¿De espaldas al mar? I: El agua como problema

por J. B. Duizeide

¿De espaldas al mar? Entrega uno

El agua como problema      

La literatura argentina empieza con una inundación.

“Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del alto. El Plata creciendo embravecido empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua y barro, y al Sud por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando misericordia al Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio”.

Esto puede leerse al inicio de “El matadero”, de Esteban Etcheverría, escrito entre 1838 y 1840 pero publicado recién para 1871. La literatura argentina es un destiempo, un largo parto monstruoso (tal vez sea eso, también, lo que reescribe Osvaldo Lamborghini en “El Fiord”).

Con agua que se sale de cauce empieza la deriva de nuestras letras. Hay una lluvia “muy copiosa”, “amago de un nuevo diluvio”. Hay una crecida del Río de La Plata, hay agua que desborda y borra las calles, hay una llanura que se recuerda, quizás, mar. “Un lago inmenso”, “un piélago blanquecino”. Puede conjeturarse que una sudestada sopla en esas páginas de Etcheverría. Con viento desatado empieza la literatura argentina. Poco o nada tan autóctono como una sudestada. Tormenta característica del Río de La Plata, aunque suele también darse a lo largo de todo el litoral atlántico bonaerense, al sur del cual se hacen cada vez más frecuentes, y cada vez más violentos, los temporales del W y del SW. La otra tormenta típica del Infierno de los Navegantes -quizás la mejor denominación para el estuario del Plata- es el pampero: fresco súbito, fugaz, aunque anunciado por una nube horizontal en forma de cigarro, sopla del cuadrante W. Al contrario de lo que provoca la sudestada, vacía el estuario de agua. La zona, por estar ubicada en latitud media, es recorrida permanentemente por ciclones y anticiclones -centros de alta y baja presión-, lo cual torna sumamente variables los vientos. El pampero fue “my first gale” para Richard Henry Dana, como consta en un libro fundacional para la literatura del mar: Two years before the mast, sin el cual Melville quizás no se hubiera animado a hacer lo que hizo en Moby Dick. Y fue condición necesaria para la escritura de “Juan iba por el río”: el cuento desaparecido de Rodolfo Walsh, sustraído por el grupo de tareas 3.3.2. de la E.S.M.A. de la quinta de San Vicente donde estaba clandestino junto a su compañera Lilia Ferreyra.

Míticas bajantes del Plata ya habían sido mencionadas por José Antonio Wilde en Buenos Aires desde 70 años atrás. Y Manuel Mujica Láinez aprovechó la fechada en mayo de 1792 para su cuento “El pastor del río” (Misteriosa Buenos Aires, 1950): “El viento del sudoeste es loco. Viene galopando sobre la polvareda y sus rebencazos relampaguean en el atardecer”. En Cinco años en Buenos Aires (1820 – 1825), firmado por Un inglés, constan las siguientes anotaciones: “Cuando el calor ha alcanzado su punto culminante, no es raro que un pampero con su acompañamiento de lluvia, truenos y relámpagos, refresque la atmósfera. Estos pamperos soplan del W y SW, y ningún obstáculo se interpone en su avance sobre las extensas pampas (…) El trueno y el relámpago de estas tormentas aterrorizan al europeo; los rayos son a menudo peligrosos (…) Deja una profundidad de cinco pies en la rada interior y de ocho en la rada exterior (…) Los bancos de arena quedan al descubierto y la gente pasea a caballo sobre ellos”.

Ilustración de El Hombre Grenno

Walsh, en “Juan iba por el río”, se aboca a revisitar el mito -como buena parte de los grandes mitos, fundado en algo real si bien extraordinario- y le añade un espesor metafórico y político del cual las versiones literarias anteriores carecían. El protagonista de ese cuento es un paisano -Juan- que ha luchado por la independencia, que ha seguido los sablazos y los lanzazos en las filas del bando federal, que ha sido derrotado. De a caballo, trata de cruzar el río rumbo a la Colonia durante una bajante extremada. ¿Llegará? Walsh lo deja a mitad de camino, cuentan Lilia Ferreyra -a quien su compañero le fue leyendo el cuento mientras lo corregía- y Martín Gras, detenido desaparecido en la E.S.M.A., que pudo verlo entre los papeles del escritor robados por el grupo de tareas. Lo importante para Walsh, al parecer, no era si Juan llegaba o perecía a mitad de camino ahogado por el reflujo, lo importante era la determinación de cruzar al otro lado (¿habrá pensado en ese cruce, más ontológico o metafísico, de un lado a otro de una calle parisina, a través de un tablón apoyado en una ventana, que es el vórtice de Rayuela?). En tanto metáfora política, el cuento de Walsh puede leerse como cifra del empate hegemónico del cual hablan algunos analistas entre un proyecto de nación dependiente y otro autónomo. Y por tratarse del último que concluyera, puede también leerse como una reflexión acerca de la propia vida del autor y del movimiento que integraba (una derivación ecuestre y a la vez plebeya del tópico de la navigatio vitae).

Entre la crecida al inicio de “El matadero” y la bajante del desaparecido “Juan iba por el río” puede escribirse una historia de nuestras cabalgatas y nuestras navegaciones, de nuestras letras, de nuestras formas de contarnos la historia.

