María José y Los Neónidas. Capítulo 2

De cómo Aries, Cáncer y Acuario encuentran a Libra.

Por María José Jiménez
Ilustrador: Fabián Santí


Bueno querides, acá estoy de nuevo. Contando esta partecita de mi historia, intentando recordar lo más suavemente posible. En el capítulo anterior, así como telenovela, me quedé en cuando entré  o me entraron al Club Bukowsky.

A partir de eso, nuestras tardes comenzaron a ser siempre así. Íbamos a la escuela de escritores, ellos se iban antes y yo los alcanzaba en el café.

—¿Cuánto tiempo pasan en ese café?

Me preguntó un día mi papá

—Pues como tres o cuatro horas

—¿Qué? ¿Son putos o qué?  Cuatro horas tomando café, qué asco. Váyanse a una cantina, mejor.

—Obvio papá, después nos vamos a Don Amado.

—¿La de 5 de mayo? 

—Sí

—¿Apoco ya dejan entrar mujeres?

—Pus sí, ni modo que vaya disfrazada.

—Eres capaz.

Tampoco a Pelón, uno de mis mejores amigos, le gustó mucho la idea del café.

—Te aviso que a mí no me vayas a invitar a tomar cafés con tus amigos esos que se hacen los intelectualoides. Si me quieres ver a mí, que sea con una chela de por medio. Café… No mames.

—Tranquilo, Chirrini, soy la primera que no te va a sentar en esa mesa.

Aunque muchos años después Pelón terminara siendo amigo de todos e incluso, con Horacio y conmigo cargando un colchón, en medio de la lluvia madrileña, desde Atocha a Embajadores.  Pero ese será otro capítulo.

Una de esas tardes reconocí a Giusseppe.

Estábamos sentades en una de las mesas de la vereda del Italian Coffe. Giussepe se acercó, tímido y torpe a la nuestra. Antoniuz, con esa voz de escritor del siglo pasado que tenía, me dijo:

—Supongo que conoces a nuestro amado José.

Después, con la palma de la mano abierta, así como en forma de cuenquito, lo señaló de cabeza a pies.

Lo conocía desde hacía un par de años; Pollo me lo había presentado en un bar, borracho y tambaleante, con los primeros botones de la camisa  se acercó a la mesa en la que estaba con mis amigas.

—Gueeeey, vengo a presentarte a este guey, que es igual de raro que tú. Yo creo que se van a amar.

Y tenía razón.  Pero no por esa vez en esa terrible discoteca. Giussepe, como Antoniuz lo bautizó después, era más chico que nosotres, uno o dos años, que en esa época se sienten millones.  Era un chico muy lindo, tierno, inocente. Seguía cursando el secundario, según mandato familiar, en una escuela del Opus Dei, donde había conocido a Antoniuz y a Pollo.

Me acuerdo que una tarde estaba comiendo tacos con un amigo, nuestra mesa estaba justo en la puerta del baño de la taquería. En eso veo a Giuseppe que venía hacia el baño

—Hola José —le dije antes de que entrara al baño.

Dio una especie de salto, asustado, giró hacia nuestra mesa.

—Hola. ¿Qué tal? —me dijo muy nervioso, casi temblando.

—¿Te acuerdas de mí?

—Sí, sí, claro, por supuesto.

—¿Cómo estás?

—Bien acá, echando unos taquitos.

Le presenté a mi amigo. Intercambiaron un par de frases y luego se giró yendo hacia su mesa.

—¡José! ¿No ibas al baño? —le grité

—Ah sí, sí. Disculpenmé.

—¿Por qué siempre te buscas gente tan rara?

Me dijo Fer, con el que estaba echando el taco.

—¿Qué tiene él?

—Es un freaky, ya ni te das cuenta, María José.

—Uy, si él te pareció freaky, no quiero ni imaginar lo que te van a parecer los que me lo presentaron.

