por Juan Bautista Duizeide
“Los buques suicidantes” y “La viuda Ching pirata”
Borges y Quiroga van en barco al muere
Resulta curioso comprobar que Borges —quien acusaba de “periodistas” a Quiroga y a Maupassant, uno de los “maestros” invocados en el Decálogo del perfecto cuentista por Quiroga— publicó el cuento “La viuda Ching, pirata puntual” en el Suplemento Multicolor del diario Crítica. Y no se trató de una incursión aislada del muchacho de Palermo y Ginebra en páginas mercenarias. Se han recopilado un par de volúmenes con sus colaboraciones para ese medio. Aunque por cierto resulta especialísimo el caso de aquel suplemento de Crítica, dirigido por el mismo Borges y Ulyses Petit de Murat en su segunda etapa, tras el golpe de Estado perpetrado por el general Uriburu, la clausura del diario, el exilio de su director y la posterior reapertura. La primera etapa había estado a cargo nada menos que de Raúl González Tuñón. El Suplemento Multicolor de los Sábados fue una de las grandes apuestas de Natalio Botana. Aún hoy resulta notable el modo en que contrastaba dentro de un diario muy popular y muy sensacionalista, cuya sección principal eran los policiales (donde se desempeñó por algunos meses, antes de pasar a la competencia, el diario El Mundo, un muy joven Roberto Arlt). Firmaron textos en aquel suplemento Raúl y Enrique González Tuñón, Leopoldo Marechal, Juanele Ortiz, Nicolás Olivari, Carlos De la Púa, Roberto Mariani, Homero Manzi, Santiago Dabove, Manuel Peyrou, Norah Lange, Alfonsina Storni, Juan Carlos Onetti, Juan José Morosoli y siguen los nombres (Ciudadano Botana —la biografía del director de Crítica publicada en 2013 por Álvaro Abós—incluye un capítulo entero dedicado al tema: Los escritores de Botana).
Podrían variar las publicaciones —unos años antes, Quiroga había sido asiduo de Caras y Caretas— pero tanto él como Borges participaron del incipiente y dinámico sistema de medios de aquella Argentina. Una opción que ya años antes habían asumido Payró y Fray Mocho, y que mucho después —en otros contextos socioculturales y políticos— asumirían Tomás Eloy Martínez, Osvaldo Soriano, Rodolfo Walsh, Sara Gallardo, Miguel Briante o C. E. Feiling. Una forma de plantarse como escritor profesional en un país donde muy difícilmente puede vivirse únicamente con los ingresos ganados por la venta de libros.
Tal vez Borges, cuando acusaba a Maupassant o a Quiroga de meros periodistas, quería decir realistas. Como si se tratara de una descalificación. Para complicar las cosas, Maupassant escribió “El Horla” —entre muchos cuentos fantásticos—, y Quiroga, una serie de cuentos pioneros de la ciencia ficción relacionados con el cine, un arte muy joven al momento de publicación: “Miss Dorothy Phillips, mi esposa”, “El espectro”, “El puritano” y “El Vampiro”. Aunque en un estilo realista…

Un ensayo de Rodolfo Rabanal —titulado La costa bárbara o un vagabundo de las playas— propone la figura del beachcomber como clave para comprender la cultura americana. Beachcomber es una expresión inglesa que designa a quienes viven de lo que encuentran por la playa: se trate de objetos perdidos, arrojados por la marea o de restos de naufragio. Sin dudas se trata de un gremio bastante marginal y problemático; una mitología no probada, pero tampoco refutada, le adjudica no resignarse a esperar los naufragios, sino provocarlos (aquí no revelaré los trucos). En Uruguay esa expresión echó raíces transformada en bichicome. Y hasta hay una novela que tiene a un bichicome de protagonista: Pepe Corvina (1974), de Enrique Estrázulas. La historia de un viejo ballenero, que después de andar todos los mares, se queda en una playa, arranca así: “Cuando los soles de verano eran intolerables, Pepe pensaba en la oscuridad del rancho, sentado en un cajón, tomando vino. El rancho estaba en lo alto de una barranca. Abajo suspiraba la espuma. Un poco más al sur se elevaba la farola de piedra. Junto a ella, un pedazo de proa de una fragata hundida apuntaba al cielo desde 1849”.
