por Jerónimo Corregido
Los escritores ingleses de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX están entre los preferidos de los que hacemos esta revista. La crítica los rotula con el nombre, quizás justo, de «románticos». Se los clasifica, por lo general, en dos generaciones: la primera, que heredaba el misticismo de William Blake, representada sobre todo por William Worsdworth y Samuel Taylor Coleridge; y la segunda, llena de nombres brillantes y dramáticos, pero mejor definida en los apellidos de Byron, Shelley y Keats.
Estos círculos incluían a una gran cantidad de personalidades: músicos, pintores, críticos, todos ellos marcados por la sensibilidad de la época, y bañados por un aura de talento que solo era posible revestir antes del surgimiento del psicoanálisis. Hay algunas cuestiones que asocian a los escritores de este campo, como la búsqueda del «Genio», el énfasis en la naturaleza, las reflexiones sobre su devenir nacional, y un dramatismo fantasioso que hoy nos parecería ridículo.
William Hazlitt era parte activa de este ambiente. La posteridad lo guarda como uno de los mejores ensayistas de la lengua inglesa y como uno de los primeros críticos literarios modernos. Estos rótulos son lo suficientemente aburridos para postergar por tiempo indefinido su lectura, en especial si se los contrasta con las etiquetas mucho más sabrosas de sus contemporáneos. Además, para ser un romántico, Hazlitt vivió demasiado: llegó a la abultada edad de 51 años, lo cual lo convierte en un obstinado anciano en comparación con las muertes sensacionalistas y trágicas de poetas como Keats, Shelley y Byron.
Por eso es que, a pesar de la admiración que los integrantes de esta revista sentimos por los románticos ingleses, hemos demorado el estudio de Hazlitt más de lo debido. Llegamos a él, finalmente, de manera natural, referidos por amistades que trascienden el tiempo y el espacio, para encontrar, en efecto, a una de las voces más claras de su época. Hazlitt parece ser el motor de reflexión sobre el que gira la poética de principios del siglo XIX; sus argumentos se adelantan a la producción de los autores, y las lecturas de sus contemporáneos arrojan reflexiones que la posteridad habría de repetir hasta el cansancio en congresos de literatura y papers académicos.
Hazlitt nació en 1878; esto lo hace parte de la primera generación de románticos, aunque su pensamiento estaría más cerca de la segunda. Su familia era ilustrada, y esto propició su acercamiento temprano a las artes. Desde joven tuvo la oportunidad de estudiar los textos de John Locke, David Hume y George Berkerley, pero sin dudas se sintió más apelado por la experiencia de El paraíso perdido de Milton. Los románticos, después de todo, tienen esa filiación inexorable con el verso, incluso los prosistas.
Sus ideas filosóficas, empero, no eran para nada despreciables. En una publicación de 1808, antes de su incursión plena en su carrera ulterior, Hazlitt contendió con el pensamiento hegemónico de su tiempo. La corriente más eminente dictaba que el motor de las acciones humanas estaba basado en el interés personal; es decir, hacemos lo que hacemos porque queremos que nos vaya bien a nosotros mismos. Hazlitt aplicó la idea de que las identidades futuras de un individuo son tan otras como las identidades de las demás personas; en otras palabras: quienes seamos en el futuro ya no seremos nosotros. Así pues, al motivar las acciones en el «yo futuro», se las destina a un otro. En suma, las acciones humanas no están suscitadas por el interés personal, sino por lo que Hazlitt llamó el «natural desinterés de la mente humana». Esta idea tiene numerosas implicancias éticas y políticas.
Su encuentro con Coleridge y luego con Wordsworth, dicen algunos, marcó su vida; otra manera de ver este importante momento es como el encauzamiento de las reflexiones que hasta entonces habían sido caóticas. Hazlitt tenía veinte años, algunos menos que Wordsworth y Coleridge, cuando éstos le mostraron los manuscritos de las Baladas líricas, la publicación que habría de cambiar para siempre el curso de la literatura occidental. Sin embargo, está claro que Hazlitt ya había presentido esa estética, ya había intuido la imaginería de sus pares, ya había experimentado el llamado de lo sublime. Hasta el momento, solo lo había bosquejado en su incipiente carrera como pintor, de la que quedan numerosos cuadros memorables.

Hazlitt tuvo trato con todas las grandes figuras de su época. Conoció a John Keats en el estudio del pintor Benjamin Haydon, mientra el joven poeta posaba para el cuadro de La entrada de Cristo en Jerusalén[1]. También fue amigo y discípulo del filósofo William Godwin, a través de quien conoció al poeta Charles Lamb. Lamb y Hazlitt fueron, durante la primera década del siglo XIX, los principales anfitriones de los salones literarios que se celebraban cada miércoles en Londres. De todas estas personalidades, quizás la más determinante para Hazlitt fue la amistad con Leigh Hunt, quien también era admirador del pensamiento radical de William Godwin. Hunt y Hazlitt fueron censurados numerosas veces, tanto en el campo literario como en el político, a causa de su pensamiento revolucionario.
Hunt le dio trabajo a Hazlitt en la revista The Examiner, donde escribían los románticos; esta casa editorial podría verse como la opuesta a la más conservadora Quarterly Review, desde donde destrozaban los poemas de Keats, Shelley y Leigh Hunt. Este espacio fue el motor para que la prosa de Hazlitt encontrara su expresión buscada. Es partir de esta época, desde 1814, que el autor comienza a dar con su pensamiento más acabado.
