Por Facundo Pallero

Doce párrafos perseguidos
Estaba sentado en un escaño de madera en un parque otoñal, rodeado de hojas amarillas que crepitaban maldiciones caribeñas: ¡carajo! ¡mierda! ¡qué vaina! Llevaba puestos anteojos negros de borde grueso, una flor en el ojal de una chaqueta de tweed y un cuaderno a dos aguas a modo de sombrero. El bigote estrecho se había vuelto más altivo con los años y lo único que delataba los achaques de la edad eran las manchas color café en las sienes.
Iba camino al hospital cuando, en una callecita lateral, se encontró con el tenor Ricardo Ramírez Sánchez. Las reminiscencias que compartieron en este encuentro fueron a parar a la segunda de las doce partes en que el cuaderno estaba dividido con separadores de cartón. Escribió de los duelos vocales a los que Ricardo se batía con un león, de los lamentos recientes sobre el descuido arbolario del Galoppattoi y la hipertrófica transformación de sus princesas tristes y, por supuesto, de la estoica espera por la canonización de la santa.
En el sueño eterno de la santa quizás buscara a la bella durmiente de aquella nevada en Paris hacía ya algunos años. Externamente, no había mucho que contar. La había pasado en el hall del aeropuerto, arrellanado en un asiento como ahora lo estaba en la sala de espera del hospital. Lo que pensaba para sí entonces, cuando paró de nevar y se sentó junto a la bella en el avión, era también parecido. Aborrecía la vejez propia, manifiesta tanto en la acumulación de portentos y presagios como en el declive de las articulaciones y otros tejidos corporales, y anhelaba la juventud de ella. Pero la bella dormía, seguramente soñando sueños que nada tenían que ver con él.
De sueños también estaba hecha la cuarta historia que anotó en el cuaderno peregrino, apuntándola rápido antes de que se escapara. Sueños borgeanos en los que aparece Neruda, que vedan estadías en Viena para evitar algún mal oculto pero tienen poca eficacia contra los tsunamis.
Tenía ese párrafo a medio terminar cuando una enfermera lo llamó. Se levantó y la siguió por un corredor donde se empezaba a formar una fila que desembocó en un dormitorio colectivo donde le quitaron todas sus pertenencias y le entregaron a cambio una cobija. –Pero yo solo vine a hacerme un examen de rutina—dijo. —Claro—le respondió un guardián corpulento de ideología franquista—. Aquí todos vienen por otra cosa. —Yo solo vine a hablar por teléfono—interpuso la mujer recostada en la cama de enfrente. Él se dio cuenta de que estaba en el ala psiquiátrica del hospital y se preguntó si no estaría también en una pesadilla kafkeana. Sea como fuera, decidió acostarse como su nueva compañera de cuarto.
Amaneció con las sábanas empapadas de sangre. Dos opciones: o había escrito un cuento de terror muy corto o estaba menstruando a raudales.
Es que se había convertido en una prostituta que, como no podía ser de otro modo, se llamaba María Dos Prazeres. Pudo pronunciarse respecto del cuento anterior no bien comprobó que había entrado profundamente en la menopausia. En los márgenes del cuaderno ahora iba garabateando teléfonos de agencias funerarias y precios de ataúdes. En su regazo había un perrito de agua que parecía chillar en catalán.
Pero antes de que se supiera si aquella historia terminaba con seis pies de tierra o con polvos seniles, la pluma ya rodaba otra vez por los avatares de la señora Prudencia Linares, que embarcó por castidad y devoción en el último peregrinaje literal del cuaderno. En lugar de revelaciones religiosas, le quedó la enseñanza de que no se deben comer ostras en agosto.
Quizás ya entrado el otoño septentrional, comenzó a soplar la tramontana por las hojas del cuaderno y levantó en vilo a las ideas, de modo que hubo que cazarlas como a las cuerdas de los globos de helio. Para esta altura, él era un poco más como al principio y rememoraba épocas pretéritas de la costa española como narrador testigo, yuxtaponiendo la razón europea a la superstición caribeña, pronosticando o vaticinando calamidades.
¿Y qué presagio más fatalista que una serpiente clavada en la puerta cual maleficio de gitano, con acechantes dientes de serrucho en la boca despernancada? Así empezaba uno de los últimos relatos del cuaderno, que él narra como niño homicida en lugar de viejo hipocondríaco, con una trama tan precisa como las historias más lucubradas del antiguo continente que se atisbaba a lo lejos y una prosa exuberante que culebreaba por los montes de una nueva isla y se colaba por los arrecifes de su mar.
Zarandeado por tanto barco y tanta conmoción, buscó un poco de reposo en un apartamento madrileño entre el penúltimo y el último separador de cartón. Abrió la llave de luz hasta que flotaron las macetas de geranios, las botellas de brandy y un bote cuyo capitán imberbe sostenía en la mano un sextante, buscando la estrella polar por la ventana. Con un trazo florido en el cuaderno, fijó todo como en una gelatina, como en un cuadro surrealista.
Por último, siguió las manchas amarronadas que salpicaban en descenso las escaleras y atravesó puestos de guardias dormidos y fronteras internacionales nevadas hasta llegar a un pinchazo de rosa en un dedo diminuto. Pertenecía a una niña bien que se había casado con un bandolero y ambos jóvenes buscaban una solución medicinal a la herida. Él los vio perderse en los vericuetos de un hospital francés y se quedó sin más párrafos que perseguir. Tiró, entonces, para ver si lo llevaba a alguna parte, del hilo poético que recorría el cuaderno de principio a fin, estrangulando quizás a algún personaje o remendando su muerte.