María José y Los neónidas.

Relato de un pasado por María José Jiménez.

Cuando Santi me invitó a que escribiera este texto, sentí algo raro. No sé, como un vacío.  Dije que sí, en automático, porque casi nunca digo que no a escribir, y, supongo, una parte mía sabía que tenía que hacerlo. Mi proceso de escritura no es metodológico, por más que me hayan enseñado en todos los talleres y diplomaturas de escritura que tengo que tener un método, no puedo tenerlo, o mínimo no como lo dicen “los que saben”. Puedo pasar meses sin sentarme frente a la hoja en blanco, pero un día me siento y así, de pronto, mis dedos comienzan a bailar solos, a vomitar, como si todo lo que hubiera estado viviendo, sintiendo y pensando durante esos días antes de sentarme frente a la hoja, ya se hubiera estado escribiendo en mí. A veces creo que funciono al revés, primero vivo mis propias fantasías para luego poder escribirlas y saber que no solo estuvieron en mi cabeza, que mis historias ya atravesaron mi cuerpo, y el de todes les personajes que se vieron involucrades, y que se fueron para cualquier lado, pero, yo elegí vivirla antes de escribirla.

Me evado. Me presento. Soy María José. Durante años escribí con el seudónimo de Castor, porque era muy fanática de Simone de Beauvoir, y resulta (irónico hoy) que Castor era el sobrenombre con el que Sartre la llamaba. Soy acuariana, creo en las energías e influencias de los planetas, las plantas, y todo ser que aún no se nos haya manifestado abiertamente, o sí. Hasta el día de hoy tengo 35 años en esta tierra. Ansío profundamente que esta sea mi última reencarnación, porque acá, entre nos, queride lectore, estoy muy cansada y algo me dice q si esta vez no huyo, y confío,  todos los espíritus que me habitan podrán descansar.

Vuelvo a Santi. Me dice que, a él y a los lectores de Gambito de papel, les gustaría leer sobre esta parte de mi historia, y yo pienso que sí, que estaría buenísimo, pero luego, maldita temporada canceriana, me empiezan a volver ciertos miedos: ¿y si la historia no fue así? ¿Y si fui yo la que construyó ese recuerdo? ¿Y si se enojan conmigo por lo que escriba?

Desde hace siete días estoy haciendo un trabajo de reconectar con el espíritu de mi placenta.  Son sesiones dadas por diferentes mujeres de Latinoamérica, todos los días a las 7 a. m. de México. Ah, claro, esto es importante, en esta vida soy mexicana, pero actualmente la cuarentena, y supongo que algunos jueguitos de Saturno y Mercurio, me tienen atrapada en La Plata, y éste, por ejemplo, escribir sobre esta historia podría ser uno de esos juegos.  En la sesión de hoy, recordé mis raíces, ramas, fuerza, y sentí la vida correr por mi sangre. Entonces entendí, o recordé, o capaz nomás escuché a la chamana que guiaba, que el movimiento es vida, y la vida es memoria. Las tres cosas: yo vivo, recuerdo y muevo; y esa triada anda baile y baile dentro y fuera de mí.

Mi memoria es mi historia, pensé.

Esta es mi historia también.

Como el patriarcado está tan anidado en lo más profundo de nuestra médula ósea, que incluso yo, que milito feminismo, y brujería, llegué a decirme hace una semana que tal vez esta no era mi historia, era la de ellos. Como si yo no hubiera estado ahí, como si yo hubiera sido nada más una observadora y como si la observación no fuera una forma de estar.

Pero no, en esta historia yo fui acción, motor, movimiento, vida y palabra encarnada.

Querides, espero que hoy sea el primero de muchos encuentros entre ustedes y yo, o quien sea que escriba a través de mí.

Capítulo 1

De cómo Acuario, Cáncer y Aries se reencuentran en una Escuela de escritores.

Contaré desde mis 19 años, pero estoy segura que esto arrancó mucho antes. En esos ayeres, vivía en Querétaro. Querétaro se ubica el centro de México, es la capital del estado de Querétaro, una ciudad colonial,  tranquila, romántica, bohemia y extremadamente conservadora. 

