Por Carmen Contreras
Imagina que llegas un día a este espacio y lo único que traes en tu mochila son dos aguacates. Estaban ahí porque debías llevarlos para la comida, pero terminaste aquí. Son dos aguacates en distintos estadios de su vida: uno es del tamaño de tu palma y tiene, precisamente, esa misma textura; el otro es un poco más grande, quizá te llegue hasta la segunda falange, y tiene más bien la textura de tu nariz. Sabes que el primero estará ya un poco café en su interior y que deberías comerlo pronto. Además, se ha golpeado con tus libros y con el resto de las cosas pesadas que habitualmente cargas en tu mochila. El otro podría aguantar hasta que salgas de este lugar y quizá entonces formaría parte de tu cena, o de tu desayuno, o de otra comida. Sabes que también está listo, pero está menos listo, es todo.
Entonces encajas la uña de tu pulgar en la parte superior del aguacate porque te parece que por ahí será más fácil abrirlo, y desgarras su piel, dejando a la vista una pulpa de los colores que imaginabas y con la textura que te gusta. Te comes el aguacate entero como sueles comer otras frutas y colocas el hueso en una de las esquinas que tiene este lugar. La cubres un poco con tierra y esperas que la humedad haga lo suyo. A la mañana siguiente, ya que hay luz, te vas.
Ahora imagina que alguien entra seis meses después a este mismo lugar. Tú habías encontrado calma en él, no porque el lugar fuera pacífico sino porque era lo que en ese momento necesitabas. Esta persona, en cambio, está huyendo de algo de lo que tú también huirías y encuentra este lugar que le parece un refugio porque le parece abandonado. Podría pensarse que este tipo de lugares es inseguro porque la pintura de la pared se cae como trozos de papel, porque quizá entre la maleza se esconde más de un alacrán o porque el techo no se ve precisamente estable. Pero la seguridad es relativa y para esta persona este espacio es, por ahora, seguro. Esta persona entra por una puerta que tú imaginas ahora y ve frente a sí la esquina que tú viste, dos sillas que recordarías, un mueble como alguno de tu infancia, algunos artefactos en el suelo, una estufa, cuatro cortinas rasgadas y mohosas, y un ventanal al frente, a unos centímetros de donde crece tu aguacate, que recibe glorioso los rayos de luz. Esta persona decide no sentarse en ningún lado porque ha crecido vegetación de distintos tipos: musgo y quizá algo de pasto, tú ponle nombre, que evitará por las mismas razones por las que la evitarías tú, así que decide sentarse en una de las sillas que más bien es un sillón y disfruta la luz como lo hace tu plantita. En algún momento descubre que el aguacate ha creado ya más de catorce hojas y que lo acompaña un pequeño brote de otro tipo de planta. Desde ahí puede ver claramente la casa vecina, que también parece abandonada, y como eso le da tranquilidad, duerme. Dos días después asume que no puede vivir sin comida y deja este espacio seguro para adentrarse en los espacios abiertos de un mundo hostil y humanamente reconfortante.
Imaginemos que pasan unos meses más. Esta vez imaginemos a una mujer de tu misma edad. Ella se ha mudado demasiado y sabría distinguir de inmediato una casa segura de una que no lo es. Al entrar a este espacio, decide que podría, pese a todo, ser un espacio seguro y lo aborda como tal. No se instala demasiado en el espacio porque sus pasos, nota, son como los de Gulliver en Liliput. Toma su celular, que guarda donde habitualmente guardaríamos nuestros teléfonos, y activa la cámara para tomar una foto desde donde tú estás ahora, observando la escena. Se siente segura con su foto pero toma una más, en la que tu aguacate es el protagonista, y la ve en su pantalla antes de marcharse. Ella no contó las hojas de tu aguacate, pero ahora tendría alrededor de veintiséis hojas, algunas más brillantes que otras.
Por último, imaginemos al aguacate. Ha llegado la temporada de otoño y sus hojas más bajas comienzan a secarse. No es que esto le ocurra habitualmente a los aguacates, o quizá sí, sino que el frío que ocurre aquí no le gusta demasiado. Si pudiera, se pondría una chamarra para plantas, que es más bien lo que llamamos invernadero, y seguiría creciendo hasta que en un año más pudiera comenzar a dar sus primeros frutos. Imagina que alguien los encontrara y siguiera tus pasos, que limpiara el hueso y lo enterrara en un lugar húmedo y cálido, con la temperatura justa para que creciera y tuviera veintitantas hojas en un año o poco menos. Pero este aguacate no tiene esa suerte. Sus hojas más bajas comienzan a secarse y caen. Tú podrías cocinar con estas hojas porque te encanta el sabor que le dan a la sopa, pero las hojas de este aguacate no se cocinarán sino que terminarán sobre el piso frío y eventualmente se harán una con el suelo y nutrirán la tierra hasta que en unos meses, cuando otra primavera vuelva, crezca de ella una nueva planta, una distinta a tu aguacate, quizá más chica, quizá con menos suerte.
Dejemos de imaginar y especulemos que a tu aguacate sí se le caen algunas hojas pues esto es normal en los árboles, pero no se le caen todas y las pocas que le quedan prendidas al tallo siguen la luz. Estas hojas alimentan la planta y sobreviven al invierno y le permiten al aguacate llegar a la primavera en la que tendrá flores. Ahora, recordemos: de cada mil flores de aguacate, solamente de una a tres tendrán frutos. El resto caerán al suelo y no producirán frutos.