Escribir en los bares

por Jerónimo Corregido

            Comencé a escribir en los bares cuando tenía dieciocho años. Luego de las primeras sesiones, todas en el extinto Bar Decó de Berisso, casi todas acompañadas por coñac, me di cuenta de que esta práctica era más una caricia al ego que un verdadero ejercicio de escritura: los textos no se volvían mejores por ser redactados sobre barras húmedas de cerveza, las ideas no se tornaban geniales por ser pensadas en esos recintos mohosos y uno, en fin, no se volvía escritor solo por acodarse a garabatear letras en un bar. Aun así, persistí en esta práctica hasta el día de hoy, y no hay nada que me guste más que entrar en un bar desconocido, desplegar mis hojas y desenfundar mi lapicera negra.

            Ahora que lo pienso, la idea pudo no haber sido espontánea, sino implantada. Fue durante aquella época dorada de fin de adolescencia que leí A Moveable Feast, la crónica de Hemingway sobre sus días en el París de los años veinte, ese libro que los traductores arruinaron con el título de París era una fiesta. En el primer capítulo, se veía a un Hemingway joven e ilusionado que escribía un cuento

ambientado en Michigan mientras tomaba ron en un bar de la Place Saint-Michel. La atmósfera cálida y cargada lo amparaba del frío y la lluvia de afuera. De repente, se abrió la puerta y entró una muchacha. Bella. Radiante. Hemingway la miró, seguramente hasta hacerla sentir incómoda, aunque no nos cuente sobre eso. «Te vi, bonita», escribía Hemingway, «y ahora me pertenecés, sin importar que estés esperando a alguien o que nunca te vuelva a ver (…). Ahora me pertenecés y todo París me partenece y yo le pertenezco a este cuaderno y a este lápiz»[1]. Entonces Hemingway volvió a su historia, que «se escribía sola», y puso los puntos donde debían ir, y los adjetivos en su lugar más honesto, y las comas en el lugar que merecían y, cuando levantó la vista, la muchacha se había ido.

            Quizás me inicié en la práctica de escribir en los bares para parecerme un poco a Hemingway. Todos los aspirantes a escritor nos queremos parecer a Hemingway al principio. La idea se vuelve pueril con los años, y la mayoría dice que no se quiere parecer a nadie, pero en silencio todos nos medimos con el retrato de tipos como esos. Sin embargo, tal vez hubiera algo más que ese intento de hacerme el escritor. Quizás anhelara, más que otra cosa, ese poder que sentía Hemingway en su juventud en París: el de adueñarse de todo lo que experimentaba. «Me pertenecés y todo París me pertenece», escribía él, y yo quería saber de qué se trataba esa energía áurea que hacía saltar la herrumbre de la existencia.

Ilustración por El Hombre Grenno

            Fue por aquel tiempo que Cortázar me enseñó a pedir coñac en los bares y a escribir la palabra «coñac» así. Bukowski me llenó la cabeza con ideas sobre alcohol y literatura que no siempre demostraron ser correctas, pero que invariablemente resultaron divertidas o hermosas. Dylan Thomas me dio unas ganas bárbaras de probar textos y bares nuevos. Roberto Arlt me impulsó a tomarme unos trenes hasta los cafés de Flores, para ver qué tal se escribía y se bebía por ahí (debo decirte, Roberto, que el barrio ha cambiado). Todos los bares tienen un olor diferente. Todas los mozos ensayan expresiones distintas. Cada texto está impregnado del sabor de las bebidas que lo acompañaron: tengo poemas aceptables escritos en Estambul que saben a raki, y en Ft. Myers escribí unos pasajes decentes del Cuaderno de Tapas Verdes que huelen a cerveza, y cómo olvidar aquel texto largo que me llevó toda una noche en Buzios y que está manchado por todos lados de caipivodka. En Barcelona llené páginas enteras de vino tinto y callejuelas. En Wuppertal fueron sonetos de cerveza. En Queenstown, versos libres de gin tonic. En Córdoba, fernet y prosa poética. En todas esas oportunidades sentí algo del vigor del joven Hemingway, algo de esa subjetiva sensación de poder: como si una energía ardiente se desprendiera de mi cuerpo, como si no precisara otra cosa para ser feliz, como si mi destino de escritor o de ser humano no tuviera importancia porque, por fin, estaba escribiendo en un bar, y eso era lo máximo que se podía esperar de la vida.

            Ya he dicho que esta práctica tiene más que ver con una pose, esa a la que se le aplica el eufemismo de «imagen de autor», que con una verdadera formación de escritor. Cierta noche de exceso de Literatura y de bebidas logró que el director del colegio secundario me echara de las clases matinales. Mi viejo fue contundente: «Cualquier boludo vacía una botella. Pero no cualquier boludo escribe Por quién doblan las campanas». Yo nunca le había nombrado a Hemingway, pero se ve que mi viejo tenía bastante puntería. Y a pesar de toda la puesta en escena, a pesar de saber que no soy ni quiero ser como Hemingway, a pesar de saber que El viejo y el mar no puede ser escrito sobre una barra, a pesar de todo eso, escribir en los bares sigue teniendo un encanto particular, un hechizo único que hace que la vida sea más que respirar y comer y contemplar el cielo. Cuando apoyo los codos sobre una mesa, desparramo mis papeles y pido un coñac, siento que soy algo más que un humano que se desplaza por tres aburridas dimensiones, que camina con dos piernas obsoletas y que respira aire sucio a través de sus gredosos orificios nasales; cuando las palabras fluyen y las copas se vacían me siento una mejor criatura, un ser más realizado, dueño no solo de mí mismo sino también de todos mis anhelos. Quizás, algún día, un iniciado comente en un crónica que vio a Corregido escribir en un bar, y seguramente diga que el texto terminó siendo malo o intrascendente, pero que se percibía un resplandor dorado que le brotaba del cuerpo.

Tarawa, junio de 2017.


[1] La traducción es mía porque, como buen traductor, desconfío de todos los demás traductores. La cita fue sacada de un volumen de este libro que apareció mágicamente en mi casita (por así llamarla) de Tarawa, Kiribati. Hemingway, E. (1964), A Moveable Feast, Scribner, New York, 1992, p.6.


Publicado en Gambito de papel N.8, diciembre de 2017

3 comentarios en “Escribir en los bares”

  1. La seguridad de un bar, tal vez, te duermas escribiendo, sin el miedo que te roben tus cosas, los café, podes comer, mirar al vacío, sin que nadie te interrumpa en ese viaje de pensar en nada, mirando al vacío, a veces…solo el mozo si lo llamas…

Deja un comentario

Descubre más desde Gambito de papel

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo