por Rocío Laria
He (re)llenado formularios de todo tipo, he marcado la opción correcta dibujando cruces o el logo de Nike, encerrándola en un círculo según el caso. También he tachado, ignorado y encerrado la respuesta incorrecta. He escrito mi nombre completo centenares de veces sobre una línea y detrás de dos puntos. He teclado mi documento, mi cuil (barra cuit), que aparentemente funcionan como nuestro código de barra. Así, he pasado bajo el láser burocrático virtual incontables veces. Dichos trámites pueden volverse enteras desventuras, como tener que volver a rellenar los espacios blancos de nuevo por un 404 not found y confirmar cientos de veces que no sos un robot, pese que a que la exigencia de llenar ese tipo de formularios y el hecho de seleccionar imágenes con semáforos no te aleja mucho de ello. Pero no importa cuánto fuerces la voluntad, la burocracia siempre se anota la jugada maestra y nos devuelve una encerrona. Cuántas veces me he ofuscado frente a ella, con mis dedos dispuestos al desplazamiento ligero y lateral con la esperanza de ganar tiempo, de sacar un atisbo de ventaja a la pestaña reseca. A lo largo de los años he mandado decenas de solicitudes de toda clase. Mensajes binarios, locomotores con información de mis coordenadas, transbordos vacíos. He elaborado también planillas del estilo a mi voluntad, un curriculum virtual más de diez veces, me he pasado varias horas tratando de encontrar una foto en mis carpetas, modelos y plantillas sobrias y a la vez desestructuradas, las cuales suelo rellenar con el top 10 de los eventos más intrascendentes para mí, porque son los únicos que cuentan, los que más valen.

Mi bandeja de entrada, más que un correo, es una fiesta electrónica de mensajes sin sentido. Minutos y minutos apilados destinados a morir marcando casilleros para mandar a la basura. Adquirí mi cuenta en gmail para poder usar Android, y esa sola decisión implicó un plus de cosas más que no solicité y que tampoco me sirven. Para descargar un libro que me gusta y que no podría pagar piden que me registre: vamos de nuevo. Soy yo. No soy un robot. Soy yo, Rocío, feminino, argentina. Ingresar contraseña. Pará… ¿Cómo era? Olvidé mi contraseña. Me enviarán un mail a mi Samsung jotanosequé mini. Sí, debe ser ese, porque mini es. Pero antes me van a llamar para que un bot me dicte unos pocos números. Aceptar. Guau. Saben todo. Ahí está la clave H16cCulo. Acceder. Lo mismo para innumerables plataformas y redes que ya ni recuerdo las circunstancias ni los motivos por los cuales me terminé registrando voluntariamente (no soy un robot, recuerden, ¿pero eso vasta?). Siento que estoy en todos lados. Siento que ya hablé con todos de muchas formas posibles. Por mail, por formulario, por consulta, por aplicaciones, por chat… Ya pensé mil contraseñas y escribí las confirmaciones. Siento que estoy en todos lados, porque cuando ingreso, ya están mis datos allí, porque puse recodar en todas, porque, de nuevo, no soy un robot y me pasa que me las olvido. Así que paso de largo la bienvenida y pongo ingresar. Y ahí están. Mi mail, mi Facebook, mi celular, mi clave de ANSES, mi madre y mi padre, todo lo que tenga que ver mínimamente conmigo está sincronizado. Sí, está todo sincronizado, pero sin mí. Quedé varada en alguno de los tantos requisitos de ingreso vaya a saber a qué. Puede que me haya quedado congelada en alguna dimensión tratando de recordar en qué estaba pensando cuando creí que no me iba a olvidar esa combinación. Me perdí en alguno de los ocho caracteres encriptados sin sentido o en alguno de mis tantos nombres de usuario. Quizás me quedé varada porque ya no puedo mentir en el capcha, quizás caí en la trampa, y ya no puedo afirmar que no soy un robot.