Estando un poco así, como todes hemos estado a los 19 años, o a los 100, sin saber qué queremos, quiénes somos y  para qué existimos, me metí a la escuela de escritores.  Era una escuela muy linda, en una vieja casa,  donde habían adaptado algunas habitaciones para convertirlas en salones.  La escuela estaba del otro lado de lo que llamamos  “El río”, que en realidad era casi un estanque, así que para llegar de casa de  mi abuela hasta ahí, yo tenía que bajar una calle de pisos de cantera, cruzar un puente, que nunca antes había cruzado, y llegar a una placita, detrás de la cual se encontraba esta casa.

Todo arrancó el primer día que entré. Estaba en clase de literatura. El profesor, un señor cuarentón con el pelo largo y canoso, que olía a borrachera de hacía tres días, nos contaba sobre el movimiento Beatnik. A mí se me hacía agua la boca de solo pensar en esos personajes y sus aventuras mientras yo estaba atrapada en mi pueblo. De pronto, veo pasar a un chavo por la ventana. Traía un suéter color hueso, tejido, el pelo desaliñado, lleno de nudos y un morral de cuero de lado. No le vi la cara, solo la espalda. Caminaba raro, como que abría mucho las piernas y, a cada paso, parecía como si recibiera pequeñas descargas eléctricas, y simultáneamente se llevaba una mano a la cabeza y, él mismo, haciendo círculos a toda velocidad, se enredaba el pelo (hoy sé que es luna en acuario). Lo vi y sentí, también, esa descarga eléctrica. Automáticamente pensé: Quiero que sea mi novio. Sí, sí, así de romántica. Ya sé que hay que deconstruir el amor romántico y todo eso, pero soy venus en piscis y esas cosas las siento así.

Al salir de clase teníamos un brindis de bienvenida. No se imaginen el gran brindis de intelectuales aristócratas, por favor. Brindábamos con refresco en vasos miniatura de plástico blanco. Supuestamente era el brindis de toda la escuela, lo cual consistía en los 7 de mi clase y los 6 de la clase de adelante. En la puerta estaba Antoniuz, el ex de mi prima. 

Antoniuz, el ariano, era la descripción de lo que se diría un poeta queretano de esa época: iba siempre por las calles, con una gabardina larga, sombrero, y todes quienes le concíamos sabíamos que era poeta. Había quien le temía, porque decían que hablaba raro, pero a mí me encantaba tener charlas con ese personaje de cuento. Cuando me acerqué a saludarlo, estaba con él, con el chico que supe que iba a ser mi novio antes de verlo de frente. De cara, la verdad que no era muy guapo, pero era eso, su energía, su expresión corporal, yo que sé qué era, pero sentí que se me apretaban los intestinos y cosquillas en las ingles. Ese día supe que se llamaba Horacio y que, casualmente, era también muy amigo de mi mejor amigo, pero esa es otra historia.

Probablemente, la parte romántica les dé una paja enorme. Pero no se puede contar la historia de María José y Los neónidas sin esa parte, porque probablemente sin ella, no hubiera sucedido.

Un día, al salir de clase, Antoniuz y Horacio estaban esperándome en la puerta. Horacio venía con un libro en la mano.

—¿Qué onda? Te trajimos este libro, pa’ que veas… Pus eso… Qué onda.

Me dijo así, rascándose todo el cuerpo como un perro pulguiento, cosa que hizo que me enamorara más. Me dio el libro y se fueron.

El libro se llamaba La máquina para follar, de Charles Bukowsky. La imagen de la portada era una mujer desnuda envuelta en una serpiente, que aparentemente la estaba penetrando. Yo venía de una escuela de monjas. Me hacía la liberal, pero apenas vi la imagen, puse el libro boca abajo sobre mi mesa. Eso sí, sobre la mesa, porque en la escuela de escritores todes siempre deben tener el libro que andan leyendo sobre la mesa, es algo así como la espada de los caballeros. Don Jaime, un viejito de 70 años que era mi compañero, me dijo:

—Estos lo que quieren es engatusarte.

