Jugando con fuego*

Por Gabriel Kunin

*Tercer premio en el certamen literario organizado por Gambito de papel para el número 11, cuya temática fue La prosa.

Florcita, el peque y Tiramisú se juntaron en la sala celeste para discutir su plan de acción. Eligieron esa sala porque estaba vacía por remodelaciones. Ya tenemos cinco años, estamos cansados de que nos digan lo que tenemos que hacer. Tiramisú jugaba con un autito, pero estaba activa en la conversación. Era diestra en el difícil arte del multitasking. Se habían conocido en el arenero, cuando los unió esa indescriptible sensación que tienen todos los que terminan una etapa. Me dijo mi primo que el año que viene se nos acaba la joda. Basta de arenero, basta de sol pero, sobre todo, basta de juegos. A Florcita le castañeaban los dientes y se llevaba las uñas a la boca.

Tiramisú dijo que era hora de empezar con las asambleas en la sala de dos y tres, que ya eran grandes, no eran bebés y no podían quedarse haciendo caca o pis mientras el sistema los aplastaba como a un adulto. Florcita dijo que había que cortar la calle y llamar a la prensa, que si no nadie los iba a escuchar. El Peque se puso a llorar, pero dijo que tenían razón, y que no había que bajar los brazos. Como un Che Guevara en miniatura, agarró un lápiz, lo puso en su boca como un habano y tiró el humo imaginario al techo. Tosió y, luego dijo, la única lucha que se pierde es la que se abandona. Sus amigas lo abrazaron y, se fueron cada uno y una a sus respectivas salas.

A ver, ratas inmundas del conurbano, me tienen cansada todos ustedes. Ya es octubre, se van a egresar y no quiero que me hagan pasar vergüenza. La directora de primaria vive llamándome por sus primeros grados. Que en el jardín no aprendieron esto, que en el jardín no hacen esto otro. Se terminó la etapa donde jugaban todo el tiempo. Ahora van a tener que laburar, viejo. Basta de chuparle la teta a la madre, al Estado. Estamos todos equivocados en este país, cada uno piensa que puede hacer lo que quiere. Cobrar un plan, hacer paros y no hacer el esfuerzo para nada. Así que el año que viene, cuando estén con el guardapolvo blanco van a dejar de llorar y van a escuchar a las señoritas de primer grado. ¿Me entendieron? No los escucho. Ah, ahora sí.

Por suerte los tres vivían cerca. Esto les permitió organizar la táctica adecuada para la lucha. Un viernes, Tiramisú creó un grupo de Whatsapp que se llamaba «El Granma-dre». Ese noche dijeron en sus casas que querían dormir temprano, así que a las nueve de la noche intercambiaron pensamientos y sensaciones. Que no iban a dejar de jugar, porque lo pasaban bien y tenían un buen grupo o algo más tal vez, una familia entre todos los de la sala de cinco. Que eran felices y se veían como vacas directo al matadero. Que cuando se acordaran iban a tener treinta años, un trabajo de ocho horas y hablar de la economía, del partido del domingo, de la nueva serie de Netflix y el juego, ¿el juego qué? El juego iba a ser una pintura rupestre, barata e inverosímil. ¿Habrán sido verdaderos esos dibujos que están en las paredes de las cuevas o serán un inteligente engaño marketinero del turismo? Sí, eso iba a ser el juego y su grupo de la sala de cinco. Un fósil en un museo. Y claro, ellos y ellas odiaban los museos. Les gustaban las cosas vivas. Los renacuajos, las caras de los demás, mirarse a los ojos, jugar con sus mascotas, preguntarse por las cosas, encontrar insectos en el parque, mover el cuerpo, reírse panza arriba mirando el cielo. Todo eso se iba a ir, para siempre.

La mini-guerrilla se había puesto en marcha. Empezaron distribuyendo panfletos con dibujos que explicaban lo que iba a pasar con sus vidas cuando se acabe el jardín. Agachar la cabeza y hacer la tarea todo el tiempo, como una máquina en una fábrica. Quienes concordaban en los horarios de las plazas y parques aprovechaban los espacios de juego para difundir sus ideas y discutir el plan de lucha. Las ideas se contagiaron rápidamente, como una epidemia. Ya no había ningún infante que no estuviese al tanto de lo que iba a pasar.

Ilustración por Daniel Molina Ruffini

Sin embargo, la cosa no estaba tan organizada como parecía. Si bien ya tenían madurez, junto con una convicción política e ideológica fuerte, fueron la ansiedad y la impulsividad los condimentos que arruinarían ese plato que iban cocinando a fuego lento. El lío lo empezó Sabri, una nena de la sala de cuatro, que no tomaba su medicación de ADD hace una semana por sostener que eso era otra forma de control social. En el comedor inventó una catapulta con el puré de papas, su cuchara y plato. Fue tan simple y fácil de hacer que todos y todas la copiaron. En pocos minutos el lugar era un bombardeo. Una lluvia torrencial de papilla. La secretaria del jardín, Cristina Aguilera, una señora verdaderamente detestable, sufrió una alergia grave en la piel a causa de la Pectobacterium, una contaminación de los tubérculos. La misma se generaba cuando la papa estaba en mal estado o mal lavada. Aguilera estuvo con una ceguera temporal de dos semanas. El incidente desencadenó la furia de la directora, su mejor amiga, así como la necesidad de ocultar todo, debido a los problemas de higiene en la cocina del jardín.

Como toda sublevación, iba a tener sus represalias. Cristina Aguilera y la directora fueron a un McDonald’s, pidieron comida para llevar y fueron al único lugar donde sabían que iban a tener las mejores ideas: la iglesia. Aguilera, con nueve papas en la boca, decía en un castellano casi inentendible, que lo iban a pagar muy caro, sobre todo él o la que había comenzado todo. La directora le dijo que estaban viendo las cámaras para ver quién había iniciado el levantamiento. Que lo que había pasado era similar a un motín y, sobre todo, que en sus épocas, estas cosas no pasaban.