 De a poquito comenzó a venir a nuestros interminables cafés; él no tomaba café porque decía que lo alteraba mucho, pero se pedía aproximadamente de dos a tres Mirindas por sentada. Muchas tardes sólo venía a lamentarse con nosotres sobre la pesadez que dicha educación le cargaba.  Era extremadamente sensible, tanto que había días en los que él sabía antes que yo cuándo estaba incómoda o triste y me quería ir.

Me pasaba que a veces era todo tan profundo, tan intenso, hablaban de tantos escritores que yo no sabía ni quiénes eran, que me sentía inferior. Entonces de a ratos me surgían ganas de irme, de no sentirme tan pequeña a su lado. Además, acuariana hiperactiva, tantas horas sentada me empezaban a cosquillear las piernas.  Les decía: “Voy a la tienda”.

Caminaba hasta la tiendita de enfrente a la Congregación, compraba una Tutsi Pop o una Miguelito con chile y daba la vuelta al andador y a la plaza. A veces hablaba con alguna de mis amigas y les pedía que me cuenten alguna cosa superflua y básica que yo pudiera entender y resolver. Después subía por la estatua donde está el Conchero y casi siempre me encontraba con algún amigo tocando por ahí; charlaba un poco y luego volvía a subir.

Cuando volvía Giuseppe me preguntaba:¿Estás bien?

Era siempre muy cuidadoso al hablarme, como de otra época, como si no hablara con un adolescente solo un año más chico que yo. Me pasaba siempre lo mismo con los chicos de esa escuela: una nunca sabía si lo que les pasaba con las mujeres era adoración o pánico. Casi siempre eran las dos cosas a la par.

Nuestra vida era así: escuela de escritores, cafés con artistas varios, cantineada en Don Amado.  No nos gustaba mucho salir, casi todos odiábamos las discotecas; el que más iba era Horacio, pero porque amaba la fiesta y la decadencia. El resto éramos un poco más caseros, nos daba miedo el afuera, supongo.

Ya en esa época se habían saturado de Bukowsky y comenzaban a hablar más de Los detectives salvajes.

Empezamos a juntarnos los fines de semana por las noches en casa de Giuseppe. Su casa era enorme. Ana, mi amiga, la llamaba La Versalles queretana. Ahí teníamos espacio suficiente para hacer locuras sin ser escuchades por los padres.

Veíamos películas de culto, inventábamos bailes, ceremonias y a veces Antoniuz y Giuseppe hacían espectáculos con calcetines en las manos, mientras Horacio y yo nos enamorábamos.

 Antoniuz y Giuseppe venían de esa escuela del Opus Dei, mientras que yo venía de una escuela de monjas zapatistas. Horacio, en cambio, había probado varias escuelas y estaba en contra de toda alusión al catolicismo. A veces pasábamos horas escuchándolo contar cómo se echaba la pinta, o las travesuras que había hecho en todas las escuelas por las que había pasado. Nosotres tres, en cambio, éramos bastante ñoñes, y nos moríamos de ganas de tener su valor, o sus aventuras.

Una vez Giuseppe se fue con su familia a Egipto. Cuando volvió, traía todo tipo de ropajes y adornos. Antoniuz y Horacio se vistieron de pies a cabeza y yo me puse una especie de red con piedritas que me colgaba por la cabeza. Nos maquillamos, les cuatro, y salimos por las calles. En los semáforos salíamos a bailar y entrábamos a los Oxxos, que son tiendas de autoservicio, fingiendo que hablábamos otro idioma y discutíamos entre nosotres sólo para ver la cara de les que atendían.

Entre Horacio y yo todo iba muy lento para mi ansiedad y mis ganas urgentes de ser besada, más que cualquier otra cosa. Me buscaba mucho, me recomendaba lecturas, películas, música. Él era el que me invitaba siempre a pasar tiempo con ellos y los días que me iba con mis amigas monjiles, me mandaba un mensaje a media noche y caía medio borracho con un par de amigos. Habíamos descubierto que mi mejor amigo, también era su amigo, y teníamos muchos más  conocidos en común de lo que pensábamos. Pero claro, era Querétaro, y en Querétaro todes somos primes de todes. 

