El durmiente

por Franco Bordino

A Luciana Ramos Verdesco

Es extraño que en una época tan hedonista como la nuestra, en la que el placer se ha convertido en un mandato social y en el criterio predilecto a la hora de juzgar el valor de las personas y de sus acciones, la filosofía de Epicuro —una de las pocas consagradas a desarrollar reflexivamente el hedonismo hasta sus últimas consecuencias— tenga tan pocos seguidores. Quizás ello se deba al célebre descrédito que supo alcanzar Federico Leroy, su más reciente y recordado discípulo.

Federico Agustín Argentino Leroy Gómez Blaquier nació en Buenos Aires en 1918, hijo del General Agustín Argentino Leroy, militar de alcurnia, y de María Ángeles Gómez Blaquier, hija única de una tradicional familia terrateniente.

Fue el primogénito de cuatro hijos varones.

Tuvo una infancia y una juventud regaladas: las labores del campo y las gestas de las armas suscitaron pronto su bostezo. Manifestó en cambio, a temprana edad y con la aquiescencia de sus padres, su preferencia por las actividades artísticas y culturales.

Publicó a los catorce años un libro de fábulas, que a los pocos años su padre retiró de circulación, por expreso pedido de su hijo. Tuvo luego un confuso aunque duradero romance con la pintura. En su adolescencia, se dedicó a frecuentar los círculos artísticos e intelectuales de Buenos Aires, convirtiéndose en una figura de reputación oscilante entre el dandismo y la bohemia. En los salones, vestía de frac, discutía con conocimiento de causa sobre las últimas corrientes artísticas de Europa, cortejaba a las señoritas más bellas y distinguidas de la alta sociedad porteña; lo que no impedía que pudiera vérselo también, por la misma época, en algún tugurio del Once junto a una troupe de bribones de la peor calaña (algunos de los cuales no eran menos ricos que él), completamente borracho, recitando poemas arriba de una mesa.

Al cumplir dieciocho años, su abuela materna le obsequió un viaje a Europa, y, como muchos jóvenes de su época y de su condición, pasó varios años viajando por el viejo continente. En París, conoció a los surrealistas (se recogen en sus Obras completas sus correspondencias con Dalí y con Buñuel). Allí también conoció a Picasso, la absenta y el hachís. De esas experiencias sólo aprendió los gestos, la pose del artista moderno, pero nada de su técnica, de sus razones de ser o de su sentir.  

Habría vuelto de aquel viaje siendo un pésimo pintor y un diletante detestable, de no ser por su casual asistencia a una conferencia del filósofo Henri Bergson. Fue entonces cuando Leroy descubrió su verdadera vocación: los arduos laberintos que desandan la mentira y preludian la Verdad; quiero decir, la filosofía.

Hizo algunos seminarios en la Sorbona con los filósofos más encumbrados de la época y regresó a Buenos Aires con ínfulas de profeta que baja de la montaña para compartir con sus semejantes “la buena nueva”. Tuvo la meta de ser un destacado académico, de ser un adalid en nuestro país de las nuevas corrientes de pensamiento europeas; pero su conocimiento del profesor Raúl Malatesta —destacado e influyente académico de la Universidad de Buenos Aires— lo desvió muy pronto de tal propósito. Malatesta se especializaba en el período helenístico de la filosofía griega, y, estudiando con él a los estoicos, a los escépticos y a los epicúreos, Leroy entendió que la filosofía no era un discurso más o menos exacto sobre la realidad, sino, por sobre todas las cosas, una singular forma de vida.

Federico Leroy abandonó sus estudios formales en la Universidad de Buenos Aires sin llegar a doctorarse y empezó entonces su largo periodo de colaboración con la Revista de Occidente, en la que, además de traducciones, publicaría valiosos artículos de su autoría. Fue la década del cincuenta su época de mayor prestigio filosófico, aunque también, paradójicamente, su época menos creativa y original. Los artículos de Leroy de entonces son prolijos resúmenes de la filosofía de Epicuro, en los que declama, aquí y allá, la importancia y actualidad del filósofo de Samos.

