Jorge Luis Borges, autor de La isla del tesoro

Por Juan Buatista Duizeide

¿De espaldas al mar? Entrega dos

Jorge Luis Borges, autor de La isla del tesoro

Apenas se le acerca al sustantivo “literatura” el adjetivo “marinera”, a la punta de la lengua se apresuran los mismos nombres: Herman Melville, Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson. Con la mención de esa magna trilogía, lo que se está nombrando es una literatura escrita en inglés, crecida al calor de la disputa entre un imperio marítimo que se consolidaba, y un vástago suyo que desde su misma independencia comenzó a pelearle el cetro por todas las aguas del planeta. Una literatura influida por antecesores en otras lenguas tan egregios como la Odisea y la Biblia. Con un gran precursor en inglés, aunque despojado de pretensiones literarias: The Principall Navigations, Voiages, and Discoveries of the English Nation: Made by Sea… (1589) de Richard Hakluyt. En términos estrictos, esa literatura marinera fue apareciendo y delimitándose con Robinson Crusoe (1719) y Vida, aventuras y piraterías del famoso capitán Singleton (1720), de Daniel Defoe; con La Balada del Viejo Marinero (1798), de Samuel Taylor Coleridge; con El corsario (1814), de Lord Byron; con El piloto (1824) y El corsario rojo (1828), de James Fenimore Cooper. Si se le quiere precisar un marco histórico, pueden mencionarse como hitos 1805 y 1945. La fecha de la batalla de Trafalgar, en la que una flota conducida por Lord Nelson coronó un proceso de esfuerzos bélicos sobre el Canal de La Mancha, el Mediterráneo, el Atlántico y el Caribe, derrotando a la flota combinada franco – española al mando del almirante Villeneuve. Inicio del derrumbe napoleónico y fin de la pretensión española de afianzarse en tanto imperio marítimo. Y la fecha de finalización de la Segunda Guerra Mundial: cuando los EE.UU. de Norteamérica, grandes ganadores de la contienda, terminaron de consolidarse como potencia imperialista. Inicio, a su vez, de la Guerra Fría, y como parte de ella, de la Carrera Espacial con sus héroes, su imaginería y sus mitos.

Esa literatura marinera que puede calificarse como clásica logró combinar la aventura de la conquista del globo con las aventuras del lenguaje, la exploración de rincones desconocidos con el descenso a los abismos humanos, las calmas y tormentas de los mares con cada estremecimiento del ser. Nació en la época del enciclopedismo. Creció romántica. Llevó el realismo al mar -y la consideración de asuntos bien concretos del mar a tierra firme- con Dos años al pie del mástil (1840), de Richard Henry Dana. Alcanzó sus cimas con Melville y Conrad, que son los Dostoievsky, los Proust, los Kafka y los Joyce del mar. Adoptó una madura elegancia con Robert Louis Stevenson. Se hizo popular con Marryat y London. Abrazó el impresionismo con “El bote” (1897), de Stephen Crane. Se combinó con lo fantástico y el horror en Lord Dunsany y William Hope Hodgson. Comenzó a declinar hacia la propaganda patriotera con Kipling. Tuvo manifestaciones tardías y brillantes como Ultramarina (1933) y Por el Canal de Panamá (publicado de manera póstuma en 1960) de Malcolm Lowry, La canción del marinero (1943) de James Hanley, El viejo y el mar (1952) de Ernest Hemingway o Pincher Martin (1956) y la trilogía Hacia el fin de la tierra (1980 – 1987) de William Golding. Conceptual y simbólicamente podríamos situar su Ultima Thule en la novela breve de Malcolm Lowry titulada Lunar Caustic. Escrita hacia 1942, fue publicada de manera póstuma tras una revisión a partir de dos manuscritos efectuada por su viuda Margerie Bonney y el poeta Earle Birney. Presenta la deriva joyceana de un marinero borracho entre el hospital donde está internado por delirium tremens y los muelles de New York. Con ella, el tópico de la navigatio vitae asume su forma final: orillera, irónicamente vanguardista y alcohólica.

Por supuesto, existen grandes obras de asunto marinero escritas en otros idiomas -basta citar Los trabajadores del mar (1866), de Victor Hugo; Trafalgar (1873), de Benito Pérez Galdós; o Kanikosen (1929), de Takiji Kobayashi-, lo que sucede es que nunca en otra lengua como en la inglesa llegó a configurarse un corpus semejante: cantidad, calidad, autores que se leen unos a otros, dialogan, discuten, lectores y críticos que leen ese corpus como tal.  

Otra periodización interesante que puede establecerse, ateniéndose a la literatura escrita por estadounidenses, abarca el siglo casi redondo entre la publicación de Moby Dick y El viejo y el mar. Del catastrófico fracaso colectivo en la caza de una ballena única entre todas las ballenas, al fracaso en la pesca solitaria de un pez vela o marlín. Del lenguaje apocalíptico de Melville -donde siempre hay un resto inasible como ese “fantasma de la vida” que obsesionó al capitán Ahab y a Ishmael, su evangelista-, a un lenguaje que podía ser igualmente celebrado por el humanismo liberal yanqui o la crítica soviética en el período de la convivencia pacífica. Los posteriores cuentos “Nadie decía nada”, de Raymond Carver, y “Moby Dick II o la ballena misil”, de Patricia Highsmith, funcionarían como comentarios distópicos de ese siglo de pesca y depredación: las fuerzas productivas -diría Marx- se han convertido en fuerzas destructivas. En paralelo a la contaminación y desertificación de los mares, se pasa de un barroco visionario -que desde la Biblia versión King James y la obra de Shakespeare que lo nutrieron mira hacia Joyce o Faulkner- al minimalismo de Carver, y a una escritura casi de orden cinematográfico en el caso de Highsmith. Los saberes de la pesca -asociados a la masculinidad desde Melville hasta Hemingway-, han declinado en el relato de Carver hacia la torpe masacre, a manos de dos adolescentes, de un monstruo nacido en aguas ultra contaminadas, un pobre monstruo luego tirado a la basura. En el cuento de Highsmith, son artilugios bélicos creados por el ser humano los que convierten a la ballena, que se enredó con ellos y los arrastra a lo largo de una fuga enloquecida, en algo tan letal.

Los asuntos más evidentes de la literatura marinera clásica – barcos, navegantes, navegaciones, naufragios- pervivieron como un eco en escrituras mucho menos densas en cuanto a sus búsquedas estéticas, su indagación existencial, su potencia de impugnación ética y política: la llamada ficción naval (mayormente inglesa, aunque otras nostalgias imperiales han llevado a que existan una ficción naval francesa y una española). Si a Conrad le molestaba que lo calificaran como alguien que escribía acerca de barcos –“¡yo escribo de la humanidad!” protestaba con razón-, a sus epígonos enrolados en esta corriente por lo general los enorgullece tal encasillamiento. A pesar de tan marcadas diferencias con aquella época de oro, no carecen de interés las obras de C. S. Forester, Nicholas Monsarrat, Dudley Pope, Alexander Kent. Y, sobre todo, Patrick O´Brien.

Aquellas escrituras que tuvieron como sostén un imperio -y contribuyeron de manera simbólica a su poder- siempre albergaron ambigüedades y contracorrientes internas que permitían otro tipo de lecturas, pero hacia fines del siglo XIX se fueron tornando decididamente críticas. Aunque siempre era más fácil ver y señalar las masacres ajenas: si Conrad deshacía las coartadas civilizatorias de los belgas en “Una avanzada del progreso” (1897) y El corazón de las tinieblas (1899), el capitán Nemo de las Veinte mil leguas de viaje submarino (1870), de Jules Verne, era un ácrata despiadado, tan bien provisto de armamento como enemistado a muerte con los imperialistas ingleses que lo habían privado de su nación, su amor y su prole. Sin embargo, textos como las cartas de Stevenson desde los Mares del Sur no hacen distingos de bandera al señalar las barbaries intrínsecas de la empresa civilizatoria.

Nadie pensaría en Jorge Luis Borges como un autor marinero de la manera en la que se piensa a los autores mencionados. Quienes en muchos casos fueron, además, navegantes de tiempo completo o parcial: Cooper, Dana, Melville, Conrad, Stevenson, London, Hogdson, Lowry, Hemingway. Por el lado de Borges no tenemos sino fotografías de niño vestido con trajecito marinero -un rasgo victoriano que prueba el peso de la imaginería náutica en la época-, o junto a sus amigos en la playa, notablemente incómodo por las olas y el viento. Borges suele leerse como un autor de la gran llanura pampeana -el que le escribiría a la gauchesca en “El fin”-, o como el que hace de las grandes literaturas de todos los tiempos asunto de su literatura: el de los espejos, los laberintos y los escándalos de la razón. No están desencaminadas tales lecturas. Sin embargo, podría compilarse un volumen completo de obras suyas en las que el mar es central u ocupa al menos un sitio importante.

Borges solía escribir poemas que alababan el valor de algún militar cuya sangre corría en su sangre, para a continuación hacer un mea culpa por no haberse dedicado a las armas, sino a las letras. También solía chancear afirmando que la historia argentina es “de carácter consanguíneo”. Por supuesto hablaba de sí mismo. Uno de sus ancestros, el coronel Isidoro Suárez, héroe en la batalla de Junín durante los combates por la independencia, era pariente lejano de Rosas. Otro militar, el coronel Francisco Borges, su abuelo, murió en el combate de La Verde, alineado con las tropas mitristas que se oponían a la sucesión presidencial dispuesta por Sarmiento, que había elegido como sucesor a Avellaneda. Pero Borges leía sesgadamente su árbol genealógico, porque tenía también otro tipo de parientes: Fanny -esposa del coronel Francisco Borges- era pariente a su vez de Jorge Suárez, que se dedicó a construir instalaciones portuarias para Urquiza. Con lo cual Borges tendría parientes en un rubro cercano al de la familia de su admirado Robert Louis Stevenson, constructores de faros, tal cual consta en el poema Skerryvore, en el que intentó conciliar la ingeniería portuaria de la cual desertó con la escritura: “Por el amor a las palabras bellas /y a mis coterráneos y parientes, /que en el ventoso océano han plantado, /para los navegantes, una estrella /donde solo había focas y aves: /inscribo, en el dintel de esta cabaña, /el nombre de una fuerte torre”[1].

