NADIE VIVE TAN CERCA DE NADIE – TAMARA TENENBAUM

Reseña de Facundo Martín

Hace algunos años, a un taller de escritura al que voy también iba Tenenbaum. Presentó un ensayo para publicar en EE. UU. que empezaba así: “Me acuerdo donde estaba el 11 de septiembre, pero es casi una coincidencia”; seguía con amigas de primaria comiendo pizza en un restaurante kosher, sin casi mirar la pantalla del televisor. El ensayo terminaba con una escena evocativa en la que una maestra lava lechuga como para quitarle las impurezas al sexo. Quizás la profesora (estadounidense) del taller haya comentado que era jugada la introducción, pero que estaba bueno que les dijeran que, en algún rincón alejado de Sudamérica, no eran el ombligo del mundo. Yo sugerí con impericia que el final también tuviera humo, fuego y bombas.

Pero se ve que ese final con la lechuga me quedó grabado y que funcionaba, como funcionan los cierres efervescentes de Nadie vive tan cerca de nadie. Alguna reseña decía algo así como que Tenenbaum era la voz de los 90. Ponele. Sus personajes flashean, cogen y se van yendo en cuentos localistas, ambientados en CABA o en la provincia de Buenos Aires. Hablan con apariencia de autenticidad y, como la directora del coro en “Otro instrumento”, ella los dirige, al principio, “rapidísima y con la articulación muy marcada. Pero al final, de pronto, hace un rallentando […] y la obra termina casi en un susurro, como derretida”.

Y no es que los finales sean un artilugio para ocultar alguna carencia. Los cuentos tienen una estructura coherente que acompaña la sensación de aislamiento en departamentos apiñados, el solipsismo en las relaciones con los demás, el sentimiento de no entender cómo ni dónde terminan las cosas. En el relato que le da título a la colección, el monólogo de una actriz se confunde con su historia; en Polvo de caballos, el narrador recuerda una relación amorosa en una bañera, desorientado como el nadador de Cheever; en Niña Yael, se yuxtaponen las perspectivas del novio (en primera persona) y la novia (en tercera) mientras se prepara un casamiento arreglado en la comunidad judía del Once.

Al movimiento general de los cuentos también lo refuerzan técnicas narrativas y estilísticas acertadas. “No somos amigas”, salpica el encuentro de dos conocidas en Nueva York con flashbacks cortos a la costa argentina que saltan más de una década; narrado en primera persona por una empleada doméstica, “Beba, o algo distinto” combina guiños a la metaficción (“[…] esa es mi historia. No es necesario sostener una intriga sobre esto”) con diálogos sin atribución que se aclaran un párrafo más abajo; “Hablemos de otra cosa”, la charla de una pareja sobre los problemas de pareja de otros, directamente no usa guiones de diálogo ni comillas:

“[…] A Guillermo no le incomodan los silencios de Lisa. Sabe que no duran nada. Ya la está viendo relajar la cara y, con una duda brillante en los ojos, abrir la boca.
Yo conocí una chica, una vez, que vivía en la playa, y que había hecho una especie de voto de celibato[…]”

Nadie vive tan cerca de nadie tampoco es una obra monolítica. Reúne desde cuentos largos como “Niña Yael” hasta microrrelatos como “Esto no es un parto”. Cuando le leí este último a un amigo, me dijo que no le gustó la prosa. Es verdad que, si buscan poesía en prosa que deslumbre con cada palabra como la de Cortázar o poesía en prosa que además contenga agudezas como las de Woolf, deberán consultar, respectivamente, los libros de Cortázar y los de Woolf. Pero Tenenbaum escribe muy buena prosa, una prosa que hace lo que tiene que hacer al servicio de la narrativa. Y su escritura también es versátil. En una escena de “A los 37 una no espera”, se mimetiza con una obra de jardín de infantes:

“Entonces Cristina salía y lo primero que le pasaba era que se caía en un charco de papel crepe marrón mientras jugaba con unos chanchitos […] Hasta que aparecían la luna y las estrellas y le sacaban las manchas con su brillo y ella […] volvía a casa y su mamá la felicitaba por haber cuidado tan bien el vestido.”

De una forma que me recuerda a “Un Verano” de Selva Almada, en “Polvo de caballos” adquiere un tono naturalista:

“La yegua no tenía cara de nada, ni de placer ni de dolor ni de nada, pero en su grupa enorme se le veía lo atravesado, y ese ser parte de un torrente de piedra, un río lleno de rápidos y una avenida sin fin lo recordé tal cual en el cuerpo, en mi culo, la primera noche que estuve con Demián, y yo también debía tener esa misma cara de nada de la yegua, esa cara de boba, los ojos pelotudos.”

Creo que hay un final que también varía, el de “Lo que se me pregunta”, que es bastante hekeriano. Y me parece que los otros, los que se desintegran con más sutileza, son tanto o más efectivos. Tienen mucha tristeza, tienen humo, fuego y bombas en esquirlas de vidrio y tienen, capaz, por momentos, algo que te hace sentir un toque más cerca de alguien.

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