En 1959, sin embargo, escribe y publica el artículo titulado “Mathesis voluptatis”, pieza de transición entre su periodo epicúreo y el desarrollo de su propio pensamiento (si bien Leroy no dejará de reivindicar nunca sus aportes filosóficos como una forma de “neo-epicureísmo”). En este artículo, el filósofo argentino propone una clasificación y una interpretación numérica de los placeres, a la par que define la felicidad a partir de un valor numérico fijo, que debe alcanzarse mediante la suma ―sin excedencia― de los valores precitados. El exceso en esta suma con respecto al valor definido por Leroy como “umbral de la edaimonía”, da por resultado el hastío o “sufrimiento espiritual”; el defecto, la carencia o “sufrimiento físico”.

En el mismo artículo, el filósofo argentino arguye que la unidad de tiempo real por la que puede definirse y medirse la felicidad es igual a dos días; transcurrido este plazo, la cuenta y suma de los placeres debe volverse a iniciar. Es que calificar de feliz un plazo de tiempo mayor (por ejemplo, toda una vida), es, según Leroy, simplemente una abstracción, una metáfora, pero de ninguna manera puede tratarse de una aserción científica. Hacerlo con un plazo menor, en cambio, implica otros problemas: la felicidad de un instante —sostiene el filósofo—, aunque real y concreta, es una felicidad peregrina, que la filosofía no puede gobernar ni reducir a una fórmula. Por otra parte, Leroy define en este artículo la sabiduría —ese inalcanzable ideal, tan sacralizado por la filosofía helenística— como la simple observación de esta mathesis voluptatis (o ciencia del placer) por parte de los seres humanos en su vida cotidiana.

Si bien el formalismo de su mathesis moral fue duramente criticado, su idea de definir la felicidad no como un género de vida o como una actividad o estado específico del alma, sino como una unidad de tiempo (como una “duración cualificada”, según las propias palabras de Leroy) fue muy celebrada en su momento.

Los artículos posteriores de nuestro filósofo prosiguieron en la misma dirección, sin acusar virajes significativos: se dedican a explorar la aritmética de los placeres, a redefinir la ecuación exacta de la felicidad. No es hasta 1963 que Leroy publica “Apostillas a la sabiduría de Sileno”, el artículo que supondría su ruptura más significativa con el epicureísmo y el comienzo del declive de su prestigio intelectual. Allí abandona su idea de la felicidad y la sabiduría como ecuación equilibrada entre los diferentes placeres, para dar lugar a una nueva teoría. “Si existe una jerarquía entre los placeres”, escribe Leroy, “la vida más sabia y dichosa posible tiene que ser la que se consagre de manera exclusiva al mejor de todos ellos”. Y esgrime entonces su inaudita tesis: “El mejor de los placeres —el único activo y pasivo a la vez, uno de los pocos cuyo exceso no se vuelve dañino y cuya supresión total equivale a la muerte; el único que es condición de posibilidad de los restantes placeres activos— es el sueño”.

Escribe Leroy en “Apostillas a la sabiduría de Sileno”:

Según la melancólica confesión que el rey Midas le arrancó a Sileno, lo mejor que puede ocurrirle al hombre es no nacer; lo segundo mejor, morir pronto. Pero un hombre que no nace no es un hombre, y uno que muere lo fue y ha dejado de serlo, de manera que en ninguno de los dos casos puede este “hombre” disfrutar de la suerte que le ha tocado. Existe, sin embargo, otra suerte mejor, que ha sido callada por Sileno, y que a la par que nos permite rehuir el sufrimiento inherente a la existencia, nos permite también deleitarnos en esa evasión, preservando nuestra vida sintiente. Esa suerte es el sueño. (…) Lo mejor que puede ocurrirle al hombre, entonces —parafraseando a Sileno—, no es no haber nacido o morir pronto, sino nacer, y dormir todo el tiempo. (…) La vida más dichosa que pueda tener un ser humano es aquella en la que agota la mayor cantidad posible de sus horas durmiendo: esta verdad yace grabada en nuestro corazón, y cualquier persona con la valentía suficiente para afrontarla será capaz de reconocerla como un axioma irrefutable.

