In memoriam Jorge Manrique

Por Daniel Schechtel

Abril prerrenacentista de 1479 en la Cuenca española tardíomedieval. En intrincada refriega de espadas, gritos y rencores se adentra un resuelto jinete dando espadazos en vaivén valeroso y temerario. El avivado polvo se inmiscuye entre los hombres como un memento mori profético. Lo muerden y lo escupen entre remates de espada y relinchos invisibles. El jinete tras el polvo ve de reojo el castillo que ya no tiene nombre ni estandartes: ahora es el único castillo del mundo, pero no es un arquetipo. Confiere un espadazo que rechina contra el metal. Ya no concibe que lo rodea la matanza porque hubo un robo de animales de los campesinos que estaban bajo su propia custodia. Su brazo retrae el arma mientras sus ojos buscan auxilio. Se desentiende de jerarquías políticas y marquesados, prescinde del tedio de la frívola vida cortesana. No ve a nadie de su bando en derredor. Se despropia de las mañanas cenicientas de instrucción caballeresca, se desprende de las tardes naranjadas en que, escrito algún poema convencional y amoroso, se dejaba distraer por la nostalgia. Entre el polvo, la espada surge, indómita, certera. Ya no es teniente, no es amante, no es poeta. Ni se honra ya de portar el nombre santo que mató al dragón. Es un cuerpo que se sabe ante la muerte. Siente el fuego helado, siente el hambre. Se retuerce hacia un costado. Suelta el arma. Todo sabe a carbón. Todo se aleja. Quizá una súbita paz le inspira una pregunta última: ¿cuándo sube el sabor de la sal?

Alguien suyo se acercó al cuerpo, todavía delirante. Distraídamente leyó la banda que el herido llevaba en el pecho bordada en oro: “no miento ni me arrepiento”. Lo cargaron. Luego por fin fue prudente revisar sus pertenencias. Entre sus ropas hallaron un escrito plegado. La inscripción de puño y letra del convaleciente decía:

¡Oh, mundo! Pues que nos matas,
fuera la vida que diste
toda vida;
mas según acá nos tratas,
lo mejor y menos triste
es la partida
de tu vida, tan cubierta
de tristezas, y dolores
muy poblada;
de los bienes tan desierta,
de placeres y dulzores
despojada.


Es tu comienzo lloroso,
tu salida siempre amarga
y nunca buena,
lo de en medio trabajoso,
y a quien das vida más larga
le das pena.
Así los bienes -muriendo
y con sudor- se procuran
y los das;
los males vienen corriendo;
después de venidos, duran
mucho más.

Jorge Manrique murió a sus treinta y nueve años. La guerra fue su credo, el amor su postura y la poesía su legado. Redactó poemas al amor cortés y escribió alguno memorable en esa línea, más tres sátiras chocarreras. Y compuso las famosas coplas elegíacas. En retrospectiva, el suceso más relevante de su vida fue la muerte de su padre, el conde de Paredes de Nava y gran maestre de la Orden de Santiago, Rodrigo Manrique. Héroe de la reconquista española, lo visitó a su residencia la muerte en su hora postrimera. Le habló de la vida terrenal, la vida gloriosa, ambas ya conquistadas por él, y de la vida eterna, que le aguardaba después de la muerte. Y cerró su discurso:

Y pues vos, claro varón,
tanta sangre derramasteis
de paganos,
esperad el galardón
que en este mundo ganasteis
por las manos.
Y con esta confianza
y con la fe tan entera
que tenéis,
partid con buena esperanza,
que esta otra vida tercera,
ganaréis.»

El galardón que Rodrigo Manrique en el mundo ganó, o que ganó el mundo, fue su inmortalidad. Fueron las coplas que su hijo Jorge escribió en su memoria y que labraron la pequeña eternidad para ambos:

Así, con tal entender,
todos sentidos humanos
conservados,
cercado de su mujer,
Y de sus hijos y hermanos
y criados,
dio el alma a quien se la dio,
el cual la ponga en el cielo
y en su gloria,
y aunque la vida perdió,
dejónos harto consuelo
su memoria.

En 1821, Shelley escribió que todos los poetas son el Poeta. Tal libreto (que reduce todos los escenarios a un solo espacio, millares de actores a un solo papel) no era nuevo entonces, y lo corrobora de revés el hecho de que sucesivos escribas del Espíritu único siguieran rescatándolo a su modo. Por casos, en 1844 (Emerson), en 1800 largos (Mallarmé), en 1938 (Valéry), en 1952 (Borges). En ese sentido, antes es lícito recordar la muerte del héroe Rodrigo Manrique que la de su hijo, un teniente que murió joven y, en rigor, superfluo para el Poema. Son esos sencillos versos universales los protagonistas. Los últimos memorables antes de la aparición de América en el horizonte europeo (como me lo señaló el poeta Pablo Seguí). Estos que copio, su ademán más famoso:

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir:
allí van los señoríos,
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos;
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.

Con todo, si el poeta sobrevive, es porque halló un símbolo. El de Jorge Manrique es su belicosa entrada a la muerte con un poema entre sus ropas. Su virtud, seguir hablándole a quien consulta su cuerpo desfallecido. Su epíteto, el de poeta, y no el del valiente guerrero que fue. La misteriosa causalidad no se fija en credos ni vocaciones.

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