Hablaron con el cura, que escuchaba indignado el relato de esas mujeres anacrónicas, furiosas y creyentes en un único poder superior: el acatamiento de las normas. La charla fue rápida y nociva, como su comida. El castigo decidido fue rezar diez padrenuestros, parados en una pierna y suplantar todos los recreos y las clases de educación física por horas de canto de canciones de la iglesia. Su plan era que el pensamiento revolucionario fuese reemplazado por ideas de algunos hitazos como «Jesús te seguiré», «Alma Misionera», «Vienen con alegría» y «Mensajero de la paz».

Tiramisú, el Peque y Florcita se dieron cuenta al instante de que estaban en la peor etapa de su accionar revolucionario. Había muchas bajas, captados por la religión y la falta de ocio y tiempo lúdico. Sabían que el enemigo era poderoso, capaz de lavar las mentes más brillantes de la generación Alfa. Pero ellos, como había dicho una vez el Peque llorando, no iban a bajar los brazos. La nueva idea vino de Florcita, que difundió un tutorial de Youtube por todas las tablets del jardín, llamado Marx for babies. 

El plan estaba funcionando y la religión iba pasando a segundo plano. En las clases se escuchaban palabras como «fuerza de trabajo», «materialismo histórico», «alienación», «lucha de clases» y «dictadura del proletariado». En la hora de plástica todos y todas querían usar el color rojo. El juego predilecto comenzó a ser que unos playmobil eran de la burguesía y otros del proletariado. Después les cortaban las cabezas a los muñecos que eran dueños de las fábricas y de los medios de producción. Y al final, festejaban su victoria haciendo pogo, soñando que estaban en un mayo francés o en un recital de la Facultad de Sociales. En algunas aulas, empezaron a pintar con crayones las consignas de la revolución francesa, ¡libertad, igualdad, fraternidad!

El jardín, hijo del rigor, solamente se despertó cuando en una clase de catequesis la sala de cinco le empezó a tirar cosas al profesor de música. Empezaron con autitos, muñecas, legos y vasos. Cada golpe tenía poca fuerza pero fue la cantidad la que generó el daño buscado. El punto cúlmine fue cuando lograron pegarle con su propia guitarra. El profesor salió sangrando, en ambulancia y desmayado. Son unos violentos, gritaban algunas maestras indignadas. Acá tienen que volver los militares. Mano dura para toda la sala naranja. Las maestras y todo el auxiliar de limpieza empezaron a protestar y alzar la voz, ¡Ma-no dura! ¡Ma-no dura! ¡Ma-no dura! La sala de cinco se unió creando un círculo, brazo con brazo, espalda con espalda y mirando a sus detractores a los ojos.

Recién después de este episodio, se inició un nuevo llamado de alerta de las docentes y profesores de la institución. Fue Cristina Aguilera quien crearía el jaque mate definitivo a todos los nenes y nenas marxistas. Igual de fuerte que su alergia a los tubérculos de la papa fue su deseo de erradicar la mini-guerrilla y su pensamiento revolucionario. Su estrategia fue que Jennifer López, la maestra más querida y amable del jardín, les explicara de una manera amorosa pero manipuladora que la institución y dios querían lo mejor para ellos y ellas. Pero no sólo eso. Cristina Aguilera fue más lejos. Diseñó varios juegos, con dinámicas interesantes, pero con contenido religioso. En vez de buscar a Wally, era encontrar al cura. Colorear cruces, iglesias y biblias. Memotests con los apóstoles y los reyes magos. Rompecabezas de cuatro piezas de árboles de navidad y el arca de Noé. El jardín se había aggiornado a la lúdica, pero con contenidos de la historia bíblica.

Rápidamente consiguieron su cometido. La sala de cinco estaba anestesiada. Todos usaban contentos los nuevos juegos que proponía la escuela. El discurso de Jennifer López fue crucial para vencer y quebrar esas peligrosas ganas de cambiar el mundo. El paralelo que hizo entre Marx y Jesús fue verdaderamente brillante. Jesús fue el primer revolucionario. El cambió el mundo con el amor por sus prójimos. Realizó muchos milagros ayudando a la gente.

Tiramisú, el Peque y Florcita volvían todos los días a su casa vencidos, con la certeza de haber hecho todo lo posible. Les esperaba pagar las cuentas, estar a la moda, llegar a fin de mes, cuidar su salud, comprar la última televisión, decir lo que otros querían escuchar, rezar y agradecerle a dios, tragarse el dolor y la incomprensión, hablar y juzgar en nombre del bien, creerse dueños de la verdad, bajarse la aplicación de moda, sentir la obligación de ser agradables, pero sobre todo: dejar de jugar para siempre, en cualquier ámbito de la vida. Era tiempo de empezar a tomarse las cosas en serio. Iban a ingresar a primer grado y no había nada que pudiesen hacer.

Unas semanas antes de la fiesta de egresaditos, todos y todas se sorprendieron, cuando vieron que el jardín ardía, fuerte y penetrantemente, como aquellos fervientes deseos revolucionarios. Los nenes de la sala naranja decían que Cristina Aguilera y Jennifer López estaban ahora en el cielo por haber sido tan buenas y generosas preparando el acto de fin de año ese día tan temprano. Uno de ellos se acercó a Tiramisú, que todavía tenía olor a nafta y le dijo, dios existe verdaderamente. Su hijo, murió en la cruz para mostrarnos que hay salvación, lejos del pecado y del diablo.

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