introduce el concepto de numen. Ante este universo de naturalezas muertas utilitarias, mujeres funcionales y decorados de paisanos aparece el amo, el hombre, el líder. ¿Dónde? En el numen. Dice Barthes:
“Ya es sabido que el numen antiguo era ese sencillo gesto por medio del cual la divinidad manifestaba su decisión, disponiendo del destino humano por una especie de infralenguaje hecho de una pura demostración. La omnipotencia no habla (quizá porque no piensa), se contenta con el gesto, e incluso con un semigesto, con una intención de gesto, inmediatamente absorbido en la serenidad perezosa del amo (…).”
Barthes ejemplifica con el gesto indeterminado de la mano de Dios en La creación de Adán de Michelangelo y los gestos de la hagiografía imperial. Del segundo caso, ilustración ejemplar es el cuadro Napoleón en el campo de batalla de Eylau de Antoine-Jean Gros, en el cual todas las figuras se ven atravesadas por emociones, expectativas o acciones concretas, y sólo Napoleón ostenta cierta ambigüedad en el gesto.

“Napoleón es un personaje puramente numinoso, irreal por la convención misma de su gesto (…). Pero este gesto no tiene nada de humano; no es el del obrero, el del homo faber, cuyo movimiento completamente usual va hasta el fin de sí mismo en la búsqueda de su propio efecto (…), es la idea de su poder, no su espesor, lo que queda así eternizado.”
Finalmente, Barthes arguye que, en la pintura, si Dios y el Emperador tenían el numen, ese gesto indeterminado cuya ambigüedad implicaba el infinito, el hombre burgués moderno tiene la mirada desnuda, desadjetivada, como último depositario de su humanidad esencial. Retomaré esta idea al final. Volvamos al numen.
Releí innumerables veces el ensayo de Barthes, y siempre me formulé la misma pregunta: ¿No es acaso el numen la condensación simbólica de la facultad de decisión? ¿No es ese gesto ambiguo el momento previo a la toma de una decisión de la que dependen todas las demás figuras del cuadro? El numen pareciera ser el espacio de libertad (habilitado por el poder) que se entreabre en el tapiz de la fatalidad, de la que las demás figuras son inexorablemente parte.
El ocio del gesto delata el poder de la figura. El momento de indeterminación revela una consciencia que es libre de tomar una decisión determinante. ¿Pero no es esta indeterminación lo que constituye toda consciencia? ¿No es el conocimiento de nuestra propia consciencia lo que nos convierte en héroes, en el sentido narrativo, de nuestra propia vida? Pasaré a la literatura para explicarme.
En toda obra narrativa o dramática (aunque quizá también en las que no lo son), existe cierta mecanicidad, cierta fatalidad. Son las exigencias del género o la forma en cuestión, el fondo sobre el cual se destacan las figuras protagonistas; son lugares, costumbres, gestos, personajes secundarios, eventos sociales, objetos. Todos estos elementos son instrumentales, como el limón, pues están puramente al servicio de los acontecimientos y personajes extraordinarios, los que sí son dignos de ser narrados, los que tendrán el poder de llevar adelante la narración: las figuras que resaltarán contra el fondo.
¿No caracteriza el numen al protagonista de la llamada Gran Literatura (al personaje de Proust, a Raskolnikov, a Mrs Dalloway)? ¿No es su indeterminación la que nos revela su fraternal humanidad? ¿No es de ese modo que se logra la empatía del lector? Si en una obra de arte el numen es todo núcleo de indeterminación determinante, entonces cada momento en que se despliega la consciencia del protagonista, con sus conflictos y sus dilemas, constituye un numen. Lo mismo aplicaría, por ejemplo, a momentos de indecisión narrativa en el teatro, el cine, la música o puntos de tensión visual en la pintura, la fotografía, la escultura.
Podemos aplicar el concepto a la teoría del cuento de Ricardo Piglia. Recordemos que, según Piglia, todo cuento relata, en principio, dos historias: una de modo superficial y otra de modo subterráneo. El cuento clásico narraría eventos que hilan una trama que el final revela como mero anverso de otra trama subrepticia cuyo descubrimiento constituye el efecto estético. El final, entonces, trastoca la lectura de los eventos narrados. En nuestros términos, la trama superficial presenta sus propios númenes y, al final, cuando se revela la trama subrepticia, se iluminan los númenes que construyen esa segunda historia. Dicho de otra manera, cada una de las historias numeniza diferentes eventos o de diferente modo.