Una vez le enseñé algo que había escrito para una clase. Era una especie de autobiografía de mis fracasos amorosos y mis dolores familiares.  Él me contestó con un cuento que se llamaba “Rocket Miguis”, y recuerdo que al final, ella, que era yo, desplegaba sus alas en lo alto. Cuando me dio ese cuento, me vibró todo, mi corazón latió como si fuera un pajarito frente a un aguilucho.  Nunca ningún chico que me había gustado me había escrito un cuento. Me pareció el acto de amor más sincero del mundo. 

Pero de ahí no pasaba, de llamarme y querer pasar tiempo conmigo, cada vez más y más tiempo. Me instruía en todas las artes, pero luego, nada, ni una mano, ni un beso, nada más allá de miradas medio cómplices que me daban a entender cientomil interpretaciones distintas.

Antoniuz casi siempre me regresaba a casa, ya que vivía cerca de mí y los dos vivíamos un poco más lejos de la ciudad. Poco a poco se empezó a abrir, hablábamos de lo que sentía nuestro corazón, porque les dos éramos muy romántiques o imaginábamos universos posibles. Esos viajes en la autopista eran hermosos. La parte que más me gustaba era cuando cruzábamos el puente de la autopista hacia Juriquilla.

—Ahí vamos, una vez más, a cruzar el puente.

Me decía muy seriamente. Y creo que recitaba algo, pero ya no recuerdo.

Antoniuz era un personaje de literatura. Solía estar serio la mayor parte del día; solo Horacio le sacaba carcajadas. Le molestaban tantas, tantísimas cosas que no puedo ya ni acordarme.  Al mismo tiempo, era un enamoradizo. Cada mujer que pasaba a nuestro lado le causaba curiosidad, ninguna le parecía fea. Siempre encontraba algo bello en cada una.  Millones de veces les mandó poemas en servilletas mientras tomábamos café. Además, siempre encontraba señales, como él las llamaba, para creer que esa era la mujer de su vida.

Construía “Ciudad Hermes” con la cabeza, las manos y el corazón todos los días. A veces se ponía a hacer el diseño de la ciudad con el azúcar, la sal, los palillos y las servilletas de la mesa.  A cada une nos bautizó con el nombre que teníamos ahí.Él era Antoniuz dae Kgargaria, José era Giuseppe Rex dae Komandrovia, a Horacio lo bautizó como Horatius Warpola Magister de Clerecía y yo era Mikisi dae Tekomoros, o Mikisi tekomorina. 

En nuestros trayectos a casa, me contaba que no le gustaba mucho la idea de que yo estuviera enamorada de Horacio, pero no porque hubiera algún tipo de atracción entre nosotres, puedo estar absolutamente segura de que nunca la hubo, sino porque me decía:

—Es que si ustedes son novios, en vez de ser amigos, ahora seremos la pareja y yo.  Y los noviazgos entre amigos siempre traen problemas.

Equivocado no estaba. Pero yo cada vez estaba más enamorada de Horacio.  Me encantaba todo lo que era, porque era todo nuevo para mí.  Me gustaban sus pantalones rotos, el pelo siempre enredado con un corte de rockstar decadente, la ansiedad con la que golpeaba el cigarro contra la mesa para alargar el momento de prenderse otro cigarro. 

Creo que, entre otras cosas, esa fue la razón por la que Antoniuz empezó a llamar más a Giuseppe, el libriano, para que saliera con nosotres.

—Chicos —nos dijo un día muy emocionado José—, esta semana estrenamos nuestra obra. Me gustaría que vengan. Así conocen a Gerardo. Y bueno, “el triste” Geratho es el próximo capítulo.

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