En la Antigua Grecia, filósofos que defendían tesis no menos disparatadas que ésta eran admirados por sus conciudadanos, que los honraban con estatuas y con templos, y que incluso les confiaban la redacción de sus leyes, no por otra razón que por la escrupulosa coherencia que mostraban (esos filósofos) entre su vida y su pensamiento. Es curioso que precisamente por la misma razón, en nuestra época, Federico Leroy se haya hundido en el más estrepitoso descrédito. Es que no bastaba, para el filósofo argentino, con haber resuelto el enigma de la existencia, y con haber indicado el camino seguro hacia la felicidad mediante sólidos y abstractos razonamientos. La filosofía, según el ejemplo de los antiguos griegos, no era una colección de vacuas ideas, sino una singular forma de vida concordante con ellas. De manera que Leroy empezó a poner en práctica en su vida personal su flamante teoría.

Lo primero que notó, fue que la vida holgada y licenciosa que llevaba se adecuaba muy poco a su ideal de eudaimonía: el ocio y el sedentarismo de la vigilia castigaban sus noches con un sueño breve y ligero. Decidió entonces, para reducir sus horas de vigilia —que, según la filosofía de Leroy, sólo podían ser horas de sufrimiento o de algún placer subalterno—, cambiar su género de vida por uno más activo: decidió trabajar en la estancia de sus abuelos. Pero los trabajos que correspondían a su rango (los papeleos en la aduana, las negociaciones con los clientes y los proveedores), lejos de cansarlo, reprimían sus energías sin agotarlas, de manera tal que afloraban por la noche, una vez terminada la jornada, impidiéndole el sueño. Luego de trabajar, Leroy se iba a la cama ansioso, frenético…, queriendo recuperar por la noche las horas que el tedio de las oficinas le había arrebatado durante el día.

Tomó entonces una decisión controversial, duramente censurada por su familia, y que lo puso en boca de toda la aristocracia porteña (por supuesto, como materia de escándalo y de maledicente chismorreo): se hizo emplear como peón en su propio campo. Lo acusaron de loco, de comunista cuando menos. Pero este expediente no satisfizo del todo a nuestro esmerado filósofo: si bien sus horas diarias de delicioso sueño aumentaron a causa del agotamiento físico, esa preciosa felicidad le costaba no menos de doce horas diarias de laboriosa y despreciable vigilia. En un artículo de la década del sesenta publicado en la revista El hogar, en el que Leroy reseña estos experimentos, confiesa su decepción: “Cualquiera sea el régimen de vida que se adopte, el promedio máximo de horas semanales que puede dormir un hombre de mediana edad no supera las setenta horas, lo que supone noventaiocho horas semanales de insomne sufrimiento”.

