Traducción de Ricardo Stolzdarauf
Una noche Gregorio Samsa durmió mal y cuando se despertó vio que se había convertido en un bicho asqueroso. Tenía un caparazón duro en la espalda, y cuando levantó un poco la vista, se vio la panza enorme y marrón, toda dura y dividida como en partes, y arriba tenía el cubrecama, que estaba por caerse al piso. Todas las patas de más que ahora tenía se sacudían solas, flacas y miserables.
«¿Qué me pasó?», pensó. ¡Y encima no era joda! La pieza chiquita que tenía seguía ahí, las cuatro paredes y todo. Arriba de la mesa había un montón de atados de puchos (es que Samsa era taxista), y en la pared tenía colgada la foto en blanco y negro de una telenovela famosa que había recortado de una revista y había puesto en un lindo marco dorado. En el recorte había una actriz reconocida, era rubia y estaba de costado con cara preocupada, apoyada contra un taxi y con los brazos entrelazados en los de alguien que no se veía.

Gregorio miró para la ventana (se escuchaba el traqueteo de la lluvia) y le pintó el bajón. «¡Qué macanudo sería seguir torrando y dejarme de joder con todo!», pensó, pero era imposible porque solamente se dormía acostado del lado derecho y con ese caparazón no se podía poner de costado. Haciendo un poco de fuerza probó tirarse varias veces para ese lado, pero siempre volvía a quedar de espaldas boca arriba. Intentó mil veces con los ojos cerrados para no ver cómo le pataleaban las patitas y se rindió cuando le agarró un dolorcito que nunca había sentido. «Ay, Dios», pensó, «¡qué laburo complicado me vengo a agarrar! Todos los santos días de viaje. Es más enquilombado que tener un negocio en casa, y ni hablar del bardo de tener que manejar todo el día: los horarios incómodos, comer mal y a cualquier hora, no tener tiempo para charlar más de cinco o diez minutos con la gente. ¡Dejame de joder!». Le picaba la panza; se arrastró con la espalda hasta la cabecera de la cama para levantar mejor la cabeza; se vio el lugar donde le picaba, estaba lleno de puntitos blancos y no tenía idea de qué eran; quiso tocarse con una pata, pero enseguida la sacó porque le daba un chucho de frío.
Volvió a acomodarse como estaba. «Esto de madrugar te deja medio tonto», pensó. «Hay que dormir bien. Otros taxistas viven como reyes. Ponele, cuando voy al bar a media mañana a pasar en limpio los viajes que hice, me encuentro con que estos tipos recién están desayunando. Andá a hacer lo mismo con mi patrón: ahí nomás me raja. Y no sé si no sería mejor, mirá. Si no fuera por mis viejos, hubiera renunciado hace rato; por mí, ya le hubiera dicho en la cara al patrón todo lo que pienso. ¡Se cae del escritorio del julepe! Tiene la costumbre de sentarse sobre el escritorio y mirar a los empleados desde arriba, y encima hay que arrimarse bastante porque está sordo. Igual todavía tengo fe; donde junte la guita para garpar la deuda de mis viejos, que para eso faltan como cinco o seis años, voy y lo hago sí o sí. Y ahí sí que soy yo. Pero bue, ahora tengo que levantarme porque el turno hoy arranca a las cinco».
Y miró el reloj despertador, que estaba meta tictac sobre la cómoda. «¡Dios y la Virgen!», pensó. Eran las seis y media, las agujas del reloj avanzaban despacito; en realidad ya eran pasadas las y media y se iban arrimando a menos cuarto. ¿No había sonado la alarma? De la cama se veía que estaba bien puesta a las cuatro, así que seguro había sonado. ¿Pero era posible dormirse lo más pancho con el bochinche que hacía ese aparato? Bueno, tampoco es que justo hoy había dormido lo más pancho, y seguro que por eso no lo había escuchado. ¿Y ahora qué hacía? La otra era arrancar en el turno de las siete; pero para llegar tenía que mover ya, antes tenía que meter los puchos en el bolsito, y no se sentía ni fresco ni despierto. Igual si llegaba a las siete se iba a tener que comer un cagadón a pedos del patrón, porque el operador ya le habrá alcahueteado que llegó tarde. Ese, otro esclavo del patrón, no tiene huevos ni dos dedos de frente. ¿Y qué onda si decía que estaba enfermo? Aunque iba a ser muy sospechoso porque Gregorio jamás se había enfermado en los cinco años que llevaba en el laburo. Seguro que el patrón venía con el médico de la obra social, se quejaba con sus viejos porque les salió un hijo vago, y cortaba cualquier reclamo repitiendo lo que dice el médico, que posta piensa que la gente no se enferma: que es sana pero que no quiere laburar. ¿Pero la pifia el médico al pensar así? La verdad es que Gregorio se sentía bien y hasta tenía terrible hambre, más allá de la fiaca que le había dado por dormir tanto.
Mientras pensaba todo esto a las apuradas sin decidirse a levantarse de la cama y se hacían las siete menos cuarto, alguien golpeó con cuidado la puerta, que estaba al lado de la cabecera de la cama.
—Gregorio —era su vieja—, son las siete menos cuarto. ¿No tenías que salir?
¡Qué linda voz! Gregorio contestó y se pegó terrible susto cuando escuchó la suya; claramente era la de él, pero sonaba áspera y como desde un pozo, y las palabras sonaban claritas al principio y rasposas después, así que nunca sabías si habías entendido bien. Gregorio quería explicar bien todo, pero viendo cómo estaban las cosas no le quedó otra que decir:
—Sí, sí, gracias vieja, ahí me levanto. —Seguro que la puerta había atajado la voz de Gregorio, porque la vieja se quedó tranquila con la respuesta y se fue arrastrando los pies.
Pero con esa charla el resto de la familia se dio cuenta de que, por alguna razón, Gregorio seguía en casa, así que enseguida el viejo le golpeó a una de las puertas laterales, despacito, pero con el puño:
—Gregorio, Gregorio —le dijo—, ¿qué te pasa? —, y después de un toque insistió con un vozarrón: —¡Gregorio! ¡Gregorio!
La hermana le habló bajito desde la otra puerta lateral:
—¿Gregorio? ¿No te sentís bien? ¿Necesitás algo?
Gregorio respondió a las dos puertas a la vez:
—Ya estoy—, bien claro y con pausas para que la voz no sonara rara.
El viejo se volvió a desayunar, pero la hermana cuchicheó:
—Gregorio, abrime, te pido por favor.
Pero Gregorio ni loco pensaba abrir, y estaba chocho por avivarse todas las noches de trabar todas las puertas con llave, una costumbre que agarró del taxi. Quería levantarse tranquilo y sin que lo jodieran, empilcharse y sobre todo desayunar, y recién después se iba a poner a pensar en qué hacer, porque se daba cuenta de que esto de quedarse pensando en la cama no le servía para nada. Se acordó que muchas veces había tenido un dolor no muy fuerte, capaz por dormir en mala posición, y que después, cuando se levantaba, resultaban ser puras ideas, así que ya no veía la hora de ver cómo se le iban las ocurrencias de hoy. No le cabía la menor duda de que la voz tomada iba a ser alto resfrío, típica apestada de tachero.