El numen sería también el portal por el que ingresamos motivadamente a una obra de arte. Como ya se ha dicho en alguna parte, el arte nos ofrece una ilusión de libertad que nos desviste del fatalismo material que habitamos a diario. Justamente es la ilusión de poder del numen la que nos atrapa, porque nos otorga la posibilidad de participar de una indeterminación (una apertura, una aventura) que, a su vez, no es inocua sino determinante.
Ilustraré con un ejemplo. ¿Qué resulta tan atrapante del comienzo de la nouvelle La metamorfosis de Franz Kafka? No alcanza con responder: Gregor Samsa, el protagonista, se convirtió en un ungeheures Ungeziefer, un insecto monstruoso. Hay algo más, y es lo que causa el efecto de lo kafkiano, esa mescolanza tan original de lo cómico y lo siniestro: Gregor parece aceptar el hecho como una fatalidad, justamente como sucede en los sueños. No hay disquisiciones de orden existencial o psicológico. Gregor está preocupado por ir al trabajo, al cual ya está llegando tarde. Está signado por la fatalidad, por la relojería del mundo al que pertenece.
El numen aquí está desplazado de su posición habitual, y el acceso a la consciencia de Gregor no hace más que agravar el efecto cómico. La transformación se presenta como inexorable. El acontecimiento y el personaje carecen del numen que solemos adjudicar a los protagonistas, tanto en el arte como en la vida. El numen está desalojado de su depositario convencional: la consciencia del protagonista. Gregor no tiene carácter de sujeto, sino que es objeto instrumental(recordemos a Barthes) de una trama que lo trasciende y que él ni siquiera indaga, ocupado como está en su tarea mecánica: ir al trabajo. Es uno de los rostros sufrientes del cuadro que muestra a Napoleón.
Un análisis análogo podría realizarse sobre El extranjero de Albert Camus, o sobre el film Playtime (1967) o la obra Glassworks del compositor Philip Glass. ¿Y en la fenomenología de la vida diaria, la más grande obra de arte?
Es claro que nuestra propia consciencia es un numen en la representación fenomenológica de nuestro devenir. Además, escapar de la responsabilidad que implica el poder de ese numen es una necesidad. Por eso existen la rutina, las actividades físicas, los lugares comunes, las recetas de cocina y los rituales, como los ritos dionisíacos de la fiesta y las drogas. Los gestos ajenos son númenes en tanto revelen esa indeterminación determinante que suelen vestir las personas de cuyo juicio o amor en mayor o menor medida dependemos. Sería preciso determinar de qué manera cada lenguaje, sea el literario, el pictórico o el vivencial, crea sus númenes, y hasta qué punto su identificación es relativa al experimentante.
Por el momento, se puede aclarar que la mera atención sobre una cosa no la convierte en numen: es necesario presentir su indeterminación determinante, ese espacio de apertura decisiva, ese cruce de caminos, ese vórtice de agujero negro. Quizá por eso en las fiestas no es bienvenido el gesto dubitativo o la mirada crítica. Hay algo en los rituales colectivos que exige cierta fatalidad, cierta conservación de las formas para la cual es necesaria la determinación. Por eso también la presencia de máscaras o de disfraces. Se le teme a la ambigüedad ostensible, al numen, porque dicho gesto revela un posicionamiento jerárquico superior: es como autoproclamarse el Napoleón de la fiesta, que justamente está dirigida a una igualación de poderes, a una fusión de iguales.
La chica que mi amiga y yo vimos la noche de juerga parecía carecer completamente de este numen, en tanto caminaba hacia el bar con la atención puesta en un fin: parecía signada por la fatalidad. ¿Qué admiró mi amiga en los ojos penetrantes de esa joven? ¿Habrá sido la incapacidad de mi amiga de participar en el juego de las máscaras de la juerga lo que lo llevó a admirarla? Quizá era el numen de su propia idiosincrasia inquisitiva y filosófica, que admiraba la fatalidad, como si Napoleón se diera vuelta de pronto y admirara la determinación de los soldados, dispuestos a morir por decisión ajena, por decisión suya.
Quizá cierta emancipación (sobre todo cultural) esté transformando nuestra percepción. Quizá por fin, al menos para algunos, el personaje secundario moderno, el extra, el súbdito, el empleado, el instrumentalizado, esté convirtiéndose por fin en nuestro héroe contemporáneo.