Reflexión sobre dos documentales de Joshua Oppenheimer
por Santiago Astrobbi Echavarri
Jerónimo Corregido, compañero de epopeya en Gambito de papel, generalmente lapida obras de arte (cuentos, poemas, ensayos, pinturas, fotos o películas) por su falta de originalidad, “Eso ya lo dijo Borges hace cien años”, “Eso ya lo pintó Dalí hace otros setenta”, y así siento que nos vamos quedando sin caminos, porque todo ya fue dicho, ilustrado, fotografiado y pensado, “Eso no es más que una reformulación de la teoría de Kant”, “Como dijo Zizek…”, y lo representable por medio del arte, el objeto, y las formas de representar el arte, los modos o los medios, se apretujan en un embudo cuya parte inferior deja caer cada tanto alguna gota refinadísima de arte original.
Y le peleo mucho a esa idea, me enojo con mi compañero de aventuras literarias porque me parece un argumento pacato para apreciar el arte, pero a la vez lo entiendo y comparto su añoranza: yo también quiero sentir que nací de nuevo frente a un poema, un cuadro o una foto, yo también quiero crear un género literario nuevo, o pervertir alguno ya existente para aportar con ese granito de arena al cemento que construirá el edificio del porvenir artístico.
Y aunque también me aburren los clichés, cada tanto me conmuevo con un poema que no dice nada original, con una pintura que no utiliza ningún recurso estrafalario, porque no siempre le exijo originalidad al arte, aunque la valoro, pero sí capacidad de conmover: si una obra de arte no me conmueve, por más original que sea, por más que sugiera una técnica acabadísima, la descarto; si no me interpela, no es para mí.
La saga de dos obras de Joshua Oppenheimer (El acto de matar, de 2012, y La mirada del silencio, de 2015) cumple con los dos requisitos: destroza los moldes que creía infranqueables en el cine y acaricia con una pluma de pavo real las fibras más íntimas de mis intestinos.
Joshua Oppenheimer es un director de cine estadounidense que vive en Dinamarca con su esposa japonesa. Estudió Física teórica y Cosmología en la universidad porque estaba interesado en conocer las razones por las cuales estamos acá, en este mundo loco e inexplicable, quería saber por qué cuando observamos algo lo modificamos, y se adentró entonces en la industria cinematográfica porque consideró que así podría vivir en una praxis constante de estas ideas: a través del cine exploraría su individualidad, su percepción, su cosmología, y eso irremediablemente desembocaría en cambios externos, ajenos a su esfera, impredecibles.
En 2001, viajó a Indonesia para ayudar a los granjeros locales a filmar un documental para retrarar sus inconvenientes a la hora de formar un sindicato. Las plantaciones de palma reemplazaron a los bosques nativos en este archipiélago vasto como la imaginación, sobre todo en Borneo, uno de los pulmones verdes más grandes del mundo luego del Amazonas, que quedó reducido a un cuarto de su tamaño original, y los trabajadores morían en sus cuarentas por intoxicación con pesticidas, lo mismo que les sucede a los mineros en otras regiones del país. Cuando los trabajadores presentaron sus demandas, las empresas belgas que manejan las plantaciones los amenazaron de muerte y los trabajadores retiraron sus reclamos de manera inmediata. Ese fue el punto de quiebre, allí fue cuando Joshua se enteró de la historia de estas comunidades y decidió dejar todo lo que estaba haciendo para concentrarse en esta grabación.
En sus dos documentales (para simplificar, por ahora los llamaré documentales), Oppenheimer se centra en el proceso posterior al genocidio indonesio de 1965, en el cual la dictadura militar, por intermedio de milicias locales, asesinó a un millón de personas a quienes acusó de comunistas y desestabilizadores. Los fragmentos de propaganda estadounidense anticomunista que Oppenheimer recupera y muestra a lo largo de las producciones cristalizan un esquema de invasión postcolonialista que tanto la potencia gringa como sus primos europeos (sobre todo Inglaterra y Francia, pero también Holanda, Bélgica, Portugal e Italia) utilizaron luego del triunfo en la Segunda Guerra Mundial en todo el mundo: infiltración política por medio de propaganda, sobornos, extracción de recursos naturales gracias a los servicios de empresas amigas, subyugación o exterminio de toda la disidencia posible.
Pero volvamos a los documentales: Oppenheimer aprendió indonesio y les ofreció a los jefes de las milicias locales filmar una película sobre ellos. ¿Cómo? Como ellos quisieran: Joshua puso a disposición todos sus recursos, todo su tiempo y toda su energía para filmar lo que estos líderes locales creyeran adecuado para contar su historia. Y digo “su historia” justamente porque la narración y la revisión de “la historia” son dos de los ejes temáticos y estilísticos más importantes de este director.