A causa del desmadre del Plata – un lago inmenso por todas las bajas tierras”– no entraban reses al matadero, cuenta Etcheverría. Imposible sacarlas de los campos, arriarlas, a través del agua, hasta allí. Pero finalmente, casi nadando, arriba una tropa conducida por arrieros a la fuerza medio anfibios. Y entonces hay una gran concentración de matarifes en el matadero or killing ground (podría compilarse una antología con los capítulos que los viajeros ingleses dedicaron a ese báratro, aunque tal vez Borges, con unos versos juveniles, ya la hizo innecesaria: “Más vil que un lupanar, / la carnicería infama la calle”). Los matarifes allí reunidos son, por supuesto, federales, mal entrazados, mal hablados, bárbaros. ¡Casi peronistas, che! Bastante achispados, ver pasar a un pituco unitario y querer divertirse a costa de él es una sola y misma cosa.

La literatura argentina es lo que se sale de cauce.

“…acuoso barro…”.

“…turbias aguas…”.

“…hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos…”.

“…una cintura de agua y barro…”.

“…el amago de un nuevo Diluvio”.

La literatura argentina comienza con una violación, escribió famosa y furiosamente David Viñas. Se refería a la violación del joven petimetre unitario que despreocupado cabalga por estas primeras páginas de “El matadero”, a manos de la chusma. Recordemos, una caterva oscura, rosista, bárbara. Insoportablemente viva. Pero también se refería a la violación de una lengua, española y de cuño neoclásico, por una lengua plebeya, americana, barrosa.

La literatura argentina son lenguas que se entreveran, que no se sabe si se combaten o se aman (“se penetran, se chupan, se demudan, / se adormecen, despiertan, se iluminan, / se codician, se palpan, se fascinan, / se mastican, se gustan, se babean…”, se leerá en Los amantes, de Oliverio Girondo, en buena parte de cuya obra la montonera exterminada se las arreglará para volver como vanguardia, y, last but not least, para disputarle nada menos que a Borges una cautiva bien blanca y ser elegido por ella).

Fácilmente podría afirmarse que, en el texto de Etcheverría que invocamos, la sudestada es previa al encontrón (“nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte” avisará, un siglo después, un tango de Cadícamo: Tres amigos). Esa agua excesiva no sólo es previa a la violación, sino que resulta su antecedente necesario. Pero obrar de tal modo sería caer en una tentación positivista. Y me propongo aniquilar cualquier amago de positivismo en mis lecturas:  no hay un corpus geológico, perfectamente estratificado, que bastaría observar correctamente para leer algo que es en sí la literatura argentina, no hay nada como esos estratos en los acantilados de Cabo Curioso que asombraron al joven Darwin por cómo exponían la sucesión de eras geológicas. La lectura -la perspectiva- produce el corpus. La lectura no es una constatación ociosa, es una serie de operaciones violentas. Como golpes de espada o de martillo a ciegas. Golpes y golpes hasta cortar, hasta forjar, hasta iluminar, hasta ver. Ni Ricardo Rojas, ni Jorge Luis Borges, ni Ezequiel Martínez Estrada, ni David Viñas, ni Ricardo Piglia, ni Josefina Ludmer, ni Carlos Gamerro se atuvieron demasiado al state of the art o se ataron a normas APA. En todo caso, el estado de la cuestión es un nudo gordiano y como enseña la leyenda no conviene perder tiempo en intentos prolijos por desanudarlo. Al fin y al cabo, toda lectura genuina es una labor de conquista.

Porque quiero hablar del agua en la literatura argentina elijo ese principio, ése es el corte del corpus que propongo, así como Viñas, deseoso de dar cuenta de la violencia empeñada en la fundación y mantenimiento del estado argentino, elegía ese acontecimiento de la violación narrado por Echeverría.

¿Qué sucede al adoptar ese hito?

¿Qué se lee si pensamos en el agua como problema?

¿Qué aparece ante la mirada si se ajusta el foco y se piensa en el agua salada, el mar, en tanto problema?

Héctor Pedro Blomberg deja de ser solamente el autor de las letras del cancionero del popular Ignacio Corsini, para revelarse como un autor particularmente interesado por los viajes de mar, los barcos, los navegantes, los puertos según evidencian poemas, relatos y novelas.

Hugo Foguet deja de ser solamente el autor de una especie de Ulises tucumano, la monumental novela Pretérito perfecto, para ser también el autor de un volumen –Convergencias– formado íntegramente por cuentos que transcurren a bordo de buques mercantes argentinos.

Lobodón Garra o Quebracho o Liborio Justo deja de ser el pintoresco vástago de un aristocrático dictador argentino, volcado a una vida nómade, al trotskismo y a la escritura de la historia, para ser también el autor de un volumen de cuentos –La tierra maldita– en el que se destacan narraciones marineras ambientadas en el extremo sur del mundo.

Pero también se reacomodan corpus de obra mucho más conocidos y frecuentados. Se hace evidente que podría compilarse un tomo, bastante generoso, con textos de Borges relacionados con el mar, y otro con textos de Roberto Arlt, y otro con textos de Sara Gallardo y otro con textos de Walsh.

Cómo… ¿no era que los argentinos dábamos la espalda al mar?

1 comentario en “¿De espaldas al mar? I: El agua como problema”

  1. “Y fue por este río de sueñera y de barro que las proas vinieron a fundarme la patria…”, diría Jorge
    Luis. Comparto esto de que el arte, más allá de sus cultores, está relacionado con geografía e historia. Sin embargo la referencia al país sigue siendo desde una perspectiva porteña, costera, centralista. Los autores no pueden escapar a esto; los ensayistas, los críticos, los estudiosos, sí.

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