Pero fue mucho tiempo después que la extravagancia de Leroy alcanzó sus cotas más altas de popularidad. En la década del ochenta, todavía en tiempos de dictadura, las fiestas que realizaba en su mansión de Avenida Libertador eran un tema frecuente de las revistas de chismes y de algunos semanarios humorísticos de la televisión argentina. Asistían a esas fiestas estrellas de rock nacionales, deportistas famosos, gente de la farándula; no faltaban los políticos… Pero más que los concurrentes, lo que llamaba la atención del periodismo eran las raras condiciones en que esas fiestas se celebraban. Podían ser convocadas en cualquier día de la semana y a cualquier hora del día, incluso por la mañana. Los asistentes debían usar unas máscaras que se les daban a la entrada, algunas de rasgos borrosos, otras, con el rostro impreso de algún amigo o pariente del anfitrión. La comida era prácticamente inservible: abundaban las sustancias viscosas y gelatinosas de sabor indescifrable; las golosinas, los bombones y los postres, podían tener rellenos inoportunos, como chicle, cucarachas, o incluso una pieza dental. Leroy, por su parte, no pocas veces recibía a los invitados en calzoncillos… En fin: por todas estas circunstancias, las fiestas eran famosas, y porque eran famosas, los invitados tenían algún interés en concurrir a ellas. Estas insólitas y exclusivas ceremonias, sin embargo, sellaron para siempre la reputación de “genio estrafalario” de Federico Leroy, y, aunque no ayudaron en nada a revertir su descrédito filosófico, contribuyeron bastante a su rehabilitación social.

Pero aunque la reputación de Leroy fue cambiando con el tiempo, él fue siempre el mismo; quiero decir, él se mantuvo siempre fiel a su verdadera musa, que era la filosofía. En una entrevista que diera a la revista Humor en el año 87, declaraba:

Lo único que distingue al sueño de la realidad es el orden, la constancia que el ser humano impone arbitrariamente a las experiencias de su vigilia. Suprimiendo ese orden y esa constancia, es posible lograr veinticuatro horas consecutivas de sueño, veinticuatro horas consecutivas de la más deliciosa felicidad. Yo he consagrado mi vida a la aplicación y verificación de esta teoría, y he ideado algunos simples artificios para, como los poetas, como los místicos —esos notables soñadores naturales—, vivir en un estado de sueño continuo. Por ejemplo: he inventado el reloj y el calendario aleatorios; uso unos anteojos especiales, que abruptamente simulan la noche durante el día y el día durante la noche; olvido deliberadamente vestirme cuando salgo a la calle; invito gente a mi casa y les pongo caretas de rostros familiares, borrosos o desconocidos… Sólo noto que estaba despierto cuando me duermo, que dormía cuando me despierto; pero, salvo esos inevitables instantes de transición entre un estado y otro, el resto del tiempo me es imposible discernir si estoy dormido o si estoy despierto. Implica un arduo trabajo alcanzar este estado de indiferencia entre el sueño y la vigilia, pero —debo confesarlo—… ¡nunca en mi vida he sido más feliz!  

¿Quién sabe si no estaba en lo cierto? ¿Quién sabe si con su disciplinada forma de soñar Leroy no conquistó la sabiduría y la suma felicidad? Lo que sí sabemos es que pese a sus elevadas ideas y a su onírico ascetismo, Leroy no era inmune a la vanidad. Le molestaba, en los últimos años de su vida —así nos lo confirman algunos de sus amigos más íntimos de entonces—, que en los suplementos culturales llamaran “happenings” a sus fiestas, y que lo presentaran a él con el infamante rótulo de “artista posmoderno”.

¡Posmoderno, él, que era el filósofo más ortodoxo de su época, y que había consagrado su vida entera a la búsqueda infatigable de la Verdad!

Murió en 1993. La forma en que los medios de la época cubrieron la noticia le habría destrozado el corazón (si es que la noticia hubiese logrado penetrar su onírica coraza). Pocos mencionaron su pasado filosófico; ninguno, sus estudios con Bergson o sus publicaciones en la Revista de occidente. Todos, sin embargo, coincidieron en el mismo epíteto; todos lo llamaron “el excéntrico millonario”.

Si Leroy hubiese nacido en Atenas, en el siglo VII antes de Cristo, habría merecido una estatua; su nombre se barajaría todavía hoy como uno de los probables Siete Sabios de Grecia. Sirvan estas líneas para honrarlo, y para recordar que, además de millonario, fue un filósofo honesto y consecuente.   

Ilustración de El Hombre Grenno

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