En el número 14, tenemos la suerte de volver a publicar a Gustavo Caso Rosendi, uno de los poetas más queridos de la ciudad de La Plata. En la 3era edición de Gambito de papel se puede encontrar una entrevista con el autor que ilumina por sus reflexiones sobre la literatura y la vida.
Caso Rosendi es excombatiente de Malvinas. Este no es un dato menor en su obra, pues la temática está muy presente en sus poemas. En particular, su libro Soldados ronda la experiencia de vida del autor mediante elipsis, repeticiones y ambigüedades. Esto no quiere decir que Caso Rosendi haga una poética del combate, puesto que no ensalza las virtudes tradicionales de los veteranos de guerra; por el contrario, su respuesta es combatir a la poesía, dar lucha desde el lenguaje para poner en evidencia los absurdos de la comunicación, las relaciones de poder que tensan la gramática, el frágil entramado de la realidad empírica.
Otros títulos de Caso Rosendi son Elegía común (edición artesanal,1987), Bufón fúnebre (Último Reino,1995) y Lucía sin luz (El mono armado, 2016).
Antes de la salida de nuestra selección de poemas ilustrados en el #14 de la edición impresa, tenemos el privilegio de compartir algunos poemas de su libro Todos podemos ser Raymond Carver (Pixel Editora, 2018), seleccionados para esta web por Juan Agustín Grenno, ilustrador de la tapa del libro.

Para Elena Anníbali
Prefiero al poeta con cara de culo.
Ese que no intenta agradar a nadie.
Que está solo, en el rincón,
apartado de las charlas amenas,
de la cofradía.
Está solo, con su pucho
y su vaso de vino, preguntándose
qué planta será esa, mientras
la musiquita suena
y los nombres no le salen,
no se acuerda.
Y va respondiendo ¡gracias, loco!
¡chau, flaca! mientras va buscando
la parte de cielo donde
puede estar la luna.
Y ahí, entre el sauce,
parece que la encuentra.
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A veces, casi sin querer
medio de casualidad,
nos asomamos.
Y la luz que nos deja ver
a esa otra luz enjaulada
parece comprendernos.
El tiempo ha pasado.
Y el que sonríe desde ese papel no es
el que se conmueve sosteniéndolo.
Una gran mano acaricia
su propia manito hace ya mucho.
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Desde que llegué de la guerra, un sueño me persigue. De vez en cuando aparece.
Estoy en algún sitio, lejos y no puedo regresar. Los ómnibus no paran. Los taxis siempre están ocupados. Igual, no tengo guita, aunque sí muchas explicaciones para que alguien me lleve, pero no. No hay caso.
Es de noche, siempre. Y por más que espere y espere, nunca llega el día. Espero un tren, pero no pasa ninguno. Ningún barco se arrima al muelle. —Se hace tarde, se hace tarde —me repito.
Y camino y camino sin saber muy bien hacia dónde. A veces llego a una ruina que era una de mis casas cuando chico, pero no hay nadie, ni nada adentro. Esas casas no son a donde quiero llegar. Quiero regresar a mi hogar. Al de ahora. Al único posible.
Y entonces despierto en mi cama. Abrazo a mi mujer que duerme, mientras le susurro —aunque no escuche— que ya estoy, que ya he regresado.
Y me pongo a llorar.
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—¿Por qué le tenés miedo
a la oscuridad? No hay nadie ahí
—decías, mientras tu mano
intentaba soltarse de la mía.
Y ahora que estoy
mirando desde adentro,
corroboro tus dichos.
No hay nadie aquí.
Ni siquiera tu mano.
A eso le temía.
A que en la oscuridad
no hubiera nadie.
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TODOS PODEMOS SER RAYMOND CARVER
En el humaredal de una cocina de Tolosa, y a medida
que nos íbamos pasando la última botella de anís turco,
se nos iban ocurriendo pensamientos muy locos.
Los pensamientos locos no histeriquean, simplemente
se muestran, como lo que sale de atrás. Caen por su propia
gravedad, están bien presentes y huelen muy mal.
—A lo mejor esta noche no ha sido, todavía —sentenció
alguien, tirado en el piso.
—O a lo mejor sí, a lo mejor la noche es una botella vacía
con ningún mensaje dentro —le contestó otro alguien.
—Lo único que en realidad existe es un elefante muerto
que aún nadie ha encontrado —dijo otro alguien.
—¡Claro! —dijo otro alguien—, nadie puede encontrarlo
porque no hay nada más que ese elefante.
—Lógico —dijo el primer alguien.
El segundo alguien fue a vomitar al baño.
El tercer alguien volvió a repetir su sólida teoría.
El cuarto alguien se terminó lo poco que quedaba.
—Todos podemos ser Raymond Carver —agregué yo,
un quinto alguien que hasta ese momento se había
mantenido demasiado callado.
—¡Exacto, justamente a eso me refería! —dijo el alguien
que venía del baño, pasándose su muñeca izquierda por la boca.
Cinco algunos que habían vuelto de la guerra
y que todavía intentaban llegar
quién sabe a dónde.