Leí el libro en una tarde. El último cuento zoofílico me dejó más caliente que un sacerdote en confesión. A los dos días, me los encontré en el pasillo.

—Ya lo leí.

Dije así, como buena estudiante que se sienta al principio de la fila.

—Perfecto. ¿Quieres venir a tomar un café con nosotros?

Me di cuenta que a Antoniuz no le hizo mucha gracia esa invitación, o tal vez no sabía expresar placer.

—Pero tengo clase.

—¡Ay, no seas ñoña! Tu próximo maestro es Miguel, es aburridísimo.

—Mejor los alcanzo después. Pásame tu teléfono.

Al salir de la clase de Miguel, que efectivamente era aburridísimo. Me fui corriendo al Italian Coffee del centro, donde me estaban esperando.

No lo podía creer. Era yo, sentada en un café del centro con dos poetas. Porque, para mí, ellos ya eran poetas consagrados. Me interrogaron sobre Bukowsky, qué pensaba, qué había sentido, si me gustaba o no. Solté todo lo que sentipensaba del libro y lo que venía a decir. Habremos estado unas 2 horas en ese café. Pasaban diferentes artistas, o locos del pueblo, que para el caso es lo mismo, y nos saludaban, se sentaban un rato con nosotres a debatir sobre los beatniks y Bukowsky. Ellos pedían café tras café. El americano era refill. Pero a mí no me gustaba el café en esa época, me parecía amargo y me costaba cada trago.

—Hay que llevarla a Don Amado —, dijeron en algún momento.

Se miraron así, como si fueran a hacer algo muy grave, como si fueran a romper alguna regla o algún acuerdo ancestral entre varones. Se decidieron por fin y me llevaron.

Don Amado era una cantina que durante años no dejó que entraran mujeres. De hecho, el migitorio era una esquina ahí al lado de la barra donde podías casi ver el meado del que estuviera ahí. Bueno, en realidad, Don Amado era un viejito casi ciego que atendía su cantina.

El techo estaba cayéndose de telarañas, y eran nomás dos cuartitos oscuros con una barra, una rocola y unas cinco mesas. Muy al estilo de esas películas gringas que dibujan a México.

Pedimos unas micheladas, porque Don Amado, antes de sus últimos años, antes de que tuviéramos que entrar nosotres a la barra a buscar los limones porque ya no los veía, era experto en micheladas. La michelada consiste en una cerveza con limón, sal y salsas picantes dentro de un tarro en forma de copa grande de cristal. Eran más grandes que mi cabeza y agarraba la copa con mis dos manitas para que no se me cayera. Pero era verdad, increíblemente deliciosa.

Pusieron a Café Tacuba en la rocola. Horacio era melómano. Habló de tantas bandas que yo no conocía que ojalá las hubiera anotado. Placebo, Air, The Pixies, Smashing Pumpkins, Sigur Ros, Bjork. Etc., etc., etc. Antoniuz era realmente amante de la literatura; desde adolescente había comenzado a crear Ciudad Hermes, que era una especie de Macondo de Márquez (ya sé que se va a enojar cuando lea esto), pero era un país inventado por él, tenía sus personajes, sus dibujos; con el tiempo desarrolló hasta la división política y el propio idioma de ese país maravilloso. Me acuerdo que al llegar a casa tuve que investigar si existía de verdad o no, porque me dio vergüenza preguntar.

Ese día me contaron que tenían el club Bukowsky, el cual consistía en leer a los beatniks, hablar de ellos, tomar café, ir a Don Amado y seguir soñando con nuestras propias Ciudades Hermes. O por lo menos eso entendí. Les pedí entrar a ese club. Antoniuz hizo cara de “lo pensaremos en cofradía”, pero yo ya estaba adentro. Más adentro que nunca. No recuerdo quién me llevó a casa ese día, o tal vez dormí en casa de mi abuela. Lo que sí recuerdo es que me fui a la cama sintiendo que había llegado, por fin, a la tribu de mis sueños.

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