Mario Rucavado (1989) nació en San José, Costa Rica, y en 2007 llegó a Buenos Aires, donde vive actualmente. En 2019 publicó Libro apócrifo de Samuel y otros poemas (Caleta Olivia). Su traducción de El matrimonio del cielo y el infierno y otras obras de William Blake (Colihue) está en prensa.
SE DUERME MAL, muy mal.
Milanesa a las tres de la mañana, cereal
a las cuatro de la tarde, cerrar los ojos
dos horas o doce, ir cavando,
con vueltas interminables, la trinchera
que entre las sábanas servirá de tumba
―artillería o gas tóxico,
la verdad nadie lo sabe.
Afuera, un murciélago. La compañía
se aprecia pero no se acepta, ciertas cosas
las tiene que enfrentar uno solo,
diría un abuelo (aunque no el mío).
¿Cuánto costará un vicio, cualquiera?
Un eficema pulmonar, el hígado
podrido de cirrosis. Tal vez
lo sepa Caronte, pero cobra
tan caras las consultas.
Pero se duerme mal, muy mal.
Al despertar duelen los huesos,
todos, y quién sabe qué cabalgatas,
o por qué desiertos. Mis ojos buscan
la última luz del día, y son
los postes de la calle
los que dilatan el ocaso.

VOY AL ESTE. No la ruta que,
según unos, sigue el Espíritu,
según otros, el Imperio, y el sol
en el cielo, según mis ojos,
sino el este. Al este. El rojecer
matutino de Oriente. Contrariar
la rotación de la tierra, su frenesí.
Hoy no. Tampoco mañana. Pero pronto.
El interior de Hagia Sofia, los puentes
de Budapest, la Acrópolis; más allá.
Los desiertos, la Ruta, la Seda; más acá.
Giza, el Jardín, el otro Jardín, la Agonía.
La Agonía. Como si no hubiera otra escena
que esa, duplicada, de quien acepta
el cáliz, dios u hombre, a su pesar
o con gusto. Como si no hubiera otro
origen, otro destino, que el este,
y algunos pozos, como algunas zarzas,
no tuviesen fondo. Mojar la pluma
sin saber cuánta tinta queda, o saberlo
y recurrir a las propias venas: buscar el sol
allí donde ya no está más. En el este.
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CUENTO LAS SÍLABAS en la noche amarga,
en el turbio ocaso sumo las letras
y en el mediodía que el insomnio suele negarme
armo y desarmo la ecuación sui géneris
que al remoto antepasado enseñó el lenguaje.
Seis más seis, once y cuatro, configuro los guarismos
que sin santificar dejó Garcilaso
ni bendijo el león de piedra
cantando en su jardín de mármol,
y mi persistencia en lo impreciso
es la del cabalista que sospecha
que es el yerro de un copista
lo que da al traste con la suma
en su cálculo del Nombre:
¿se desvió la pluma un centímetro más?,
¿se acabó la tinta en el instante crucial?
Ojalá. Porque armo sinalefas, y reparto
acentos, y simulo el rigor del alquimista
que en el arcaduz mide las proporciones
con el cuidado infinito del amante,
pero en el fondo es todo simulacro,
y no hago otra cosa que acechar, angustioso,
la hilacha imprevista que entre las letras
delate la presencia de una Aguja.