Quizás el epítome de esta etapa sean sus Lecciones sobre los poetas ingleses, dictadas en 1818. Imagínense esa audiencia, entre la que estaban sentados John Keats, Leigh Hunt, y quién sabe cuánto impúber más que estaba a punto de pasar a la inmortalidad. Estas Lecciones se convertirían en uno de los textos más sobresalientes de Hazlitt. Allí se leen pasajes de gran lucidez, como el siguiente:
Mucha gente supone que la poesía es algo que se encuentra solo en los libros, que está contenido en versos de diez sílabas con terminaciones similares: pero donde sea que haya un sentido de belleza, o de poder, o de armonía, como en el movimiento de una ola del mar, en el crecimiento de una flor que «despliega sus dulces hojas en el aire, y dedica su belleza al sol»…, ahí está la poesía en su esencia[2].
La idea (que la poesía es algo que trasciende la palabra) es por supuesto discutible, y el siglo XX se encargaría de contrastarla, pisotearla, actualizarla, digerirla y refutarla, pero en ese momento representaba la estructura de sentir de una generación. Los significantes elegidos («belleza», «poder», «armonía») son sintomáticos del espíritu de una época; la imaginería, también (las olas del mar, el florecimiento). Hasta la cita con la que ilustra la idea es representativa del gusto de aquel campo literario, pues se trata de un fragmento de Romeo y Julieta.
Las Lectures son imprescindibles y brillantes, pero el germen de esas reflexiones ya se advertía, y quizás con más calidad, en la publicación del año anterior, 1817, en colaboración con Leigh Hunt: La mesa redonda: una colección de ensayos sobre literatura, los hombres y los modales. En ese libro, que causó una considerable conmoción entre los conservadores clasicistas, hay textos valiosos hasta el día de hoy sobre poesía, educación y estética. El volumen se abre con un ensayo visionario titulado «Sobre el amor a la vida», sorprendente y necesario para una generación tan vinculada con la muerte. Allí se postula que el amor a la vida es el resultado de las pasiones, del goce. También hay ideas que resuenan hasta el día de hoy, como que los placeres son más apreciables cuando se tienen las herramientas culturales para saberlos aprovechar. Detrás de este simple apotegma hay todo un trasfondo político sobre la igualdad de oportunidades y el acceso a la cultura, motivos por los que tanto Hazlitt como Hunt fueron perseguidos.
En «Sobre la educación clásica» se da continuidad a esta idea, haciendo énfasis en las ventajas que trae el estudio de los clásicos, tanto para la cultivación del intelecto como de las pasiones. En el ensayo «Sobre la comedia moderna» se habla de la muerte del género a causa de la incapacidad de la sociedad inglesa de ese entonces de reírse de sus propios absurdos. Esta idea sería más desarrollada en el publicación de 1819, Lecciones sobre los escritores ingleses de comedia. En La mesa redonda también resalta el ensayo «Sobre la fama póstuma», en el que se analiza la capacidad de Shakespeare de percibirse en su trascendencia. Hazlitt concluye que los autores de verdadero Genio no logran enfocarse en su posible recepción ulterior, puesto que producen con una naturalidad espontánea que inhibe cualquier deseo de éxito o popularidad. Quizás sea uno de los textos más significativos para leer en tiempos de narcisismos exacerbados y redes sociales masturbatorias.
Sus opiniones sobre Shakespeare son de las más luminosas de la época. Muchos de sus contemporáneos solo pudieron exponer su admiración en balbuceos o sonetos; Hazlitt fue uno de los pocos que encontró palabras en prosa para tejer ideas congruentes y originales sobre el gran bardo renacentista, ideas que podrían ser catalogadas en tres tipos: sobre la versificación; sobre la capacidad poética; y sobre el oficio del teatro.
Quizás la publicación más controvertida de Hazlitt fue Ensayos políticos, con bosquejos de figuras públicas. Allí se pone en evidencia su pensamiento godwiniano, izquierdista y cínico; además, su prosa alcanza niveles de sofisticación que le granjearían los ya mentados rótulos de gran ensayista. La obra cumbre de su pensamiento político fue la biografía en cuatro tomos de Napoleón Bonaparte, su ídolo máximo.
Hoy, 18 de septiembre, recordamos a William Hazlitt por cumplirse 91 años de su muerte. No nos ha legado frases rimbombantes ni versos memorables; tampoco eslóganes para calendarios ni pinturas famosas para memes. Su obra es de tempo lento, gruesa, prosística, introspectiva, llena de agudeza, doble sentido y virtuosismo sintáctico. Nada, en suma, del gusto de la época de la inmediatez y la información frenética. Quizás por eso mismo sea importante leerlo hoy, tanto como a Keats, Coleridge y Shelley, y todos los animadores del romanticismo decimonónico. William Hazlitt nos impone preguntas incómodas y nos lleva a cuestionarnos nuestros propios hábitos, sean literarios o sociales, con la misma autoridad luminosa con la que lo haría el más brillante de nuestros contemporáneos.
[1] Keats figura entre los rostros de la multitud que recibe a Jesús.
[2] Many people suppose that poetry is something to be found only in books, contained in lines of ten syllables, with like endings: but wherever there is a sense of beauty, or power, or harmony, as in the motion of a wave of the sea, in the growth of a flower that “spreads its sweet leaves to the air, and dedicates its beauty to the sun,”– there is poetry in its birth. (Lectures [London: Taylor and Hessey, 1818] p. 2). Traducción por Jerónimo Corregido.