Por Santiago Astrobbi Echavarri
Me pasé la mayor parte de mi vida adulta leyendo al azar, contentándome con lo que encontraba en la sección de libros usados, en las cajas húmedas de libros familiares, con los cuentos y novelas que me sugerían en las reuniones de la revista, con los libros que con mucho amor alguien me ponía en las manos y proféticamente sentenciaba: “Es justo para vos”. Recuerdo el préstamo de Noches blancas de Dostoievski hace dos años, un autor que sigo sin poder disfrutar, junto con una extraña poética de Werner Herzog que sí me dejó algo; aquel regalo de Llamadas telefónicas de Roberto Bolaño, que tampoco leí bien al principio, o la premonitoria frase con la que me prestaron Recuerdos del porvenir, de Elena Garro: “Olvídate del mamón de Paz y lee a Elena. Después me cuentas”.
Pues, sí, aprendí, por supuesto, pero empecé a sentir que el método del agujero negro al cual uno le ofrenda lecturas no era tan efectivo. Vivía con el amigo Schechtel por aquel entonces y decidimos, porque teníamos algunos libros, porque nos gustaba su estilo, porque nos queríamos conocer aún más y porque sentimos que era el momento, leer la obra literaria completa de Gabriel García Márquez de corrido, desde los primerizos cuentos de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada hasta su última novela, Memoria de mis putas tristes, y eso sí demostró ser, no solo absolutamente eficaz en términos de aprehensión estilística y creativa, sino una experiencia profundamente transformadora desde el punto de vista del aprendizaje: después de vivir tres meses con Gabo en esas tierras húmedas, pobres, violentas y mágicas, llenas de amor, odio, traición y valentía en partes iguales, ya no hubo posibilidad de fingir demencia; lo conocíamos, lo queríamos, nos volvimos sus amigos, él se volvió nuestro confidente, nuestro nido.
Y la idea del nido me convenció y seguí recolectando ramas y llevándolas hasta la casa, con esmero, paciencia, metodismo y osadía. Pero decidí que mudaría la casa a México y que allí construiría el nido; entonces, como dicen por estas tierras, me clavé: desde hace más de un año, solo leo autoras y autores mexicanos de los siglos XX y XXI. Ese es mi nido y ahí me siento cómodo, ahí aprendo, ahí entiendo un poco más, pasito a pasito, a qué se refiere la gente cuando habla de literatura mexicana contemporánea.
Esta forma de transitar la “mexicanidad” (desde adentro, recorriendo los estados del país; desde “afuera”, por medio de la literatura) me coloca en un estado de gracia perpetua: saboreo los mezcales michoacanos mientras leo al revolucionario José Revueltas, me enchilo en San Luis Potosí con la voz nostálgica de Enriqueta Ochoa, me corroe la humedad fría y embriagante en las tierras chiapanecas de Rosario Castellanos. Y Liliana Pedroza me presentó a Amparo Dávila, y Rulfo por supuesto me sugirió a su cuate Juan José Arreola, un demente tan explosivo que, paradójicamente, de tanto hablar, decir, hacer y desear, pasó el final de su vida mudo; y Carlos Fuentes fue al principio evidente, mas no por eso menos revelador, con su estilo tan novedoso, su prosa tan esteticista, sus historias tan ponzoñosas, hirientes; la frontera del Bravo, tan cruda y descarnada y mística e irrenunciable en Eduardo Antonio Parra, cobra tintes de parque de diversiones en los cuentos de Elma Correa, reciente ganadora del concurso de cuentos Juan José Arreola de la Universidad de Guadalajara.
Y del mismo modo que las tierras de estos Estados Unidos son inabarcables, su literatura también lo es, y por eso siento que puedo seguir agrandando el nido, no para incluir albercas con luces nocturnas o rejas enormes en la entrada, no, solo para poder invitar a algún amigo o amiga a quedarse si se ofrece, para que puedan caber todos los libros que quiero leer, para que podamos estar todos a gusto y brindar con nuestro caballito de mezcal por la vastedad y la profundidad de esta literatura mexicana.
Llamadas de Ámsterdam
Durante los últimos dos meses tomé un curso de literatura mexicana contemporánea dictado por Jesús Quintero, de la academia itinerante Capicúa. Cuando habló de descentralización, se refirió al caso de la Editorial Almadía, de Oaxaca de Juárez, que, en la actualidad, con sus tapas coloridas, publica a autores consagrados (Samanta Schweblin, Mónica Ojeda, Martín Caparrós, Fernanda Melchor) y nóveles desde el sur del país. Y me topé con la editorial en todos lados: en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, allí estaban las tapas llamativas, saludando desde las estanterías de Sexto Piso; en Morelia, en todas las librerías comerciales; en Oaxaca de Juárez, por supuesto: en las librerías independientes, en las comerciales, en los locales de venta de sombreros, en los atelieres. Y la realidad es que, de tanto verlos, los libros me generaron intriga; pero, sobre todo, había un nombre que se repetía como en un juego de espejos: Juan Villoro. Juan Villoro. Juan Villoro.
Compré Llamadas de Ámsterdam y esto fue lo que me encontré.