La hipótesis de los beachcombers en tanto agentes de cultura resulta provocativa, pero no carece de sustentos. Rabanal escribe: “…esta forma peculiar y desordenada con que las cosas más dispares nos fueron llegando, me ha hecho pensar, de manera más o menos imprecisa, en la providencial riqueza que traen consigo los naufragios, en las no deseadas contribuciones de las catástrofes, en los desechos que arrastra el océano a playas distantes, en esos restos desmantelados que las mareas, tarde o temprano, arrojan en la arena”. El ejemplo paradigmático brindado por Rabanal es el de la combinación de las llegadas de la habanera y del bandoneón —asunto del cuento “La llegada”, de Humberto Costantini— para dar nacimiento al tango: “Que Alemania y Cuba hayan contribuido a la creación de una música específicamente rioplatense y tan expresiva del carácter porteño —el subrayado es mío: tiende hoy a olvidarse, pero Buenos Aires era el puerto por antonomasia de la Argentina— es un hecho que parece extraordinario porque sería muy difícil encontrar mayores distancias y diferencias culturales que las que existen entre Cuba y Alemania; sin embargo, así es, y es si se quiere maravilloso que el resultado de esa combinación poco menos que imposible haya dado algo tan concreto y único como el tango”.
Los cafetines de la ribera en La Boca, o los piringundines del Paseo de Julio, que bastaba cruzar para encontrarse con un puerto lleno de vida, fueron ámbitos de tango bien cercanos al especial cosmopolitismo de los muelles. Sin embargo, Rabanal va más lejos: señala al mismísimo autor de Ficciones como un beachcomber: “Jorge Luis Borges siempre hablaba de la Enciclopedia Británica que había pertenecido a su padre. Esa obra, pienso yo ahora, había llegado desde lejos al Río de La Plata, soportando los riesgos de la navegación y afrontando aquellos bruscos y precarios desembarcos en carretones de mulas con el agua hasta el pescuezo para llegar al muelle de Buenos Aires”.
¿Podría pensarse en Quiroga como otro beachcomber? Al menos en lo atinente al cuento “Los buques suicidantes”, la respuesta es sí.
Lo interesante de Borges y Quiroga en tanto autores de narrativa marinera es que subvierten todos los presupuestos de la clásica literatura marinera anglosajona. Sus viajes son viajes de periferias, su lugar de enunciación no es la empresa imperialista, y sólo han navegado como pasajeros. Aunque con las obvias diferencias de clase: el pequeño Jorge Luis viajó a Europa con toda su familia en primera clase, mientras que el joven Horacio Quiroga —según cuenta en su Diario de viaje a Paris, de 1900— fue con todas las ínfulas del artista que quiere conquistar la gloria, pasó hambre y debió vender hasta la ropa.
Tanto el mar de Borges como el de Quiroga son mares librescos y algo esquemáticos: no tienen la riqueza de matices que caracteriza, por ejemplo, las novelas marinas de Melville o Conrad. Las aguas, las nubes, los pájaros, los peces no tienen un lugar en “Los buques suicidantes” o “La viuda Ching pirata” (el título definitivo del cuento a partir de su inclusión dentro del libro Historia Universal de la Infamia, publicado en 1935 por la popularísima editorial Tor). Las acciones más específicamente marineras son vagamente sugeridas o mencionadas, nunca narradas y descriptas como parte del dramatismo de la acción y es mínimo el vocabulario náutico empleado. Formas de disimular el conocimiento indirecto y acaso insuficiente del ámbito náutico. Tanto Quiroga como Borges toman tradiciones extranjeras y en los cuentos citados las reescriben. Algo al fin y al cabo teorizado por ambos. Quiroga, en su Decálogo del perfecto cuentista, propone: “Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo”. Esos Dioses son todos extranjeros. Y Borges, en El escritor argentino y la tradición, redobla la apuesta: “repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el Universo; ensayar todos los temas”.