Borges cuenta incluso con un ancestro marino, marino de guerra, del cual le viene su apellido: Francisco de Borges, teniente de la Armada portuguesa con actuación a favor de la corona en Brasil. Si no lo nombra, si no le dedica poemas, quizás  no sea tanto porque la historia nada guardó de sus hechos -que Borges bien podría haber inventado- sino porque sus verdaderos ancestros navegantes son otros: Homero, Las mil y una noches, las sagas islandesas, las kenningar, Melville -autor de una “novela que crece y crece hasta usurpar el tamaño del cosmos”-, Conrad, Kipling… y por sobre todos, Robert Louis Stevenson (“una de las figuras más queribles y más heroicas de la literatura inglesa” concluye en su Introducción a la literatura inglesa).

Borges no escribió aquejado por la tisis, expectorando sangre, ni se animó a romper con las convenciones sociales y fletar una goleta en la que zarpar, rumbo a los Mares del Sur, junto a una mujer mayor que él, ¡encima separada!, y su hijo. A cambio, escribió cantidad de poemas relacionados con el mar. Aníbal Zaldívar los ha censado y ha escrito el ensayo Borges y el mar. Allí da cuenta de las distintas funciones que el mar asume en su poesía: el mar como distancia y nostalgia, como cifra de la vida y la muerte, como una metáfora de la imaginación, como aventura. “La bandera de la aventura en el mar es Ulises, el gran héroe de la antigüedad”, destaca Zaldívar. A él están dedicados los dos sonetos que tituló El mar. Y aclara: Ulises es el arquetipo, pero hay muchos Ulises: Erico el Rojo, Da Gama, Selkirk, Cervantes, Alonso Quijano, y el Ulises de la Divina Comedia, que para Borges es la proyección de Dante Alighieri. Acaso, parejamente, estos Ulises que Borges recrea sean una proyección de sí mismo”. ¿Podríamos pensar que Stevenson fue uno de estos Ulises para Borges, quizás el más cercano porque fue también hombre de letras? En una entrevista, Borges se refirió a Stevenson como “cierto amigo muy querido que la literatura me ha dado”. Y su traductor Daniel Balderston considera que los más importantes modelos para la obra de Borges fueron De Quincey, Stevenson y Chesterton.

Tal vez haya tanto Stevenson como Schwob en el magistral cuento “La viuda Ching pirata”, de Historia universal de la infamia (recordemos que Schwob fue también devoto del escocés a quien tradujo a su lengua). Ya ciego, con la ayuda de Roberto Alifano, Borges tradujo las Fábulas de Stevenson, que se inician con una conversación entre dos personajes de La isla del tesoro, que borgeanamente discuten acerca del libre albedrío y la determinación.

Pero Borges asimiló tanto a Stevenson que su influjo aparece incluso en sitios donde no resulta evidente a una primera lectura. “La noche de los dones” puede ser leído en tanto paráfrasis de La isla del tesoro. En lugar de un barco y una isla, un prostíbulo. En lugar del traicionero pero entrañable Long John Silver, el retobado Juan Moreira. Y tanto en la novela, como en el cuento, alguien que recuerda muchos años después y narra. Los dones que el tiempo da -el mar o la llanura, las andanzas, la violencia, los cuerpos- el tiempo los quita y solamente el lenguaje, el gran fantasma, logra invocarlos.

Muy fácil (y vano) resulta engordar el Aleph. Reescribir, de manera condensada y poética, La Isla del Tesoro es tarea para un Ulises. Borges lo hizo en un soneto que sólo atino a transcribir completo:

Lejos del mar y de la hermosa guerra,

que así el amor lo que ha perdido alaba,

el bucanero ciego fatigaba

los terrosos caminos de Inglaterra.

Ladrado por los perros de las granjas,

pifia de los muchachos del poblado,

dormía un achacoso y agrietado

sueño en el negro polvo de las zanjas.

Sabía que en remotas playas de oro

era suyo un recóndito tesoro

y esto aliviaba su contraria suerte;

a ti también, en otras playas de oro,

te aguarda incorruptible tu tesoro:

la vasta y vaga y necesaria muerte.

Blind Pew, dedicado a un personaje de La Isla del Tesoro, incluido en El hacedor, de 1960.


[1]For love of lovely words, and for the sake / Of those, my kinsmen and my countrymen,/ Who early and late in the windy ocean toiled / To plant a star for seamen, where was then / The surfy haunt of seals and cormorants: / I, on the lintel of this cot, inscribe / The name of a strong tower”. Traducción por Jerónimo Corregido para Gambito de papel.

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