Y aquí es donde se genera el malentendido que da origen a un nuevo género cinematográfico: Oppenheimer intercala las escenas de ficción actuadas por los asesinos con los testimonios que ellos brindan sobre el pasado, sobre sus asesinatos, y por medio de la ficción, los asesinos revisitan esas historias, las re-crean. El resultado es absolutamente abrumador y Werner Herzog, productor ejecutivo de la película, lo describe muy bien en una entrevista: You won’t see a film with that power and Surrealism in the next one, two or three decades. Period. [No veremos una película con tanto poder y surrealismo en la próxima década, o en las dos o tres siguientes]. El malentendido inicial potencia la proliferación semántica que, a su vez, genera esa sensación de surrealismo: los villanos se sienten héroes. Y en esa actuación o recreación de su heroísmo, la realidad per se queda al margen, se construye una nueva realidad que se basa en la anterior pero que es absolutamente independiente de esta. En palabras de Oppenheimer: Unusual new forms of reality start to emerge. [Comienzan a aparecer nuevas formas inusuales de la realidad].

El proceso, entonces, se convierte en el resultado: los platós de grabación enmarcan una historia que los contiene y que los extrapola hacia otra historia que ocurrió hace más de cincuenta años. La película se convierte en una ilusión óptica, en un juego de cajas chinas o de muñecas rusas, ya que los límites entre el arte, la realidad, la ficción y la historia se difuminan, se aparean, y ya nadie sabe dónde trazar la línea que separa al surrealismo de todo lo demás. Aquí yace el núcleo de la originalidad de Joshua Oppenheimer: filma un documental con elementos de ficción que revisa la historia y la cambia para siempre, aunque en ningún momento podemos aislar los elementos de la ficción y la realidad, porque ya no hay tal realidad, sino que se está construyendo a través de la ficción, sin saber cuál será el siguiente paso, sin saber a dónde desembocará la película y, por consiguiente, la historia.
El espectador, al adentrarse en estos documentales, instantáneamente percibe ese vértigo de la creación artística improvisada, estudiada sí, pero no guionada, ese drama con piscas de acción y comedia, esa ambivalencia inexplicable, ese limbo que solo Joshua Oppenheimer es capaz de crear. En palabras de Errol Morris, también productor ejecutivo de los documentales: Whatever documentary is, it’s not adult education. Presumably, it’s an art form where we are trying to communicate something about the real world. It’s got a journalistic component… I would call it journalism plus. Something more than journalism. […] Most movies try to kill thinking. Take thought and stick a knife in its back. This is a movie that encourages people to think. [Más allá de su definición, los documentales no son educación para adultos. Presumiblemente, son una forma de arte que intenta comunicar algo sobre el mundo real. También tienen un componente periodístico… Yo lo llamaría algo más que periodismo. […] La mayoría de las películas intentan matar al pensamiento. Toman un cuchillo y se lo clavan por la espalda. Esta película estimula el pensamiento].
Werner Herzog también recalca esa originalidad, pero pone el foco en la peligrosa idea de que exista “una verdad”: I believe that documentary film-making has to move away from the pure fact-based movies, because facts per se do not constitute truth. That’s a big, big, big mistake. [Creo que los documentales se deben alejar de las películas basadas en hechos, porque los hechos no constituyen el carácter de verdad. Ese es un grandísimo error]. De hecho, y en esta misma línea de pensamiento, uno de los asesinos que aparece retratado en la película, cuestiona el término “crímenes de guerra” y afirma que “War crimes are defined by the winners. I’m a winner! So I can make my own definition” [Los crímenes de guerra los definen los ganadores. ¡Yo soy un ganador! Por lo tanto, puedo proponer mi propia definición].
Si podemos redefinir o repensar los conceptos de crimen de guerra, verdad, documental, ficción, realidad e historia, entonces tal vez no esté todo perdido, como a veces sospecho por los exabruptos de mi compañero Corregido, y tal vez también podremos encontrar la originalidad gracias a creaciones artísticas como la de Joshua Oppenheimer.

Si podemos redefinir o repensar los conceptos de crimen de guerra, verdad, documental, ficción, realidad e historia, entonces tal vez no esté todo perdido, como a veces sospecho por los exabruptos de mi compañero Corregido, y tal vez también podremos encontrar la originalidad gracias a creaciones artísticas como la de Joshua Oppenheimer.
El primer documental, El acto de matar, se puede ver en este enlace, y el segundo, La mirada del silencio, se puede ver en este enlace.