Es en la reescritura donde tanto Borges como Quiroga se van haciendo nuevos y rioplatenses. Recombinan esas tradiciones de las cuales se apropian y las subvierten. El marco del cuento de Quiroga resulta muy parecido al de muchos cuentos de Maupassant, en los que después de una cena alguien cuenta un acontecimiento llamativo o extraño; y la tersura de su lenguaje puede recordar a Chejov. Sin embargo, no se podría confundir con ninguno de tales autores.
Ambos relatos, a pesar de las diferencias de estética y de clase de procedencia de los escritores, tienen algunas fuentes populares o al menos que no forman parte de las literaturas consagradas en su época: en el caso de Horacio Quiroga, el relato acerca de la misteriosa desaparición de los tripulantes del bergantín Mary Celeste, un buque de carga norteamericana hallado a la deriva por las cercanías de las Azores en 1872; la Historia de la piratería de Philip Gosse, en el caso de Borges. Su cuento está construido en la tensión entre el understatement de prosapia británica y algunos recursos —hipérboles, paradojas, retruécanos— identificados con el barroco español. También abunda un humor comparable al del Quijote. Pero sobre todo, resulta notable cómo Borges, de una manera vanguardista, adopta algunas características del propio diario en cuyo Suplemento multicolor de los sábados se publicara el cuento en agosto de 1933: subtítulos, enumeraciones, flashes, bruscas soluciones de continuidad. Es el mundo de Pierre Loti y de Marcel Schwob —particularmente el de su libro Vidas imaginarias— pero recombinado con el del periodismo moderno y el montaje cinematográfico. A lo que se suma el recurso kafkiano de la postergación, cuando la flota pirata comandada por la viuda, y la flota enviada a combatirla, pasan días y días frente a frente sin que se inicie el combate.
El suplemento de Crítica fue —más allá de los silencios y diatribas posteriores de Borges— una escuela: antes de pasar por allí, había escrito ocho libros, todos de poesía o de ensayos, nunca se había animado —era un “tímido”— a probarse en la narrativa.
Tanto Borges como Quiroga hacen una apología del lenguaje y del pensamiento, incluso de su potencial bélico y político. En sus cuentos se discuten palabras, y se resuelven con palabras o con pensamientos, no con acciones. El foco sobre la misma palabra es casi una invariante de la literatura marinera escrita en castellano: tematizar el mismo lenguaje marinero, problematizarlo, desde Benito Pérez Galdós o Lucio Victorio Mansilla a Haroldo Conti o Belgrano Rawson. A estos dos grandes imaginadores argentinos, sin embargo, hay algo que les resulta inimaginable: un barco que sea argentino. Y no se trata de una falencia original. Cuando Roberto Arlt sitúa su excelente novela corta Un viaje terrible en un barco atrapado por un remolino, lo hace también a bordo de un barco extranjero, nombrado en inglés: el Blue Star. Cuando Norah Lange sitúa su novela 45 días y 30 marineros en un barco, basada en un viaje real, se trata de un carguero noruego. Ya en los ´60, cuando Cortázar sitúa su primera novela, Los premios, a bordo de un barco, se llama Malcolm, en homenaje a Malcolm Lowry.
Cabe reflexionar acerca de la fuerza de las imágenes o la inercia de los conceptos y de las palabras, lo que hizo que existiendo ya buques argentinos, cuando se hablaba de barcos, los escritores argentinos acostumbraran a pensar en inglés. Algo así como lo que le sucedía a Mary Shelley cuando escribió Frankenstein o El moderno Prometeo: el idioma de lo gótico, de lo fantástico le parecía que no era sino el alemán: a pesar de Anne Radcliff o de Matthew Lewis. Un ejemplo más de cómo la cultura no refleja, sino que establece mediaciones. En consonancia con esto, podría plantearse como hipótesis que si el despojo de posibilidades de un desarrollo marítimo, padecido por la Argentina en los últimos cuarenta años, no generó grandes resistencias, en parte fue por no ser considerados mayormente los problemas del mar por nuestra cultura.