Esta novela corta comienza con la historia de la separación de Juan Jesús (un nombre religiosamente sugestivo) y Nuria, una pareja que estuvo casada diez años. Entramos y salimos de la historia de la pareja por medio de retrospectivas que el narrador omnisciente en tercera persona intercala con una fluidez líquida. También, a medida que progresa la novela, ingresan otros personajes al ruedo que le agregan perspectiva y profundidad: Felipe Benavides, el padre de Nuria, senador por el PRI, crápula embaucador; Tornillo Lascuráin, que fue recientemente liberado de un secuestro y busca rehacer su vida por medio de la revisitación de viejos “amigos”. La narración es sencilla, con frases lineales y directas y sin palabras altisonantes, pero hay algo en ese narrar que se vuelve tan ameno e íntimo que roza lo somnoliento: ahí está la magia de Juan Villoro, en su forma de presentar eventos, en sus sutilezas, en las metáforas que utiliza, en la forma en que combina las palabras.
Y se me ocurren tres ejemplos de la novela en los cuales se puede identificar claramente el estilo sugerente, vivaz y elocuente del narrador, y los tres son descripciones de personajes. En el primer caso, Juan Jesús está recapitulando la forma en que perdió la compañía de Nuria debido a su suegro, el exsenador del PRI que padece leucemia y que Nuria vela con devoción. El narrador afirma:
“No recuperó la atención de Nuria; empezó a perderla en partes, a extrañar la forma que tenía de hacerse a un lado el cabello aunque no lo tuviera en la cara, los recados que le dejaba en repisas y muebles imprevistos, con feliz caligrafía de arquitecta, sus senos pequeños, el lunar apenas abultado en las costillas, la perfecta curva de susurros con que llegaba al orgasmo, el trapo que una vez sirvió para limpiar lentes y ahora la acompañaba por la casa para despejar los aros de su taza de té. Constancias, datos que trazaban sus días, el mapa de estar juntos”.[1]
Con estiletazos precisos y punzantes, Villoro te envuelve en la añoranza de la vida compartida, en el vacío del amante desconsolado. En la segunda cita, el autor retoma uno de los temas más tratados en la literatura occidental, el agua, para presentar a otro personaje y, de paso, describir un poco también a Juan Jesús. Vale recordar que el título de la novela es Llamadas de Ámsterdam, que se encuentra en Países Bajos, ¿bajos con respecto a qué? Al agua. El narrador afirma:
“El féretro estaba abierto. Juan Jesús vio un rostro sacerdotal, de nariz enfática, pulido por la enfermedad. En vida, el rasgo distintivo de Cristóbal Santander [Otro nombre religiosamente sugerente] fue la mirada acuosa, azul clara, entre las cejas espesas y las ojeras abultadas y oliváceas de quien sufre del hígado. Esos ojos líquidos confundían las cosas con intensidad y una vez decidieron que los cuadros de Juan Jesús valían la pena. Cristóbal Santander hizo lo que pudo para apoyarlo mientras se desmoronaba, tuvo la cortesía de citar a Baudelaire en su favor cuando ya apenas escribía para los periódicos. El elogio importaba porque Juan Jesús no siguió con la pintura; no era el enésimo empujón de una carrera ascendente, sino la solitaria prueba de confianza que él no supo aquilatar; la mano que podía subirlo a la balsa y que tocó sin retener, hundiéndose en un mar negro y silencioso”.[2]
En el canon literario, se ha considerado que el agua se asocia con la espiritualidad, con la vida, con lo divino, con el mundo del subconsciente, y por lo que mencioné sobre el título, se podría especular que las llamadas justamente son un diálogo que se origina en el subconsciente pero que intenta vadear el océano que cohíbe la posibilidad de aceptación para luego llegar a la sanación. Además, Villoro sugiere que Cristóbal Santander no solo tenía algunas de estas características, sino que también las percibía en las obras de Juan Jesús, de quien se dice lo siguiente: “Su meta estaba en los óleos acuchillados que guardaba en el cuarto de azotea, la serie de vandalismo expresionista que reflejaba tan bien el miedo de vivir en la ciudad”.[3] Esa cotidianeidad sin tapujos, ese miedo, esa violencia, son factores aglutinantes de tensión en la novela, pero se canalizan por medio de metáforas más bien amenas, dulces, y aquí el tercer ejemplo:
“Las manos cuadradas de Andrew parecían ideales para filetear verduras con los seis cuchillos que pendían de una barra imantada. Sobre la estufa eléctrica, el extractor colgaba como la campana de una religión futura”.[4]
Las campanas, así como tantos otros símbolos, aparecen de manera constante en la novela y, además de marcar los hitos del relato, pueden servirnos como metáfora de la vida mexicana: ¿qué suena hoy en México? ¿En dónde resuena todo eso? ¿Cuál es el sonido de México? ¿El bullicio del Distrito Federal, el rugido de los jaguares en Yucatán, el viento que arrastra arena por el desierto de Coahuila, los violines que arremeten contra los muros del Teatro Juárez en Guanajuato en pleno Cervantino?
Pues, sí, México es Juan Villoro y tantos otros que cantan sus historias y las cantarán, ya sea en la fresa Colonia Condesa o en las profundidades de la Veracruz más obscura, como Fernanda Melchor en Temporada de Huracanes, pero todo eso es México, claro, y ahí seguiré recolectando varitas y hojas para seguir construyendo este nido, que por cierto, ya no luce tan rústico.
[1] Villoro, Juan. 2009. Llamadas de Ámsterdam. Editorial Almadía. Página 28.
[2] Íbid. Página 45.
[3] Íbid. Página 10.
[4] Íbid. Página 55.